Inicio con este relato breve una nueva etiqueta, "Arrebuscando en el baúl de los recuerdos", en la que iré rescatando del olvido textos más viejos que la tos, escritos por un servidor hace la tira. Un estupendo relleno para momentos como éste en los que no tengo tiempo para ser creativo.
Un Tórrido Affaire
Por Mike, a secas
Hoy me siento melancólico. Permítanme que rememore aquellos breves pero intensos tiempos en los que mi compañero –y sin embargo amigo– J. Arístides y yo mantuvimos un tórrido affaire. Si, han oído bien: un tórrido affaire. Fueron tiempos difíciles y tormentosos, no exentos de dramas morales debidos al hecho de que la novia de turno de J. Arístides1 no toleraba lo que nos traíamos entre manos2, pero que sin embargo recuerdo como una de las épocas más felices de mi vida3.
Todo empezó con la visita de J. Arístides a una exposición canina. Mi compañero detesta a todos los animales, incluyendo a la práctica totalidad del género humano4, pero solía frecuentar las carreras de galgos, las exposiciones caninas y los hipódromos como parte desagradable pero necesaria de su eterna búsqueda de status social. En dichas reuniones J. Arístides se codeaba con la crême de la aristocracia de Boo de Piélagos, estableciendo contactos y, si la ocasión lo permitía, desvalijando los bolsos de las ancianas marquesas a las que intentaba seducir. Aquel buen día, en lo que habría sido una perfecta mañana de domingo de no haberse tratado de un jueves por la tarde, mi compañero se topó a la salida de la mencionada exposición canina con un viejo amigo, Truculencio Gañánez, de profesión sus labores5, quien le propuso uno de sus célebres negocios ganga: por apenas medio millón de pesetas de las de entonces le podía vender un cachorro que, con los debidos cuidados, habría sin duda de convertirse en un magnífico animal ganador de los más altos premios. J. Arístides, por supuesto, se negó en redondo a semejante transacción. Pero don Truculencio, conociendo los numerosos puntos débiles de mi compañero, atacó de la forma más sibilina:
– No te puedes ni imaginar, amigo J. Arístides, lo mucho que se liga cundo se saca a pasear un cachorro al parque. Las mujeres más hermosas se acercan, enternecidas por el animalito, y es entonces cuando están más indefensas ante un seductor nato como tú. Por cierto, ¿has estado yendo últimamente al gimnasio? ¡Estás cuadrado, macho!
Y, al no ver todavía convencido a J. Arístides, don Truculencio continuó con otro sus trucos:
– Además, éste es un perro francés, de raza francesa, con pedigrèe francés y toda la pesca.
– ¿Francés? –dijo J. Arístides. A mi compañeero le vuelve loco todo lo que sea o parezca francés: el champagne, el patê de foie, el Moulin Rouge, la fruta tirada por el suelo. Según él, de Francia viene todo lo que es culto y refinado en esta vida. Don Truculencio había conseguido que mi amigo, ese grandísimo tonto, mordiera el anzuelo–. ¿Y qué raza francesa es esa que dices?
– Ehmm... “Affaire” –respondió don Truculencio, diciendo lo primero que se le vino a la mente–. Un Tórrido Affaire6. De pura sangre. Satisfacción garantizada.
Ante esto J. Arístides no pudo resistirse, y fue así como durante unos meses nuestra triste oficina de detectives privados se vió alegrada por la presencia de un fiel animalito7. Aún recuerdo el momento en el que nuestro tórrido affaire entró por primera vez en la oficina. J. Arístides lo traía en sus brazos fofos y amorosos.
– J. Arístides, te he dicho mil veces que no traigas a la oficina los trozos de alfombra viejos que encuentras en los vertederos –saludé a mi amigo.
– No digas bobadas, mostrenco –me respondió con su habitual simpatía–. Mira qué perrito he comprado. Lo pienso entrenar para que proteja nuestra oficina y, lo más importante, para que atraiga hermosas mujeres que admiren mi lado sensible.
Y por lo visto el animalito tenía cualidades para ello. Al verlo nuestra secretaria, la señorita Dawn (que en aquel entonces trabajaba para nosotros como becaria en prácticas), se puso como loca de ternura y no paraba de acariciar la cabecita al animal8 llamándole “precioso” y otras lindezas. Eso fue uno de los primeros indicios que me hicieron sospechar que nuestra nueva secretaria tenía o bien un problema de vista o bien que bebía demasiado: el tórrido affaire, en su conjunto, era el perro más feo que había visto en mi vida9. Era de pelaje largo, de un color indeterminado entre el marrón-diarrea y el gris-descomposición, y su rabo recordaba a un plumero después de haber limpiado un nido de telarañas. Sus orejas eran fláccidas como el cuello de Carmen Sevilla, le faltaban casi todos los dientes, sufría de estrabismo y tenía tendencia a tropezarse con sus propias patas al andar. Y, sin embargo, algo en su mirada, que me recordaba a la de mi más querida mascota de la infancia10, me conquistó inmediatamente.
– Llamémoslo “Don Pinpón” –propuse, pensando en mi programa educativo de televisión favorito.
– No, llamémoslo mejor “Søren Kierkegaard Jr.” –dijo J. Arístides con su habitual pedantería.
– ¿Y por qué no llamarlo “Johnnie Walker”? –propuso, ansiosa de colaborar, la señorita Dawn.
Nos costó horrores decidir un nombre adecuado para el perro. Al final entre J. Arístides y yo acordamos llamarlo “Flatulencio”, por su olor característico, sin que el nombre terminara de cuajar del todo. La mayor parte de las veces nos referíamos a él simplemente como “Quitadeahíchucho”, “Aaahrrgg” o, simplemente, hablábamos de forma genérica de nuestro tórrido affaire. Pronto nuestro tórrido affaire se había convertido en parte imprescindible de nuestra vida detectivesca. Nos acompañaba en nuestras investigaciones, usando su prodigioso olfato para conducirnos a multitud de farolas y troncos de árboles donde en ocasiones encontrábamos pistas de incalculable valor11, gruñía ferozmente a nuestros numerosos acreedores, entretenía a las muchachas en los parques mientras J. Arístides intentaba pellizcarles en el trasero e incluso aprendió algunos trucos útiles, como por ejemplo el de traernos jirones mordisqueados de perdiódico por las mañanas, el de sentarse moviendo el rabo cuando le ordenábamos atacar a un caco y el de no orinarse en mis sombreros. Este último truco tardó meses en aprenderlo.
Sin embargo, la felicidad dura poco en esta vida. Pese a los excelentes cuidados que le dedicábamos12, a los pocos meses de estar con nosotros el tórrido affaire inexplicablemente enfermó y, pese a que le llevamos al veterinario y llegaron incluso a practicarle un transplante de hígado, al poco tiempo murió. En su lecho de muerte, con J. Arístides sujentándole una pata y yo otra, nos miró lentamente a cada uno y nos dijo:
– Guau.
Es la cosa más bonita que me han dicho en mi vida. Y así acabó nuestro tórrido affaire.
Todo empezó con la visita de J. Arístides a una exposición canina. Mi compañero detesta a todos los animales, incluyendo a la práctica totalidad del género humano4, pero solía frecuentar las carreras de galgos, las exposiciones caninas y los hipódromos como parte desagradable pero necesaria de su eterna búsqueda de status social. En dichas reuniones J. Arístides se codeaba con la crême de la aristocracia de Boo de Piélagos, estableciendo contactos y, si la ocasión lo permitía, desvalijando los bolsos de las ancianas marquesas a las que intentaba seducir. Aquel buen día, en lo que habría sido una perfecta mañana de domingo de no haberse tratado de un jueves por la tarde, mi compañero se topó a la salida de la mencionada exposición canina con un viejo amigo, Truculencio Gañánez, de profesión sus labores5, quien le propuso uno de sus célebres negocios ganga: por apenas medio millón de pesetas de las de entonces le podía vender un cachorro que, con los debidos cuidados, habría sin duda de convertirse en un magnífico animal ganador de los más altos premios. J. Arístides, por supuesto, se negó en redondo a semejante transacción. Pero don Truculencio, conociendo los numerosos puntos débiles de mi compañero, atacó de la forma más sibilina:
– No te puedes ni imaginar, amigo J. Arístides, lo mucho que se liga cundo se saca a pasear un cachorro al parque. Las mujeres más hermosas se acercan, enternecidas por el animalito, y es entonces cuando están más indefensas ante un seductor nato como tú. Por cierto, ¿has estado yendo últimamente al gimnasio? ¡Estás cuadrado, macho!
Y, al no ver todavía convencido a J. Arístides, don Truculencio continuó con otro sus trucos:
– Además, éste es un perro francés, de raza francesa, con pedigrèe francés y toda la pesca.
– ¿Francés? –dijo J. Arístides. A mi compañeero le vuelve loco todo lo que sea o parezca francés: el champagne, el patê de foie, el Moulin Rouge, la fruta tirada por el suelo. Según él, de Francia viene todo lo que es culto y refinado en esta vida. Don Truculencio había conseguido que mi amigo, ese grandísimo tonto, mordiera el anzuelo–. ¿Y qué raza francesa es esa que dices?
– Ehmm... “Affaire” –respondió don Truculencio, diciendo lo primero que se le vino a la mente–. Un Tórrido Affaire6. De pura sangre. Satisfacción garantizada.
Ante esto J. Arístides no pudo resistirse, y fue así como durante unos meses nuestra triste oficina de detectives privados se vió alegrada por la presencia de un fiel animalito7. Aún recuerdo el momento en el que nuestro tórrido affaire entró por primera vez en la oficina. J. Arístides lo traía en sus brazos fofos y amorosos.
– J. Arístides, te he dicho mil veces que no traigas a la oficina los trozos de alfombra viejos que encuentras en los vertederos –saludé a mi amigo.
– No digas bobadas, mostrenco –me respondió con su habitual simpatía–. Mira qué perrito he comprado. Lo pienso entrenar para que proteja nuestra oficina y, lo más importante, para que atraiga hermosas mujeres que admiren mi lado sensible.
Y por lo visto el animalito tenía cualidades para ello. Al verlo nuestra secretaria, la señorita Dawn (que en aquel entonces trabajaba para nosotros como becaria en prácticas), se puso como loca de ternura y no paraba de acariciar la cabecita al animal8 llamándole “precioso” y otras lindezas. Eso fue uno de los primeros indicios que me hicieron sospechar que nuestra nueva secretaria tenía o bien un problema de vista o bien que bebía demasiado: el tórrido affaire, en su conjunto, era el perro más feo que había visto en mi vida9. Era de pelaje largo, de un color indeterminado entre el marrón-diarrea y el gris-descomposición, y su rabo recordaba a un plumero después de haber limpiado un nido de telarañas. Sus orejas eran fláccidas como el cuello de Carmen Sevilla, le faltaban casi todos los dientes, sufría de estrabismo y tenía tendencia a tropezarse con sus propias patas al andar. Y, sin embargo, algo en su mirada, que me recordaba a la de mi más querida mascota de la infancia10, me conquistó inmediatamente.
– Llamémoslo “Don Pinpón” –propuse, pensando en mi programa educativo de televisión favorito.
– No, llamémoslo mejor “Søren Kierkegaard Jr.” –dijo J. Arístides con su habitual pedantería.
– ¿Y por qué no llamarlo “Johnnie Walker”? –propuso, ansiosa de colaborar, la señorita Dawn.
Nos costó horrores decidir un nombre adecuado para el perro. Al final entre J. Arístides y yo acordamos llamarlo “Flatulencio”, por su olor característico, sin que el nombre terminara de cuajar del todo. La mayor parte de las veces nos referíamos a él simplemente como “Quitadeahíchucho”, “Aaahrrgg” o, simplemente, hablábamos de forma genérica de nuestro tórrido affaire. Pronto nuestro tórrido affaire se había convertido en parte imprescindible de nuestra vida detectivesca. Nos acompañaba en nuestras investigaciones, usando su prodigioso olfato para conducirnos a multitud de farolas y troncos de árboles donde en ocasiones encontrábamos pistas de incalculable valor11, gruñía ferozmente a nuestros numerosos acreedores, entretenía a las muchachas en los parques mientras J. Arístides intentaba pellizcarles en el trasero e incluso aprendió algunos trucos útiles, como por ejemplo el de traernos jirones mordisqueados de perdiódico por las mañanas, el de sentarse moviendo el rabo cuando le ordenábamos atacar a un caco y el de no orinarse en mis sombreros. Este último truco tardó meses en aprenderlo.
Sin embargo, la felicidad dura poco en esta vida. Pese a los excelentes cuidados que le dedicábamos12, a los pocos meses de estar con nosotros el tórrido affaire inexplicablemente enfermó y, pese a que le llevamos al veterinario y llegaron incluso a practicarle un transplante de hígado, al poco tiempo murió. En su lecho de muerte, con J. Arístides sujentándole una pata y yo otra, nos miró lentamente a cada uno y nos dijo:
– Guau.
Es la cosa más bonita que me han dicho en mi vida. Y así acabó nuestro tórrido affaire.
(1) Una maquilladora que trabajaba en una funeraria, si mal no recuerdo.
(2) Era alérgica a los perros y, como se descubrió más tarde, también a J. Arístides.
(3) Teniendo en cuenta que mis magros ingresos en la agencia de investigadores privados me dan lo justo para comprar cera abrillantadora de calvas, y que para comer me veo obligado a rebuscar cada día en la basura, esta frase no es difícil de entender.
(4) Con la excepción de esa parte del género humano que posee generosos pechos y amplias caderas repletas de curvas.
(5) Las labores de don Truculencio incluían actividades tan variopintas como el tráfico de armas, timos a gran y pequeña escala, dar de comer a las palomas en el parque y, en los ratos libres, trabajar en una peluquería de
señoras.
(6) Meses más tarde, cuando la historia de nuestro tórrido affaire hubo terminado de la más triste de las maneras, me enteré de que no existe ninguna raza canina llamada de esa manera. Me enteré mientras ahogaba mis penas en alcohol y cacahuetes en el "Lonely Bluesman", mi bar favorito para ir a llorar. Entablé conversación con un postrado secretario, con depresión crónica desde que que en su juventud había tenido que acompañar a don Manuel Fraga en innumerables cacerías por la serranía de Cuenca, transportando el orinal del señor ministro. Durante dichas cacerías mi interlocutor había aprendido mucho sobre el arte de la caza. Supe así , al mostrarle las fotos de nuestro perro, que lo que creíamos un tórrido affaire no era sino un cruce entre podenca y San Bernardo Mollejudo del Afganistán. Jamás he tenido el valor de decirle la verdad a J. Arístides.
(7) Me refiero al perro. J. Arístides jamás en su vida ha sido fiel.
(8) De nuevo, hablamos del perro, no de J. Arístides.
(9) Y he visto muchos. Mi casera me hace dormir en la caseta de los perros, lo cual le permite ahorrar un dineral en calefacción durante las largas y lluviosas noches invernales de Boo de Piélagos.
(10) "Fulgencio", un pulpo que me regaló mi madre -que trabajaba en una pescadería- por mi octavo cumpleaños, y que me dió felices horas de juegos y abrazos con sus tentáculos, hasta que accidentalmente me lo comí a la gallega, con unas patatitas.
(11) Por lo general, pistas húmedas y amarillentas.
(12) En J. Arístides y en mí el tórrido affaire encontró, más que unos dueños, a unos padres. En ocasiones descubría al duro J. Arístides dando de fumar "Flatulencio" de su propia pipa, mientras que yo le alimentaba con parte de mis bocadillos de tocino. No le faltó ni un solo día el chocolate con churros para desayunar. La señorita Dawn también cuidaba del animal con dulzura femenil, llegando incluso a darle personalmente biberones llenos de anís "El Mono" mientras era cachorro.
2 comentarios:
Que mono!. Lo describes tan bien, que recuerda a Firmin. Un amigo mio puso a su perro de nombre Comomo, de Como molo, en fin... excentricidades!
Me ha gustado mucho la historia, besos.
Eres genial! Y se te va la olla que da gusto, pero aún así me parto con tus relatos.
Ansiosa espero la siguiente entrega rescatada del baúl.
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