De entre todas las ciudades horrorosas que he visitado a lo largo de mi vida, Pontevedra no es ninguna de ellas.
Por fin estoy aquí. No ha sido para tanto: total, sólo conozco a B. desde hace unos once años, y durante todo este tiempo he estado prometiéndole hacer una visita a su ciudad. Dados mis niveles habituales de procrastinación, una espera de dos lustros en cumplir una promesa mía es algo perfectamente razonable.
Aprovechando una especie de puente universitario que hemos tenido en Cantabria estos días (la inauguración del curso, más la fiesta del doce movida al lunes en la Comunidad) decidimos acoplarnos a B. y P. en su visita familiar a Pontevedra. El osezno, gran organizador de viajes, se ha encargado de buscar habitación con bañera -fundamental para él en estos casos- en un conocido hotel del centro histórico y aquí nos encontramos, con un sencillo plan de viaje que se basa en tres puntos fundamentales: comer, dormir y achucharnos, en este orden de prioridad.
Estoy pensando meter a Pontevedra en la lista de ciudades donde definitivamente me gustaría vivir. Hay calidad de vida. No es una ciudad de belleza cegadora, pero sí que es rematadamente agradable a los sentidos, empezando por el sentido común. El centro está totalmente peatonalizado, las casas de piedra están magníficamente conservadas y el equilibrio entre tranquilidad y vidilla está más que logrado. Se come de vicio (aunque hay que decir que, en contra de la creencia generalizada, no es cierto que el postre típico de la zona sean los centollos rellenenos de crema pastelera) y a buen precio. El mar está a dos pasos y lo único que estropea el conjunto es la planta de celulosa que afea el paisaje y la atmósfera un poco más abajo en la ría. Supongo que será el precio a pagar por el progreso...
Y encima está haciendo un tiempo más propio de junio que de octubre. El fin de semana perfecto, si no fuera por mi problema "inercial" de siempre: me cuesta trabajo cogerle el ritmillo a eso del descanso. Así como presumo de estar especialmente bien dotado por la Naturaleza para disfrutar de los placeres de la comida, la bebida, el fornicio, la música y la contemplación de mi entorno -esto es, placeres que se basan en recibir estímulos-, no lo estoy tanto para disfrutar del placer de no hacer nada -esto es, la ausencia de estímulos-. Mi espíritu se inclina más hacia lo epicúreo que hacia lo estoico. O tal vez me falta la paz interior necesaria para estar en silencio conmigo mismo, vete tú a saber.
Así, mientras el osezno dormita pacíficamente su bendita siesta, yo tengo que estar haciendo algo: en este caso, escribir estas líneas...
Por fin estoy aquí. No ha sido para tanto: total, sólo conozco a B. desde hace unos once años, y durante todo este tiempo he estado prometiéndole hacer una visita a su ciudad. Dados mis niveles habituales de procrastinación, una espera de dos lustros en cumplir una promesa mía es algo perfectamente razonable.
Aprovechando una especie de puente universitario que hemos tenido en Cantabria estos días (la inauguración del curso, más la fiesta del doce movida al lunes en la Comunidad) decidimos acoplarnos a B. y P. en su visita familiar a Pontevedra. El osezno, gran organizador de viajes, se ha encargado de buscar habitación con bañera -fundamental para él en estos casos- en un conocido hotel del centro histórico y aquí nos encontramos, con un sencillo plan de viaje que se basa en tres puntos fundamentales: comer, dormir y achucharnos, en este orden de prioridad.
Estoy pensando meter a Pontevedra en la lista de ciudades donde definitivamente me gustaría vivir. Hay calidad de vida. No es una ciudad de belleza cegadora, pero sí que es rematadamente agradable a los sentidos, empezando por el sentido común. El centro está totalmente peatonalizado, las casas de piedra están magníficamente conservadas y el equilibrio entre tranquilidad y vidilla está más que logrado. Se come de vicio (aunque hay que decir que, en contra de la creencia generalizada, no es cierto que el postre típico de la zona sean los centollos rellenenos de crema pastelera) y a buen precio. El mar está a dos pasos y lo único que estropea el conjunto es la planta de celulosa que afea el paisaje y la atmósfera un poco más abajo en la ría. Supongo que será el precio a pagar por el progreso...
Y encima está haciendo un tiempo más propio de junio que de octubre. El fin de semana perfecto, si no fuera por mi problema "inercial" de siempre: me cuesta trabajo cogerle el ritmillo a eso del descanso. Así como presumo de estar especialmente bien dotado por la Naturaleza para disfrutar de los placeres de la comida, la bebida, el fornicio, la música y la contemplación de mi entorno -esto es, placeres que se basan en recibir estímulos-, no lo estoy tanto para disfrutar del placer de no hacer nada -esto es, la ausencia de estímulos-. Mi espíritu se inclina más hacia lo epicúreo que hacia lo estoico. O tal vez me falta la paz interior necesaria para estar en silencio conmigo mismo, vete tú a saber.
Así, mientras el osezno dormita pacíficamente su bendita siesta, yo tengo que estar haciendo algo: en este caso, escribir estas líneas...
3 comentarios:
Anda wapo que como os lo montáis... no vale protestar más por las clases, que aquí uno no tiene puente.
Encima en Pontevedra y con buen tiempo, que morriña, aquí lloviendo y un frío...
Esos placeres también los comparto, que sería de la vida sin esas 5 cosas... aunque mi orden de prioridades cambia algo... jajaja!, pero vamos que el orden de los factores...
Bueno pues a ver cuando tu novio y tu os dignáis a hacerme una visita por los madriles...
Pasadlo bien y cuidado con el marisco que es afrodisiaco y luego pasa lo que pasa... jajaja!
Besos. Alberto
¡Once años en hacer una visita! vale, me voy comprando el termo...
Así que eres un culo inquieto que ni siquiera en un finde de relax te puedes estar tranquilito. Bien. Por fin comprendo de dónde sacas el tiempo para hacer todas las cosas que haces: con esa forma de actuar tus días tienen 48 horas y los míos 4.
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