marzo 04, 2014

Epigenética de la Leona Feliz

Ocurrió este domingo. Salía yo de casa con la sana intención de gorronearle comida a mi señora suegra -que cocina, sostengo, como una diosa- cuando me encontré en la escalera con mi vecina de abajo.

Mi vecina de abajo es una mujer reseñable por haber parido al hijo de mi vecina de abajo: un empotrador jovencito con sonrisa de setecientos megavatios y unos pezones, según se ve en su página de Facebook, que bastarían para que más de uno le pusiera al chaval un piso en la Gran Vía. Al hijo de mi vecina le gustan las motos, las mujeres y, cuando su madre no está en casa, poner una música espantosa a todo volumen. Pero se le perdona todo: el muchacho no es que solamente esté bueno, es que además desprende tal magnetismo sexual que cuando me levanto por la mañana puedo aprovechar los decibelios que transmiten sus potentes ondas de macho para usar mi miembro erecto como varilla de zahorí y adivinar en qué habitación del piso de abajo se encuentra él.  

Lo curioso de todo el asunto es que semejante Adonis tiene una madre, mi vecina, cuya hermosura es comparable a la de un trozo de hígado revenido expuesto al sol durante seis horas. El osezno y yo nos hemos preguntado muchas veces cómo debía ser el padre, de quien no sabemos nada, para engendrar semejante dios a partir de un útero tan mal acondicionado. Sólo ahora he comprendido que la respuesta puede que tenga que ver, precisamente, con una cuestión de dioses.

Como a Saulo cayéndose del caballo camino a Damasco, la iluminación me vino en un flash repentino (solo que a él le pusieron más efectos especiales). La vecina se paró para hablarme del tiempo, tema muy popular en Santander, y me comentó que se había calado entera por pasarse la mañana en la calle predicando.

Supe así que mi vecina era, además de un misterio para la genética moderna, Predicatriz profesional. Una gran sorpresa porque uno, aun sabiendo de forma teórica que está rodeado de chalados, nunca se espera tenerlos tan cerca. De modo que mi vecina, entre predicado y predicado, había parido un pedazo sujeto de agárrate y no te menees. Y dado que en el catolicismo el asunto de la predicación es, como el coñac e irse de putas, cosa de hombres, deduje inmediatamente que mi vecina de abajo pertenecía a algún tipo de congregación protestante, tipo los Evangelistas o los Presbicieranos (iglesia fundada por un pastor aquejado de serios problemas de vista cansada). 

Y entonces me acordé de la Leona Feliz.



La Leona Feliz, como la llamábamos la muchachada del barrio con esa malicia voraz que define a la infancia, era una vecina de mis padres de belleza sin par: nada podía equiparársele en hermosura, porque hasta un buitre carroñero aplastado por la rueda de un camión y comido por los gusanos era más guapo que ella. Lo de Leona venía por sus pelajos, y lo de Feliz no tengo ni idea de como surgió. El marido de la Leona Feliz, a juego, era un espanto inenarrable de bigotes saltones y ojos como huevos cocidos. De alguna manera, semejantes mutantes de las cavernas se las habían apañado para tener una hija rubia que parecía una modelo de alta costura y un hijo moreno que no habría desentonado en una película porno de la Raging Stallion. Mientras mis amiguitos bebían los vientos por la rubia, mis energías onanistas se enfocaban a escondidas hacia su hermano, y de esta forma los vástagos de la Leona Feliz presidieron el imaginario erótico de mi barrio durante largos y calurosos veranos de imaginaciones calenturientas y pajas clandestinas.

¿Qué tienen en común la Leona Feliz y mi vecina de abajo, aparte de ser feas como ministros de cultura y de tener hijos despampanantes? Pues ahora lo verán, en cuanto añada la pieza de información que faltaba hasta ahora: la Leona Feliz, su marido y sus hijos pertenecían a ese grupo de payasos conocidos como "Testigos de Jehová".

Y después me acordé de otro caso cercano, en este caso la ex esposa de uno de mis amigos, también practicante de esa religión y una de las mujeres más guapas que he conocido.

De lo que he formulado esta teoría: los practicantes de religiones minoritarias, especialmente las más ridículas, son bendecidos por sus dioses con hijos e hijas divinos de la muerte.

Solo así se explica que las parejas de tocapelotas mormones que llaman a tu puerta para convertirte a las nueve de la mañana cuando estás con una resaca del copón estén formadas por rubitos que ya los quisiera para sí Nils, por no hablar de los del calendario aquel de predicadores mormones enseñando pechuga.

Y por lo tanto, si algún día me da por procrear, me haré miembro de alguna estúpida secta. ¿Alguna recomendación?

11 comentarios:

Nils dijo...

Ni que decir tiene que las parejas de mormones rubios que llegan a casa tratando de evangelizarte han protagonizado bastantes sueños eróticos de un servidor... Foto de los pezones del vecino YA!

Christian Ingebrethsen dijo...

Ahora lo entiendo, un día de este verano pasado cuando salía del médico me interceptaron dos chicos, un morenazo brasileño y un pelirrojo de Connecticut guapo no, lo siguiente, y me preguntaron si quería hacerme Testigo de Jehová.

Eleuterio dijo...

Detesto que me detengan por la calle alguno de estos, pero he fantaseado con la posibilidad de hacer un trueque con algún predicador. Un trueque en escalafones:

1 beso de uno guapo = 1 ida de mi parte a su iglesia un domingo.

2 besos y una tocadita = un mes de ir a su iglesia y plancharle las camisas

1 follada sin límites de tiempo = conversión definitiva.

Como son tan cerraditos, la última opción nunca se dará en este plano astral, no tengo nada que temer.

Mocho dijo...

Haz lo que haces habitualmete: Sé un friki, apúntate a la del espagueti volador. ¿O ya está pasada de moda?

Creo que al final no conté cómo intentó captarme la secta Moon, ¿no?

Qué mono era.

Yo es que cuando tenía tiempo (y era joven y no un tonel) me dejaba abordar en la calle por cualquiera, hasta por los que te piden firmas para cosas absurdas. Ponía mi mejor sonrisa y luego no hacía nada.



Moriarty dijo...

Sr. Eleuterio: el escritor David Leavitt tiene un cuento (el artista de los trabajos universitarios) en el que, precisamente, es eso lo que sucede.

Unknown dijo...

Cuando vivía en mi pueblo anterior al actual me cruzaba habitualmente con dos mormones guapérrimos que siempre me saludaban. ¡Los tenía que haber invitado a mi casa!

Eleuterio dijo...

Sr Moriarty: gracias por el consejo. Lo leeré. Aseguro que no lo estaba citando porque no lo he leído.

Deric dijo...

Oye, verdad que quedamos que me invitabas a dormir en tu casa un día de estos... Si vosotros no podeis estar, da igual, con tal de que vuestro vecino, sí...
:P

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Los mormones son los mejores: no hay más que ver cómo inician a sus novicios:
http://www.mormonboyz.com/

Gárgamel dijo...

¿Qué pasa? ¿Que soy el único al que solo vienen a casa a intentar convertirme testigas viejas?

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