marzo 10, 2015

Las horas (treinta, concretamente)

Tengo una teoría acerca de cierto tipo de azafatas. Se trata de una teoría políticamente incorrecta, con mucha mala leche, de esa clase de ideas mías que luego provocan que la gente me tome por un amargado intolerante. Es decir: ese tipo de rasgo de personalidad que muchos confunden con tener carácter.

Esta es mi teoría: existe un sector de población de auxiliares de vuelo, generalmente de género femenino (aunque muchas veces es difícil de decirlo a juzgar por su aspecto) y de edad comprendida entre los cuarenta y el Mesozoico, que si continúan trabajando en una compañía aérea es por ese fenómeno antinatural llamado "privilegios de antigüedad". Entraron en la compañía en una época más sencilla, con un mercado laboral menos competitivo. Apenas hablan inglés, y ningún otro idioma reseñable aparte del gruñido; son vagas, displicentes, renqueantes, antipáticas, prepotentes y huelen a babuíno bañado en pachulí. Los tiempos las han atropellado, se enfentan a rutas pesadas porque una generación más joven, falsa y preparada les quita los mejores trayectos, y han decidido que lo mejor que pueden hacer es entretenerse haciendo miserable la vida de los pasajeros de clase turista.

Naturalmente, Iberia, cuya razón de ser es hacer la vida miserable a los pasajeros, tiene gran número de este tipo de azafatas.

El vuelo salió de Madrid con una hora de retraso. Hacía un calor espantoso en cabina, y este modelo de avión no tenía salidas de aire fresco, así que ya empecé el viaje oliendo a chotuno. La azafata que me tocó, una especie de ser humano clavadita a Fernando Esteso, nos ofeció a elegir entre los siguientes refrigerios: un esputo en la cara, o nada. Elegí nada. Iberia, siempre a la cabeza de la modernidad, nos amenizó la esfera con música a todo volumen. Concretamente, villancicos, ¡en marzo! Se nota que es una compañía que cuida todos los detalles. Durante la espera la pasajera que tenía sentada delante de mi, y a la que deseo una muerte lenta y dolorosa, reclinó su asiento hacia atrás, con lo que mi espacio vital se convirtió en lo justo para poder respirar flojito. Yo esperé a que se durmiera y, con mucho cuidado, le pequé un chicle mascado en el pelo. De los de fresa ácida, que son más desagradables. En realidad esto último no ocurrió: fue una bonita ensoñación de la que me despertó la voz aguardentosa del capitán,  chillando que todo iba bien. 

Logré dormir parte del vuelo gracias a la química (bendito Noctamid). Las películas que proyectaron fueron Paddington y The Imitation Game, y habría estado bien ver la segunda si no fuera porque la pantalla de televisión más cercana a mi asiento estaba como a sesenta yardas de distancia. En su lugar, hice lo que todo buen viajero debe hacer: leer y procurar ignorar en la medida de lo postible al viajero de al lado, cosa que en este caso fue fácil porque se trataba de un caballero educado, discreto y notablemente feo.

Para cenar, canelones y vino Don Simón.

Llegamos por fin a São Paulo. El desembarque fue sencillo, y el paso por el control de pasaportes muy rápido y eficiente. Una lástima, porque el oficial que me ignoró educadamente mientras escaneaba mi pasaporte no desntonaría en una película porno de Kristen Bjorn. Recogí mi maleta y, como tenía que esperar tres horas hasta que me recogieran, me dediqué a pasear por la terminal, tomar mucho café, comer como un cerdo y disfrutar de las vistas, es decir, de hordas de brasileños con labios como sofás yendo de un lado para otro. Vaya especímenes.

El congreso había organizado el transporte para nosotros. El bus anunciaba con grandes carteles en su exterior que tenía WiFi (no tenía), aire acondicionado (no tenía) y nevera con agua fresca (sí tenía, menos mal). Fiel a mi tradición sociópata, me senté atrás del todo para no tener que hablar con nadie durante el trayecto: cinco horas según lo prometido en la web del congreso, que por supuesto mentía. Fueron ocho.

El paisaje brasileño entre São Paulo y Paraty, la verdad, se parece bastante al de Cantabria: montes verdes, bosques y prados. Sólo que en Brasil el paisaje tiene más sílabas. En Cantabria tenemos tejos, pinos, hayas y robles, mientras que aquí hay tamarindos, jacarandás, arindeúvas, sapucaínhas, jichituriquis, guayabos, y otras especies impronunciables. Acercándose a la costa, la carretera se adentra en plena selva y comienza un tortuoso descenso entre montañas coronadas por niebla; es un espectáculo digno de verse, del que no conservo apenas fotos porque llovía intensamente y las ventanas del bus apenas dejaban ver.

Una sección de la carretera entre São Paulo y Paraty

Mi cuerpo, a esas alturas ya bastante cascado, y eso que en mí pasa por ser una "mente" conspiraban para engañarme. El cielo estaba cubierto por ese tipo de nubes oscuras que mi vida en el Norte me han enseñado a asociar con un frío del carajo, pero la temperatura rondaba los treinta grados. Yo sudaba y sudaba, y por la calle cuando pasábamos por algún pueblo se veía a la gente caminando tranquilamente bajo la lluvia en pantalón corto y camiseta. Cuando tu cuerpo te dice que tienes calor y tu mente te dice que tienes frío, sabes con certeza que estás como una chota.

Lo del calor y la humedad no tiene nombre. Más que decir que estoy en una atmósfera bastante húmeda, me viene a la mente pensar que me encuentro en el fondo de un océano ligeramente seco. En unas pocas horas me tuve que cambiar de camiseta tres veces. Para una persona con un trastorno obsesivo-compulsivo como el mío es muy perturbador no conseguir quitarse de encima esa sensación pegajosa de "estar sucio". Aunque por el momento, benditos fármacos, lo llevo bien.

El tráfico era un infierno. Yo sudaba. Cada vez que atravesábamos un pueblo perdíamos veinte minutos saltando badenes del tamaño de los Apalaches. Llovía. Y yo poco a poco iba alcanzando ese estado zen de perfecta lucidez en el que todo cuanto se desea es el exterminio total de la raza humana y sus naciones al completo. Finalmente, ya de noche, llegamos a Paraty. La lluvia tropical caía a cántaros. En los cinco minutos que tardé en recoger mi maleta y entrar en el hotel me calé entero, hasta los calzoncillos. 

Y por eso, y siguiendo el consejo de mi amigo B., desde ese momento he decidido no volver a ponerme calzoncillos en lo que dure mi estancia en Brasil. 



Esa noche, qué increíble, decidí saltarme la cena. Ya llevaba treinta horas viajando. Me metí directo en la cama (previa ducha). Y si este post te ha parecido negativo y quejica, tranquilo, que en el próximo voy a hablar de las cosas buenas del viaje.

10 comentarios:

starfighter dijo...

Te quejas por menudencias, querido. Menudencias ;p

Tengo una pequeña táctica con los que reclinan demasiado el asiento: me levanto varias veces al baño y rodillazo va rodillazo viene. Justo cuando se oye algún ronquido. Y si se quejan pues el mismo derecho tienen ellos a reclinarse que tú a salir, y si no hay espacio... se siente!!!

En serio, mucho ánimo que seguro que el congreso estará genial. Eso, y alegrarse la vista con los brasileños, claro.

Christian Ingebrethsen dijo...

Yo también hago la táctica del rodillazo y aparte soy de los que cuando se mueven le dan al asiento de delante para que el pasajero que me precede pacte la (in)directa.

Menos mal que ahora viene lo bueno porque entre que odio los climas húmedos y tampoco me gusta el calor me he puesto malo de leerte.

Mocho dijo...

Todos a geolocalizarse en Paraty ¡Ya!

Nils dijo...

Momento sabelotodo: Iberia paga más cuanto más largo sea el vuelo, de ahí que el largo radio sea privilegio de los auxiliares y pilotos más antiguos, que además están en los aviones más grandes. Es por eso que suelen ser las más antiguas las que están en esos vuelos y no en los Valencia-Sevilla : P

Creo que no eres consciente de la que puedes armar entre el público amante de lo bueno y merendable del congreso como se te note que vas en plan comando... : P

Sufur dijo...

Touché, amigo Nils. Buena matización. Y lamento informarte de qué mis compañeros de congreso no reconocerían el erotismo ni aunque lo tuvieran a tres centímetros de sus rostros aquejados de presbicia...

Sufur dijo...

Touché, amigo Nils. Buena matización. Y lamento informarte de qué mis compañeros de congreso no reconocerían el erotismo ni aunque lo tuvieran a tres centímetros de sus rostros aquejados de presbicia...

Sufur dijo...

Touché, amigo Nils. Buena matización. Y lamento informarte de qué mis compañeros de congreso no reconocerían el erotismo ni aunque lo tuvieran a tres centímetros de sus rostros aquejados de presbicia...

desgayficando dijo...

Ooohhh que viaje más bonito y entretenido. Lo de la azafata me ha recordado a cuando vas a cualquier organismo público a hacer algún tipo de gestión y te atiende una señora de 60 años con intenciones de darle a la palanca en cada salto de línea y con dificultades para encontrar el Alt Gr, es lo que tiene sacar la plaza hace 40 años y tener reciclaje -3

hm dijo...

Yo le digo al de delante directamente que me está molestando, que se eche para adelante... pero bueno, ya sabe que las habilidades sociales no son mi fuerte.

¿Ha necesitado irse a Brasil para descubrir que está como una chota?... habernos preguntao :p

Unknown dijo...

Vaya, sólo he hecho un vuelo en Iberia una vez en mi vida, y afortunadamente no se pareció nada al tuyo.

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