noviembre 21, 2013

Cliffhanger decimonónico

 
"Remarcable", pensó Elisabetta, Duquesa consorte de Barnstorm y Marquesa de Flagerthy, al ver que su esposo, Lord Walrus, se servía una tercera copa de oporto. No era habitual en él beber de esa manera, no tan temprano, cuando la fría luz de la tarde aún se colaba en rayos lánguidos y sutiles a través de las alargadas ventanas del Salón Prusiano. Tal vez el desasosiego de su marido se debiera al inclemente tiempo invernal que en esos momentos asolaba las agrietadas costas de Kamchatka, pensó la duquesa, pero era harto improbable que así fuera, dado que aquello ocurría en las antípodas, mientras ellos se solazaban en su casa de campo del condado de Chestnutshire. No, decidió la duquesa: si la tribulación de su esposo no era por lo de Kamchatka, entonces sólo quedaba una posibilidad, la que ella más temía: Lord Walrus estaba teniendo una aventura con otra mujer.
- Cariño -dijo la duquesa, intentando ocultar la desesperación en su voz-. ¿Crees que el próximo viernes podríamos invitar al té a aquella encantadora pareja, los Wallace?

- ¿Los Wallace, amada mía? -respondió el Duque, distraído-. No creo tener el honor de conocerlos. ¿Son algún tipo de ser humano que debiera recordar?
Un temblor involuntario sacudió la mano de la duquesa, haciendo vibrar la taza de té contra el platito de porcelana en que reposaba. Aquello acrecentó aún más la desazón de Elisabetta, quien luchó con todas sus fuerzas para controlarse. Aquella vajilla de porcelana de Sèvres había permanecido en la familia durante tres generaciones, y el hecho de encontrarse ante el amargo final de su matrimonio no era motivo suficiente para rasguñar la delicada loza.
- Sí, luz de mi vida -repuso Elisabetta con cuidado-. Les conocimos en las carreras de Ascott, ¿recuerdas? Un matrimonio encantador y muy respetable: ella es la bisnieta de sir William Glasbury, quien fuera Ministro de la Petanca en tiempos del rey Jorge, y él es un teniente del Ejército que fue lesionado y retirado con honores en la India, durante las Revueltas de los Mapaches...

- Ah, sí -admitió el Duque-. Ya lo recuerdo. Le pisó un elefante, ¿verdad? Y ahora mide sólo veinte pulgadas. No me gusta ese hombre, querida: se rumorea que recibió sus heridas combatiendo en acto de servicio, y no en una apuesta en el pub como habría hecho un verdadero caballero. Peor aún, no me fío de su occipucio. Tiene cráneo de abogado austrohúngaro. 
El Duque, hombre moderno y de esmerada educación británica, conjuntaba a la perfección su pasión por la frenología con la xenofobia y el desdén por las profesiones liberales.  La duquesa recibió este comentario como un mazazo sobre el corazón abierto. Arqueando levemente una ceja, repuso:
Sabes que nos vendría bien relacionarnos con más gente de nuestra edad, amor mío. ¡Aquí en el campo sólo quedan viejos borrachines y ancianas que matan el tiempo resolviendo crímenes! Sé que no te gusta Londres por haberse vuelto una ciudad muy poco inglesa, con sus calles pavimentadas y su sistema de alcantarillado, pero no puedes tenerme eternamente aquí, escondida entre ovejas y oropeles.
El Duque no respondió inmediatamente. Su daltónica mirada se perdía entre los árboles del bosquecillo cercano, fija en un punto impreciso, mientras él sopesaba las difíciles decisiones a las que le obligaban su mujer y la vida moderna. En secreto, anhelaba los tiempos sencillos y felices de antaño, en los que sus antepasados se habían ganado el título nobiliario mediante el honrado trabajo de invadir, violar y saquear todo cuanto estuviera a su alcance. Ahora, sin embargo, le debía una respuesta a Elisabetta, y eso era más duro que cualquier asedio a Nottingham. Tras un largo silencio, se atusó los bigotes y dijo con voz queda:
- Cuando sea primavera, iremos al mercado del condado y te compraré un poni.
Pero aquello no disipó las dudas de la Duquesa. Ahora estaba convencida de que su marido le ocultaba un affaire. Pronto todas las mujeres de la alta sociedad de esta parte del país estarían compadeciéndola y comentando con alegría maligna su ignominia. Ella, que había sido la más hermosa de las damas de alcurnia en Londres, que podría haber aspirado a casarse con cualquier Par del Reino, desplazada por una vulgar advenediza, tal vez alguna insulsa agente de seguros o, peor aún, una corista.
- Parece que va a llover -fue su respuesta, cargada de ira y amargura.

- Será bueno para la cosecha de coles -respondió él, con frío veneno en la postura de sus orejas.

- El año pasado los topos se comieron casi todas las coles antes de poder cosecharlas -contraatacó ella, hechida de británica flema.

- Un hecho muy lamentable, querida.

- Ciertamente, querido.
Afuera, una bandada de estorninos volaba hacia el sur.

1 comentario:

Moriarty dijo...

Pero, ¿continuará, I presume?

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