Se llamaba Peggy, y era corista.
La conocí en el "Lonely Bluesman", mi bar favorito para ir a llorar. Yo estaba atravesando una mala racha: mi socio en la agencia de detectives privados, J. Arístides, llevaba unos meses fuera, ocupándose de unos asuntos personales en una discreta clínica de desintoxicación; nuestra secretaria, la señorita Lin, había perdido su beca por culpa de los recortes presupuestarios en investigación y se había visto obligada a emigrar a Princeton para acabar su tesis doctoral en clonación de sobacos; la agencia no tenía un solo cliente desde el desastroso affaire de la falsa señora Butkiss; las deudas nos anegaban y el banco no me concedía un crédito para poder seguir comprando la comida para perros a la que me había aficionado últimamente.
Aquella noche me encontraba particularmente melancólico. Mirándome, nadie habría podido imaginar que ese despojo humano en el que me había convertido había sido, tantos años atrás, una joven y prometedora estrella en el mundo de la investigación privada, portada en todos los semanarios del país después de haber capturado a la peligrosa asesina en serie Jessica Fletcher: una despiadada psicópata que, bajo la apariencia de adorable escritora senil, había ido dejando un reguero de cadáveres a sus espaldas. Sí, fui yo quien ató los cabos y se percató por primera vez que allí donde iba la señora Fletcher siempre había un asesinato. A partir de ahí, fue fácil sumar dos y dos e identificar a la verdadera responsable. Pero de eso había pasado mucho tiempo y desde entonces mi carrera profesional se había ido por el mismo camino que mi orgullosa melena negra: desagüe abajo.
Peggy y yo estábamos prácticamente solos ante la barra del bar, sentados cada uno en un taburete frente a sendas copas de orujo. Como suele suceder en estos casos, la soledad y la desesperación, por no hablar de aquel orujo que más que aguardiente parecía matarratas, hicieron que dos desconocidos entablaran conversación y se abrieran el uno al otro los corazones:
- Yo era Subsecretaria de Estado de Cooperación Internacional, ¿sabes? -dijo Peggy apoyando seductoramente sobre mi brazo una mano que parecía un manojo de morcillas de Burgos. Peggy era una verdadera belleza parmenídea, de unos ciento cuarenta centímetros de diámetro, hecho que no le impedía vestir un decrépito vestido de cabaret siete tallas por debajo de lo anatómicamente aconsejable y que iba dejando caer una lluvia de lentejuelas con cada intento de respiración de su portadora-. Pero cuando el nuevo Gobierno nos cerró el chiringuito tuve que buscarme la vida. Una amiga que trabaja en el teatro me consiguió un trabajo como parte del coro. No es un mal trabajo: tengo una voz bonita y cantar no se me da mal, salvo por el hecho de que no consigo que me salgan ni el "do" ni el "fa". Lo que hago cuando aparecen esas notas es mover la boca en silencio y pestañear mucho: es un truco que no falla nunca.
- No te quejes, muñeca -le dije más que nada por seguir la tradición del oficio detectivesco-. Al menos tienes un trabajo en el que te pagan al final del mes, aunque sea en chicles mascados. Yo llevo sin ver un centavo desde antes de que Agustina de Aragón hiciera la primera comunión. Y no me quejo -añadí sonándome los mocos y limpiando acto seguido con el mismo pañuelo las lágrimas que perlaban mis gafas-. Eres una afortunada de la vida. De hecho, no sé que hace una chica como tú en un sitio como este.
- Si te soy sincera, busco refugio. Me da miedo volver al teatro.
- ¿Tan malo es el espectáculo?
- ¡No, hombre! -eructó con gracejo la joven-. Bueno, en realidad sí. Pero no es eso lo que me espanta del lugar. Están ocurriendo cosas en ese edificio. Cosas terribles.
- ¡No! ¿Ha vuelto Arturo Fernández a las tablas?
- Casi igual de malo: desde hace unas semanas ocurren accidentes extraños, desaparecen personas, se oyen misteriosos ruidos por las noches, y para colmo de males ayer una de las actrices apareció muerta en su camerino. Creo que hay un psicópata suelto. Tengo miedo por mi vida, amigo… eh… ¿cómo te llamabas, encanto? -me preguntó la suripanta entre etílicos regüeldos.
- Mike, a secas -le recordé.
- Pues eso, amigo A Secas: tengo un mal presentimiento.
A mí nada me iba ni venía en ese asunto, y lo sensato en esa situación habría sido desentenderme de la tal Peggy y meterme en mis negocios, pero algo en la pose asustada y despatarrada de la moza, amén de la encantadora manera en que su dedo meñique hacía prospecciones en su delicada nariz mientras hablaba conmigo, me enterneció. No será la primera vez que un detective privado se mete en líos por culpa de una mujer fatal a la que conoce en un bar, y aunque de natural mis inclinaciones son de otra índole hay algo en el ethos de mi profesión que siempre me ha llevado a complicarme la vida por culpa de mal llamado sexo débil. Antes de que mis debilitadas neuronas pudieran hacerse cargo de la situación, me escuché a mí mismo diciendo:
- No te preocupes, muñeca. Yo te ayudaré. Estás en buenas manos.
Tuve que repetírselo dos veces, la primera porque Peggy se hallaba muy ocupada vomitando sobre mis zapatos y la segunda porque se había caído desmayada, con muy buena puntería, justo sobre la entrepierna de un estibador irlandés. Cuando conseguí despertarla y ella se hubo recompuesto la peluca, la acompañé galantemente de vuelta al teatro.
(continuará)
1 comentario:
Es que las coristas tenemos un peligro...
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