Ha sido llegar el fin de semana y, oiga usted, la ciudad parecía otra.
El fin de semana empezó con un día de antelación, porque el viernes era fiesta en la capital cántabra, los Santos Mártires, cuyo nombre no recuerdo con claridad: San Emético y San Cebollino, o algo así. Unos santos prodigiosos, a los que les gustaba ver mundo, y cuyas cabezas tuvieron a bien meterse en un barco de piedra, bajar el Ebro, rodear toda la península así como si tal cosa y venir a estrellarse contra Santander, agujereando una roca en el camino, allá por el año de maricastaña. La tradición cristiana, como siempre, superando a una manada de guionistas de Hollywood enfarlopados hasta las cejas.
El osezno y un sevidor decidimos homenajear a los Santos pasándonos el día de terrazas, deporte peligroso en Santander durante el verano. Este deporte tradicional consiste en recorrer a pie media ciudad intentando encontrar una terraza que tenga una mesa libre, hasta que al final das con una que tiene una única mesa (sin sillas) vacía, a pleno sol o al lado de un contenedor de basuras. Después uno ha de recorrer el resto de la terraza mendigando sillas libres, con poco o ningún éxito. Luego viene la parte de la resistencia física y mental, en la que se espera un promedio de cuarenta minutos hasta que algún camarero, con cara de enfado, se digna en tomar nota. Tras otros veinte o treinta minutos de espera, otro camarero distinto pero con idéntica cara de vinagre trae las bebidas equivocadas. Finalmente, tras una eternidad achicharrándose/atufándose uno, llega la cuenta, se paga sin dejar propina y se va uno a repetir, como buen masoquista, el proceso en otro lugar igualmente infecto.
Pues bien, el viernes estaba todo medio vacío. Impresionante. No es que importara mucho, porque los camareros son siempre lentos y desagradables en esta bendita ciudad, pero al menos uno podía sentarse a la sombra sin tener que pelear con jaurías de señoras rabiosas por la posesión de una miserable silla.
Cenamos con nuestro amigo de buen ver y con nuestra amiga atómica en uno de los sitios de moda, ¡y había mesas libres! Luego fuimos a mi bar de copas favorito, que siempre es tranquilo, y finalmente al bar gay que suele atraer a más fauna (lo cual no es mucho decir). ¡donde no había ni el tato! Así que al final acabamos en casa de la amiga atómica comiendo panchitos, bebiendo ginebra y hablando de un tema que nos interesa mucho a los cuatro: las pollas.
El sábado, más de lo mismo. Todo estaba vacío salvo la rancia feria pseudomedival que todos los años asola nuestras ciudades. La tradición más arraigada de este país es inventarse tradiciones estúpidas.
¿Qué es lo que ha ocurrido? Septiembre.
Llega el 1 de septiembre y las manadas de turistas abandonan la ciudad como ratas antes de un naufragio. Yo lo siento por los hoscos y desganados hosteleros de la región, pero se acabó hacer el agosto: a partir de ahora la ciudad vuelve a ser para los de aquí, y qué a gusto se está.
Sobre todo porque, por motivos que escapan a mi entendimiento pero no al de los meteorólogos, habitualmente en Santander en septiembre hace mucho mejor tiempo que en agosto. Adiós, turistas, y hola, torsos descabezados habituales de un Grindr de provincias.
1 comentario:
Ahora es el momento de disfrutar de la propia ciudad, ahora que los turistas han terminado sus vacaciones (entre los que me incluyo, no por haber estado en tu tierra sino porque se me han acabado las vacaciones, snif).
Me parto, el viernes mis amigas blondies y yo también acabamos hablando de pollas y cosas peores :D
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