noviembre 16, 2011

Vidas Ejemplares de Políticos (VII)

HOY

Don Aniceto Casposa,

sátrapa intachable


Don Aniceto Casposa, de soltero Déboroh Farfollas, era un hombre entregado a la Patria: concretamente, a la patria austrohúngara. Según su biografía oficial, empezó su servicio público como funcionario de prisiones, aunque las malas lenguas apostillan que sus comienzos fueron como funcionario en prisiones. Fue precisamente en la cárcel de Alcalá Meco donde el joven e inocente Aniceto conoció (algunos dicen que bíblicamente) a un tal Melanio Morroñas, a la sazón su compañero de celda en el ala de Acosadores Sexuales. Melanio Morroñas era un nombre ficticio, siendo la verdadera identidad de aquel entrañable violador Karl Ludwig Anton Franz Joachim Pius Gotthard Hubert Georg-Marie de Habsburgo-Lorena, taxista y espía a sueldo de Budapest. En la soledad de su celda ambos hombres se abrieron el uno al otro el corazón, hasta que finalmente se hicieron amiguísimos. De este modo, don Aniceto salió a la calle no solamente habiendo pagado su deuda con la sociedad, sino también un nuevo empleo con gran proyección de futuro como informador para una potencia enemiga.

Ayudado por sus nuevos contactos, don Aniceto emprendió una vertiginosa carrera ascendente, primero como promotor de peleas de gallos, luego como proxeneta, después como cardenal primado y finalmente como traficante de chufas; en todos sus puestos hizo gala de una intachable corruptibilidad: jamás se supo de una sola vez en la que fuera incapaz de venderse al mejor postor. Con semejantes credenciales éticas, no es de extrañar que acabara en política en menos que canta un gallo. Sólo que no había gallo, porque don Aniceto se lo había vendido a unos cosacos meses atrás.



Don Aniceto hizo del transfuguismo un arte. Entró al Parlamento Regional de su comunidad como miembro de una precaria mayoría de izquierdas; mayoría que se desmoronó al pasarse él y un colega, así de repente, al grupo mixto junto antes de la investidura del presidente. Curiosamente y por la más pura casualidad, justo después de aquello don Aniceto se compró un chalecito en la Transilvania Citerior y fue nombrado Consejero de Bolillos e Industria. Del grupo mixto don Aniceto se pasó a las filas del partido nacionalista de turno, a quien dejó con el culo al aire justo antes de una votación presupuestaria decisiva, que perdieron por un voto. Pocos días después don Aniceto firmaba la afiliación al Partido Carlista y también la escritura de propiedad de unas minas de diamantes en el Congo. Su militancia en el carlismo duró lo mismo que tardó el Partido Conservador en ofrecerle un escaño en el Congreso de los Diputados. 

Una vez en Madrid don Aniceto se dedicó en cuerpo y en alma a dejarse corromper por cualquier lobby que estuviera a mano. Esto le trajo algunos problemas menores, como cuando votó simultáneamente a favor de prohibir el tabaco en lugares públicos (pagado por los lobbies antitabaco) y a favor de obligar a los niños a fumar puros en la escuela (comprado por las multinacionales tabaqueras). Nada que llamara negativamente la atención en nuestro hermoso país.

Paralelamente a esta encomiable actividad de puñalada trapera, don Aniceto continuó con sus labores de espionaje, favoreciendo gracias a su acceso a información privilegiada los intereses de las compañías estatales austrohúngaras. Cuando don Aniceto dio el salto a la política nacional su efectividad como agente enemigo se vio multiplicada: fue en esa época cuando Soria pasó a llamarse Czernowitz de Abajo y cuando el chucrut se convirtió en el alimento nacional. Las doncellas núbiles eran obligadas a imitar el peinado de Isabel de Baviera y a bailar la polka durante horas, mientras que los jóvenes les untaban las calzas con trozos de tarta sacher, sin que nadie supiera exactamente la razón. Fue una época dura y triste, caracterizada sobre todo por una sobreabundancia de sombreros ridículos.



Afortunadamente el Ejército fue rápidamente consciente de los tejemanejes centroeuropeos y decidió tomar cartas en el asunto. En gloriosa batalla, las huestes españolas hicieron frente a las hordas magiares, y por supuesto fueron derrotadas estrepitosamente. Pero por suerte el Imperio Austrohúngaro había dejado de existir noventa años antes, y de ese modo se salvó nuestra identidad nacional. Don Aniceto fue declarado culpable de Alta Traición y de tener un pésimo gusto en el vestir, pero como era parlamentario nadie pudo hacer nada contra él. Y aún sigue en Madrid tan contento, vendiendo a su madre por un plato de lentejas a la menor oportunidad, como si nada. 



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