No soy una persona especialmente propensa a los ataques de nostalgia. Mi problema suele ser el contrario: dedico más tiempo del necesario a pensar en el futuro (cuando debería centrarme en el presente, ya lo sé), pero al menos suelo dejar el pasado bastante tranquilo. Sin embargo, es inevitable que las visitas a la Segovia de mi niñez me hagan ser, durante un tiempo, más sensible a las muchas y sutiles trampas de la memoria.
Los neurólogos saben bien que el sentido del olfato tiene acceso directo a los centros de la memoria en el cerebro. Subiendo ayer la Cuesta de los Hoyos a paso vivo, el aroma de los pinos mezclándose con el de las hojas caídas de los chopos me transportó durante un instante a otros otoños, aquellos de mi no-adolescencia (¿postinfancia? ¿neoniñez? ¿frikiadultismo?), con sus sesiones de patatas fritas, dados, lápices y emociones imaginadas en el altillo del ascensor. En las tardes de los viernes, al salir de clase, nos íbamos a la tienda, nos comprábamos toneladas de patatas fritas al ajillo, fritos y tiras de bacon, volvíamos al barrio, agarrábamos nuestros libros de rol, los dados, las hojas de personaje y toda la parafernalia, subíamos al altillo, encendíamos la luz del flexo, desplegábamos la mesa y las sillas de cámping y empezábamos a fantasear.
Jugábamos al rol. Mientras los otros chicos de mi edad salían a las sesiones para chavales de las discotecas segovianas, intentando tocar alguna teta a medio desarrollar, teniendo los primeros comas etílicos y preguntándose por qué Martita prefería al imbécil de Ramiro, nosotros tirábamos dados y construíamos elaborados mundos de fantasía.
Estaban las sesiones de AD&D, divertidas y simples, con un esquema narrativo más sencillo que el mecanismo de un chupete.
Estaban las delirantes sesiones de Paranoia (recuerda: El Ordenador Es Tu Amigo), dignas del Tarantino más desquiciado.
Estaban las oscuras y complicadísimas partidas de La Llamada de Cthulhu, basadas en la obra de H. P. Lovecraft, que eran imposibles de acabar sin llevar una libreta donde apuntar indicios a cada paso.
Estaba el rol patrio de Aquelarre, lleno de referencias a leyendas populares y la historia medieval de los reinos ibéricos.
Estaban los momentos de ciencia-ficción de Star Wars y Traveller, donde se cambiaban las espadas y los hechizos por pistolas láser y gadgets de la más alta tecnología.
Pero estaban sobre todo los dos juegos en los que mayor profundidad nos involucramos, y con los que más horas de disfrute hemos pasado: Vampiro y Rune Quest.
Vampiro La Mascarada era un juego ágil (excepto cuando los personajes se desarrollaban mucho y las tiradas de dados empezaban a ser interminables) y muy divertido. Los jugadores se lo pasaban de lo lindo ejercitando las Disciplinas sobrenaturales de sus personajes (en este sentido el juego fallaba un poco, porque acababa pareciéndose más a una historia de superpoderes que a un juego de horror), pero la cosa no acababa ahí: intrigas dentro de intrigas, manipulaciones dentro de manipulaciones, en Vampiro siempre había una cábala, un Antiguo o un Antediluviano más fuerte que tú y con su propia agenda misteriosa, dispuesto a utilizarte como peón. El juego combinaba intriga, misterio y acción de una forma magnífica.
Rune Quest, por el contrario, era en principio un juego narrativamente tan soso como AD&D. Sin embargo dejaba la flexibilidad suficiente como para desarrollar historias y campañas prolongadas infinitamente variables. Y eso fue precisamente lo que hicimos: partiendo de un marco esbozado por los libros del juego (unos pocos mapas, unos panteones divinos y una mitología descrita a grandes rasgos) a lo largo de más de una década de partidas, entre todos fuimos dibujando un mundo tremendamente rico, lleno de personajes secundarios de lo más variopintos, (malos arquetípicos, sabios venerables, políticos corruptos, mercaderes, tontos del pueblo, shamanes avarientos...) aventuras delirantes -el humor absurdo nunca ha faltado en mis juegos de rol- y situaciones comprometidas. El núcleo central de las historias se desarrollaba en torno al llamado "grupo de Alda-Chur", una colección de personajes que en ocasiones duraron muchos años en tiempo real, que iban creciendo, cambiando, mejorando, viviendo problemas, compitiendo entre ellos y con otros... como el mundo real, pero con trolls y hechiceros y elementales y semidioses (¿quién no se acuerda de Santa Tanqueta Bendita?) y enanos y criaturas caóticas bastante repelentes.
Irreal como la vida misma. Tanto que a veces uno se identificaba tanto con algún personaje que cuando éste moría, el jugador se agarraba un rebote que duraba días enteros.
Mantuvimos la actividad rolera durante mucho tiempo, bajando progresivamente la frecuencia de nuestras partidas a medida que pasábamos del instituto a la Universidad y luego de la Universidad al trabajo. Poco a poco fuimos perdiendo jugadores, hasta al final quedar sólamente tres, luego dos, luego ninguno. La vida adulta (trabajo, viajes, novi@s, familia) se fue imponiendo, y actualmente ya no jugamos "al rol". Esa parte de nuestras vidas se ha terminado, y aunque la echo de menos, no me lamento. Lo pasamos muy bien y disfruto con ese recuerdo.
Porque, además, ahí sigue estando el Otro Mundo, congelado en el tiempo. Muchas historias se quedaron sin contar, muchos personajes siguen vivos, en suspenso, esperando... pero no mueren. A veces, como ocurrió ayer, me gusta pensar que esas personalidades nuestras alternativas siguen desarrollando sus vidas, totalmente en paralelo a las nuestras. Pienso que Mepegga el Troll puede estar en estos momentos entrenándose con su temible garrote en la oscuridad de su cueva, o que Gárgamel el Manco estará sentado en su escritorio de Amo de la Torre del Gremio de Hechiceros, pensando en cómo enfrentarse a las intrigas de Raamia la Encantatriz, que el Ninja sigue criando hijos en su jardín oriental, que Barbis continúa debatiéndose entre su moral y su ansia de poder... a veces se me ocurren nuevas aventuras y nuevos desafíos, ya que la profetizada Guerra de los Héroes sigue acercándose, y los desarrollo en mi imaginación, aun sabiendo perfectamente que jamás llegaremos a jugarlos...
Los neurólogos saben bien que el sentido del olfato tiene acceso directo a los centros de la memoria en el cerebro. Subiendo ayer la Cuesta de los Hoyos a paso vivo, el aroma de los pinos mezclándose con el de las hojas caídas de los chopos me transportó durante un instante a otros otoños, aquellos de mi no-adolescencia (¿postinfancia? ¿neoniñez? ¿frikiadultismo?), con sus sesiones de patatas fritas, dados, lápices y emociones imaginadas en el altillo del ascensor. En las tardes de los viernes, al salir de clase, nos íbamos a la tienda, nos comprábamos toneladas de patatas fritas al ajillo, fritos y tiras de bacon, volvíamos al barrio, agarrábamos nuestros libros de rol, los dados, las hojas de personaje y toda la parafernalia, subíamos al altillo, encendíamos la luz del flexo, desplegábamos la mesa y las sillas de cámping y empezábamos a fantasear.
Jugábamos al rol. Mientras los otros chicos de mi edad salían a las sesiones para chavales de las discotecas segovianas, intentando tocar alguna teta a medio desarrollar, teniendo los primeros comas etílicos y preguntándose por qué Martita prefería al imbécil de Ramiro, nosotros tirábamos dados y construíamos elaborados mundos de fantasía.
Estaban las sesiones de AD&D, divertidas y simples, con un esquema narrativo más sencillo que el mecanismo de un chupete.
Estaban las delirantes sesiones de Paranoia (recuerda: El Ordenador Es Tu Amigo), dignas del Tarantino más desquiciado.
Estaban las oscuras y complicadísimas partidas de La Llamada de Cthulhu, basadas en la obra de H. P. Lovecraft, que eran imposibles de acabar sin llevar una libreta donde apuntar indicios a cada paso.
Estaba el rol patrio de Aquelarre, lleno de referencias a leyendas populares y la historia medieval de los reinos ibéricos.
Estaban los momentos de ciencia-ficción de Star Wars y Traveller, donde se cambiaban las espadas y los hechizos por pistolas láser y gadgets de la más alta tecnología.
Pero estaban sobre todo los dos juegos en los que mayor profundidad nos involucramos, y con los que más horas de disfrute hemos pasado: Vampiro y Rune Quest.
Vampiro La Mascarada era un juego ágil (excepto cuando los personajes se desarrollaban mucho y las tiradas de dados empezaban a ser interminables) y muy divertido. Los jugadores se lo pasaban de lo lindo ejercitando las Disciplinas sobrenaturales de sus personajes (en este sentido el juego fallaba un poco, porque acababa pareciéndose más a una historia de superpoderes que a un juego de horror), pero la cosa no acababa ahí: intrigas dentro de intrigas, manipulaciones dentro de manipulaciones, en Vampiro siempre había una cábala, un Antiguo o un Antediluviano más fuerte que tú y con su propia agenda misteriosa, dispuesto a utilizarte como peón. El juego combinaba intriga, misterio y acción de una forma magnífica.
Rune Quest, por el contrario, era en principio un juego narrativamente tan soso como AD&D. Sin embargo dejaba la flexibilidad suficiente como para desarrollar historias y campañas prolongadas infinitamente variables. Y eso fue precisamente lo que hicimos: partiendo de un marco esbozado por los libros del juego (unos pocos mapas, unos panteones divinos y una mitología descrita a grandes rasgos) a lo largo de más de una década de partidas, entre todos fuimos dibujando un mundo tremendamente rico, lleno de personajes secundarios de lo más variopintos, (malos arquetípicos, sabios venerables, políticos corruptos, mercaderes, tontos del pueblo, shamanes avarientos...) aventuras delirantes -el humor absurdo nunca ha faltado en mis juegos de rol- y situaciones comprometidas. El núcleo central de las historias se desarrollaba en torno al llamado "grupo de Alda-Chur", una colección de personajes que en ocasiones duraron muchos años en tiempo real, que iban creciendo, cambiando, mejorando, viviendo problemas, compitiendo entre ellos y con otros... como el mundo real, pero con trolls y hechiceros y elementales y semidioses (¿quién no se acuerda de Santa Tanqueta Bendita?) y enanos y criaturas caóticas bastante repelentes.
Irreal como la vida misma. Tanto que a veces uno se identificaba tanto con algún personaje que cuando éste moría, el jugador se agarraba un rebote que duraba días enteros.
Mantuvimos la actividad rolera durante mucho tiempo, bajando progresivamente la frecuencia de nuestras partidas a medida que pasábamos del instituto a la Universidad y luego de la Universidad al trabajo. Poco a poco fuimos perdiendo jugadores, hasta al final quedar sólamente tres, luego dos, luego ninguno. La vida adulta (trabajo, viajes, novi@s, familia) se fue imponiendo, y actualmente ya no jugamos "al rol". Esa parte de nuestras vidas se ha terminado, y aunque la echo de menos, no me lamento. Lo pasamos muy bien y disfruto con ese recuerdo.
Porque, además, ahí sigue estando el Otro Mundo, congelado en el tiempo. Muchas historias se quedaron sin contar, muchos personajes siguen vivos, en suspenso, esperando... pero no mueren. A veces, como ocurrió ayer, me gusta pensar que esas personalidades nuestras alternativas siguen desarrollando sus vidas, totalmente en paralelo a las nuestras. Pienso que Mepegga el Troll puede estar en estos momentos entrenándose con su temible garrote en la oscuridad de su cueva, o que Gárgamel el Manco estará sentado en su escritorio de Amo de la Torre del Gremio de Hechiceros, pensando en cómo enfrentarse a las intrigas de Raamia la Encantatriz, que el Ninja sigue criando hijos en su jardín oriental, que Barbis continúa debatiéndose entre su moral y su ansia de poder... a veces se me ocurren nuevas aventuras y nuevos desafíos, ya que la profetizada Guerra de los Héroes sigue acercándose, y los desarrollo en mi imaginación, aun sabiendo perfectamente que jamás llegaremos a jugarlos...
10 comentarios:
Pues a todos los que has citado uniría el de James Bond, del que fui director o master como decíamos nosotros. Y cómo disfrutamos con el Paranoia. Que recuerdos...
Aún sigo jugando, poco porque es difícil cuadrar agendas para un sábado y eso que sólo somos cinco, pero seguimos con Cthulhu, AD&D, el Serenity (basado en la serie) y alguno más.
Visto desde fuera parece fascinante. Lástima que me pasó la edad, o nací demasiado temprano, que viene a ser lo mismo.
¿He leído bien? ¿Dices "a lo largo de más de una década de partidas"? Eso no es un juego, eso parece una condena ;)
¡Al James Bond también he jugado, Starfighter! Tuve el personaje mas delirante que pude imaginar... ¡un contable metido al Servicio Secreto por un error burocrático! Y el jodío no sólo sobrevivió la tira de aventuras, sino que se quedó a punto de lograr el nivel 00... :-)
Todo un mundo, Allau... no sé si muy sano (hace falta estar un poco pallá para dedicarle tantas horas como hicimos), pero muy entretenido, de verdad.
Has leído bien, Nyc: bastante más de eso, en realidad. A ver... empecé con catroce años, y mi última partida la jugué con 34... ¡dos décadas! Piensa que hay gente que juega mucho más tiempo al mus... :-)
No he sido de rol, lo confieso, aunque sí imaginativo. Con lo cual no sé mucho de esos personajes, aunque sí he jugado a los papás y a las mamás con algunas desviaciones tío-sobrino, así:-)
Es broma. Bueno, cualquier cosa que fomente la imaginación está bien.
Besotes.
Y yo, mientras usted jugaba, de comas etílicos por las discotecas...
jaj Bueno, yo tampoco he jugado mucho a esto juegos o mas bien nada. Me fascinaba más la calle, patinar, la bici, el skate, el fútbol pero se ve pasión en tu afición... solo me quedé pensando en ese plural que usas en tu post, "nosotros" y tal.. cuantos erais? tenias una peña de amigos de tu clase que todos eran jugadores de rol? o eras tu y "tu amigo" íntimo? jaja
Bezos
Siempre me hubiera gustado jugar a juegos de Rol pero nunca encontré a nadie en mi circulo de amistades que quisiera y abandoné.
Ahora lo entiendo todo.
jajajajaaja dejémoslo en firkidolescencia.
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