febrero 22, 2016

La Búsqueda (IV y último)

Hoy en día existen, para el investigador con recursos, decenas de métodos de localizar a una persona a través de su número de teléfono: triangulación por vía satélite y redes wifi, geolocalización GPS, aplicaciones de seguimiento, troyanos informáticos que contaminan el sistema operativo de los celulares y traicionan su posición, por sólo mencionar unos pocos. Yo, naturalmente, no tenía a mi alcance ninguno de ellos. 

Le pedí a Émile que me trajera la guía telefónica, a ver si había suerte. 
Siento dejarte con este marrón en tu churrería –le dije, señalando al cadáver del presentador que tenía delante–. Espero que esto no te cause problemas con la pasma.

Quite, quite, señor Mike –respondió él, sin darle mayor importancia–. Ya estamos acostumbrados a que se nos muera gente. Lo raro es que haya cascado antes de probar nuestros churros, no después. Y además –añadió–, un mundo sin Pablo Motos es un mundo mejor. Usted no se preocupe de nada. Ya me encargo yo de hacer desaparecer el fiambre. Mañana está usted invitado a croquetas de carne que va a preparar mi mujer.

Gracias... supongo –respondí, dubitativo–. Ya me pasaré, si eso. Es que estoy en mitad de un caso, ¿sabes?
Émile se marchó llevándose al hombro el diminuto cadáver del televisivo y yo me quedé a solas con las seiscientas páginas de la Guía Abreviada de Teléfonos de Boo de Piélagos. Antes de llegar a la C de Casimiro, ya me estaba quedando sopa. Aquello no iba a funcionar.

Decidí ser eso que ahora llaman "proactivo", que creo que es algo que tiene que ver con los lácteos. Le pedí a Émile un par de yogures de fresa,  los pagué con el dinero que le había sisado al difunto, les quité la capa de moho que los cubría ("es sirope de menta", me dijo el camarero), me los comí y luego, utilizando el envase de uno de ellos para distorsionar mi voz, llamé por teléfono al número que tenía anotado en la foto de la Campos.
¿Qué coño quiere? –interpeló una voz melodiosa, de locutora veterana, al otro lado de la línea.

Buenos días, señorita –dije–. ¿Puedo hablar con su mamá?
Pero la ex Reina de las Mañanas se las sabía todas y no se dejaba embaucar por el viejo truco de tomarla por mocita. Con bastante poca paciencia, me espetó:
¿Quién porras es usted y cómo tiene mi número privado?

Hola, mi nombre el Edelmiro Washington Yasmín y quisiera hablarle de una sensacional oferta que tenemos para usted en...

¡Voy a colgar! –me interrumpió.

... ¡laca! –me dio tiempo a meter en la conversación telefónica–. Laca de primera calidad, producto profesional de peluquería recomendado por el mismísimo señor Don Rupert Tenesesito, con precios con hasta un 80% de descuento, si se adquiere al por mayor....
Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea. Luego, con una mezcla de desconfianza y anhelo, la señora de Arrocet concedió:
– Siga hablando.
Me inventé una historia acerca de un cargamento de seiscientas toneladas de laca decomisadas en una redada policial y que ahora estaban, merced a los contactos de Vasile, a disposición de las grandes estrellas de Telecinco a precio de ganga.
Por supuesto, usted ha sido la primera persona con la que nos hemos puesto en contacto –dije.

¡No me haga la pelota, pollo! –me volvió a cortar, y luego añadió con un tono más conciliador–: ¿Seiscientas toneladas, dice? Déjeme pensar... tendría para un par de meses, más si duermo con redecilla. ¡Me interesa!
Acordamos la entrega de la hipotética mercancía para esa misma noche en unos almacenes abandonados del puerto, en las condiciones habituales para este tipo de trapicheos: a solas, desarmados y sin intervención de la policía. A la Campos le pareció todo de lo más natural.

Yo, naturalmente, no tenía ni la menor intención de respetar el trato. Sabía perfectamente que no podía enfrentarme yo solo contra semejante mujer: mil veces había visto a la malagueña reducir hombretones seis veces su tamaño a guiñapos llorosos en ¡Qué tiempo tan feliz! Necesitaba ayuda, a ser posible de gañanes rudos, fuertes y sin escrúpulos morales ni sentimientos de ningún tipo.

Mi primera opción, por supuesto, era mi compañero (y sin embargo amigo) J. Arístides: un hombre capaz de matar a la madre de Bambi tronchándole el cuello para comérsela con salsa de queso de Tresviso, dejando vivo al cervatillo por si se quedaba con hambre para el postre. Pero J. Artístides  estaba a la sazón fuera de circulación, acogiéndose bajo la falsa identidad de Duquesa Sofía Carlota de Baviera al Programa de Protección de Testigos, a la espera de testificar en el juicio contra Filippo "El Reflexólogo Podal", peligroso capo de la Mafia y rey del contrabando de Phoskitos. No se le podía molestar, y menos ahora que estaba preparándose para su puesta de largo.

El resto de matones que conocía y que podían haber servido para el trabajo tenían todos un pequeño inconveniente: deseaban sin excepción verme muerto o agonizando de la forma más indecorosa.

Era hora de cobrarse un favor. Agarrando de nuevo la Guía Telefónica, di con el número que estaba buscando y marqué.
Sylvie, soy Mike. Necesito tu ayuda.
Sylvie, antigua agente secreta de alto espionaje internacional y femme fatale con un serio problema de apreciación estética a la hora de elegir vestuario, era una vieja conocida de uno de nuestros primeros casos. En aquel entonces había sido una peligrosa enemiga y luego una reluctante aliada; gracias a nuestra compasión, la habíamos librado de verse envuelta en una enmarañada instrucción policial, aunque a cambio se había pillado un resfriado de aúpa, y desde entonces nos debía un favor. La nuestra era una clásica relación de amor-odio: yo la quería con locura y ella me odiaba a muerte. Pero Sylvie era una mujer que siempre pagaba sus deudas. Tras aquel viejo caso, y alejada ya de su peligroso trabajo como agente triple al servicio simultáneo de la KGB, el Mossad y la Policía Municipal de Lugo, se ganaba la vida como ninja por horas. Fue precisamente así, por la N de Ninja, que la encontré en la guía.

Solo tuve que esperar media hora a que ella llegara. No oí su aproximación: cuando Sylvie quería moverse en silencio, sus pasos eran sigilosos como los de la pantera. Tampoco sentí la más mínima corriente de aire que delatara su aproximación: cuando Sylvie así lo deseaba, podía desplazarse sutil y liviana como el humo. Y tampoco debería haber sido capaz de verla llegar, vestida como venía con las prendas negras propias de los guerreros shinobi, de no ser por los brillantes calcetines reflectactes de Bob Esponja que me traía la chica y que se veían desde tres manzanas de distancia.
Veo que no has cambiado nada en estos años –dije. Me refería a su gusto por los calcetines horteras, aunque en honor a la verdad hay que decir que seguía estando buenísima.

No como tú, Mike, que estás hecho un cascajo. Yo estoy bien porque me cuido y nunca cojo frío en los pies –respondió ella–. Tú no sabes cuántas muertes provocan al año los catarros de tobillo.
Tras intercambiar ésta y otras lindezas, le expuse sucintamente la situación.
Te ayudaré, Mike –dijo ella–, porque te debo un favor y porque yo siempre he sido más de Ana Rosa. Pero después de esto, ya no te deberé nada.
Estuve de acuerdo. Nos dirigimos hacia el punto de encuentro que había convenido con doña María Teresa Campos. En el camino, intenté mantener algo de conversación con Sylvie, interesándome por cómo iba el negocio de asesina oriental a sueldo. Pero ella no soltaba prenda. Finalmente, llegamos a nuestro destino.

Los almacenes de Pringo S.A. llevaban abandonados desde que, hace ya más de una década, la empresa de profilácticos del mismo nombre se declarara en quiebra, arruinada tras haber apostado todo su capital en el lanzamiento de un preservativo con sabor a queso de cabrales. Allí solo iban gatos callejeros y algún que otro turista japonés despistado. Era el lugar ideal para un encuentro furtivo. Hice un gesto a Sylvie para que se escondiera y entré en la nave abandonada.

Dentro estaba oscuro. Un único haz de luz se colaba desde un roto en una de las ventanas cubiertas de polvo, creando una mancha de luz en el suelo de la nave. Era lo más parecido a un foco que podía encontrarse en el lugar y por tanto, inevitablemente, era allí donde me esperaba la presentadora. Su peluca la envolvía como una coraza de mechas caoba cobrizo. Llevaba una Colt de calibre .38 en la mano derecha, con la que me apuntó nada más verme.

–  ¿Quién eres, sabandija, y qué has hecho con Pablo Motos? –me dijo tras un tenso silencio–. No creerías que iba colar tu mentira de la laca... sólo tuve que hacer una llamada a Vasile para saber que tu historia no era cierta. ¡Yo que ya me había hecho ilusiones!

–  Vengo desarmado –dije–. Sólo quiero respuestas.

¡Pues quien quiera saber, que vaya a la escuela! –espetó ella–. No tengo nada que decirte, y no estás en condiciones de preguntar nada. Soy yo quien hace aquí las preguntas. Además, no he venido sola...
La gente, es que no tiene palabra. De entre las sombras salieron sus asociados, a cual más temible: Terelu, Parada, Mariló Montero y Ramonchu. Mientras Terelu me ataba las manos y me obligaba a sentarme en una silla, doña Campos se acercó a examinarme de cerca.
Calvo, de piel amarillenta, abotargado, con forma de pera y expresión estúpida... ya sé quién eres.

¡Homer Simpson! –gritó entusiasmada Mariló Montero.

No, cretina –dijo la Campos–. Es ese inútil de detective que la Jefa de Estado y su marido han contratado para buscar un nuevo presidente. No sé cómo ha sido capaz de dar con nosotros, si según todos mis informes no es capaz ni de atarse los zapatos sin ayuda... Habrá que librarse de él, como hicimos con los otros.

Pero, Tere... –respondió la Montero–, ya sabes que luego el olor a ácido no se va de la ropa ni a tiros. 

¡Te he dicho que no me llames Tere! Hay que evitar que nos reconozcan. Hay que usar los nombres en clave: yo soy la Líder Suprema, tú eres Zorra Cateta, Ramonchu es Batman Rural, y así sucesivamente.

¡Pero si ya nos conoce todo el mundo! –protestó Parada.

Ya, pero hay que seguir unas normas. Todas las Conjuras Secretas usan nombres en clave. Lo he leído en alguna parte.
Decidí intentar sacar partido al divismo y a las divisiones internas que evidentemente reconcomían por dentro el grupito. Poniendo voz de suprema inocencia, pregunté:
–  ¿Por qué Líder Suprema? ¿Se ha muerto Belén Esteban o qué?

–  ¡Huy no! –dijo Mariló–. Esa es Vicepresidenta In Péctore.

–  ¡Calla, Zorra Cateta!

¡Cállate tú, bicha mala! ¡Que eres mala!
Tras un rato de tirones de pelos y forcejeos varios, y restablececidas por fin la calma y la cadena de mando, la Líder Suprema se volvió hacia mi, me arreó dos guantazos con manos de dedos como macarrones sujetos por alambres y me dijo:
Muy listillo, te crees tú. Como si eso fuera a servirte de algo. Crees haber adivinado el complot, ¿no es así? No tienes ni idea. ¡Nadie tiene ni idea de lo que es llevar el peso de la opinión pública en un país de mierda como este! Sí, lo admito: somos nosotros, los líderes de audiencia de las televisiones, los culpables de que no haya todavía un gobierno. La gente se piensa que son los telediarios y los periódicos los que forman la opinión, pero no tienen ni idea. Son los programas de la mañana y la sobremesa los que dirigen el alma de una nación. Somos nostros quienes siempre hemos mandado en España ¡Pero es una tarea muy dura e ingrata! E ineficiente. Gobernar en la sombra es un coñazo. Y por eso hemos decidido que es la hora de colocar a los nuestros en el gobierno, de una santa vez, para no tener que andarnos con zarandajas ni medias tintas. Estamos moviendo los hilos para colocar un gobierno a nuestra imagen y semejanza: Bertín Osborne, el hombre más querido de España, como candidato de consenso, y Belén Esteban como Vicepresidenta Económica y Militar. ¡Volveremos a situar a este país en la gloria! ¡Arrasaremos en Eurovisión! Hoy, la Moncloa, mañana... ¡la Federación Mundial de Boxeo! ¡Bwah-ah-ah-ah!
El resto de presentadores se unieron a las risas de villana de operta. Dejé que rieran un rato a gusto. Ya había oído lo suficiente. Ahora lo entendía todo. Cuando por fin se calmaron las carcajadas, dije.
–  ¿Saben una cosa? Yo tampoco he venido solo.
Y, con un remolino de pequeños piececitos (enfundados en sus calcetines de Bob Esponja) y manitas moviéndose en gráciles piruetas, más veloces de lo que es capaz de seguir la vista y dirigidos estratégicamente a lugares muy concretos de las anatomías masculinas, femeninas o neutras de mis captores, Sylvie se dejó caer desde las vigas del techo donde había estado escondida hasta entonces, provocando a su paso pequeños y exquisitos mundos privados de dolor y agonía. En menos de tres segundos, mis captores estaban todos en el suelo, encogidos de dolor y Sylvie me liberaba.
Veo que no has perdido tu toque –dije.

Ni tú tu olor a perro sarnoso –respodió ella, arrugando la naricilla. 
Agarré a la Campos y la incorporé, colocándola en la silla. Era soprendentemente ligera, hasta que uno se daba cuenta de que tres cuartas partes de su volumen corporal estaban constituidos por la peluca. La desperté dándole unos ligeros guantazos en ambas mejillas.
–  Mira, encanto –dije–. Francamente, me importa un bledo a quién queráis colocar como presidente del Gobierno. No hacía falta tanta conspiración, ni desde luego intentar matarme. A mí me han encargado buscar un candidato, y vosotros tenéis uno. De acuerdo: es un ser despreciable y absurdo, un imbécil redomado y representa lo peor de esta sociedad podrida, pero sigue siendo mejor que la mayoría de candidatos o presidentes que he conocido hasta ahora. Así que, por mí, viva y bravo: ¡larga vida al Presidente Osborne

¿Y eso es todo? ¿Cada uno a su casa y ya está?

No, no es todo. Vosotros os volvéis a vuestros platós y seguís con vuestro plan de Sojuzgar el Mundo. Yo me vuelvo a hablar con doña Regina Powers y le digo que le he encontrado un candidato: el vuestro. Yo me llevo el mérito, vosotros seguís dominando los hilos desde las sombras, y aquí paz y después gloria.

¿Y mi laca?

En eso, encanto, no puedo ayudarte. Adiós, reina. Fue bonito mientras duró, pero ahora debo volver a mi vida. No volveremos a vernos.
Y, fiel a los convenios del género negro y sin mirar atrás, encendí un cigarrillo, me calé el sombrero y me fui con la música a otra parte.


1 comentario:

Christian Ingebrethsen dijo...

En serio, la Campos desde que está con Arrocet me cae peor que nunca porque está ciclotímica perdida.

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