Exagerados, que sois todos unos exagerados.
“Vais a morir de calor”, nos decían nuestros amigos madrileños cuando nos disponíamos a viajar a la capital para el Ogullo.
Pues, qué queréis que os diga, no ha sido para tanto. Viviremos en la
cornisa, pero nos gusta el calor. Yo no he perdido del todo mi
aclimatación castellana a los inviernos siberianos y a los veranos
torrefactos, y mi señor osezno, por su lado, tiene un hambre de sol tal
que es capaz de cruzar la acera para caminar por el lado soleado de la
calle en plena Córdoba al mediodía, a cuarenta grados a la sombra, sin
que le humee la barba ni nada. En eso como en tantas otras cosas, él me
gana por goleada.
A lo que íbamos. Ha hecho buenísimo. En Madrid,
en verano, lo que más apetece es pasarse el día y la noche de terraceo.
Solo hace falta un salario con uno o dos ceros más juntos antes del
punto decimal para poder permitírselo, y con eso todo estaría resuelto.
Es un placer sentarse en un lugar abierto por el que corra un poquito de
aire y ver cómo el interminable atardecer madrileño va volviendo el
cielo violeta, como los ojos de Liz Taylor, y convertirlo gradualmente
en un manto negro, pasando por esa tonalidad indefinible que yo llamo
color “atún que ya huele”, y escuchar a tu alrededor el parloteo de los
madrileños, que se las apañan muy bien para parecer todos
interesantísimos pero sin desviarse ni un momento de la pertinaz
estupidez común a todo español. Tiene mucho arte eso, y en ello los
madrileños dan mil vueltas a cualquier otro, salvo muy posiblemente los
barceloneses, que son exactamente lo mismo pero con un acento más
bonito.
No es que hayamos hecho nada de eso. No ha habido tiempo.
Ni tampoco habríamos tenido espacio: el centro de Madrid, durante el
Orgullo, parece una colonia de pingüinos emperadores (también conocidos
como pájaros bobos). Excepto en el asunto menor de la monogamia, todo
recuerda a esta pintoresca especie de animales australes: el
empaquetamiento de los cuerpos, las posturas erguidas, sacando pecho y
metiendo tripa, el cuidado plumaje, los andares torpes, el gusto por
comer sushi y la extremada uniformidad de aspecto y comportamiento.
Respecto a esto último, la impresión generalizada de que Madrid se llena
de millones de gays en esas fechas está profundamente equivocada: en
realidad, la ciencia ha demostrado que si uno hace un cuidadoso examen
genético, resulta que al final allí sólo estábamos seis o siete
personas, diez a lo sumo. El resto eran como millón y medio de clones
con pantaloncitos cortos, camiseta sin mangas exageradamente abierta por
los lados hasta dejar ver el corvejón, bolsa de playa colgada a la
espalda, barba más o menos hipstérica y ray-bans de mercadillo.
Inciso doliente: qué duro es ser cuarentón, maricón y que no te salgan
más de tres pelos mal puestos en el mentón. Se siente uno más aislado
que un ministro honrado en el gabinete de Mariano Rajoy.
Madrid
estaba volcadísima con lo del Orgullo. Yo llevaba desde el primer año de
la Era Botella (The Bottle Ages) sin bajar al Orgullo y me ha
sorprendido cuánto ha crecido todo en este tiempo. Si ya en 2012 el
Ogullo era una cosa gargantuesca, en 2016 el adjetivo que lo describe es
“exagerao”, así sin la “d”. El Orgullo ha desbordado Chueca. Jamás he
visto tal profusión de banderas arco iris por toda la ciudad en ningún
sitio, ni siquiera en San Paquito. Todos se han apuntado al carro: el
Ayuntamiento con su bandera arco iris, los bares con sus banderas arco
iris, la mercería Paqui con su bandera arco iris, las tiendas de chinos
con sus banderas arco iris, las churrerías con sus banderas arco iris,
las notarías con sus banderas arco iris, las tiendas de mantillas y
peinetas con sus banderas arco iris, hasta había banderas arco iris con
otras banderas arco iris pegadas, en Chueca, Malasaña. Gran Vía, Bilbao,
Sol, el Barrio de las Letras, Lavapiés, Atocha, el Madrid de los
Austrias, Plaza de España, Cibeles, Chamberí, La Latina y hasta,
presumiblemente, en las otras partes de Madrid que no he visitado.
Me ha
encantado. Para explicar cuánto me ha gustado, es necesario que ponga
un ejemplo que se pueda entender fácilmente: el de Pinilla.
Todos
tendréis en mente el caso de Pinilla-Ambroz, celebérrimo pueblo de la
provincia de Segovia con un censo de 31 habitantes (INE 2012) y
mundialmente famoso por dos cosas: la Peña Pinilla (muy mentada en toda
la provincia) y las fiestas parroquiales en honor a San Ramón Nonato,
que se celebran en torno al 30 de agosto y tienen la particularidad de
ser EXACTAMENTE IGUALES a cualquier otra fiesta de pueblo que se celebre
a lo largo y ancho del multiverso. Todos habéis estado en algún momento
en las fiestas de Pinilla, aunque tal vez lo hayáis hecho desde
Córdoba, Gerona o Manitowish Waters, Wisconsin. Las fiestas de Pinilla
se caracterizan porque para celebrarlas se desplazan hasta el pueblo
familias enteras que no vuelven a pisar por allí el resto del año ni
aunque las paguen, porque se elije como Santeras (en otros pueblos del
multiverso se las llama Reinas de las Fiestas, Damas de Honor o
Z’ghoilnaxis B’kkt-9) de las fiestas a las cuatro mozas casaderas menos
feas de la comarca, porque se produce en la plaza del pueblo la
actuación estelar de la Gran Orquesta Pelícano, porque los mozos hacen
muchas burradas y porque al final de las fiestas alguna pobre
desgraciada acaba preñada y lamentándolo toda la vida.
Pues
bien, las fiestas del Orgullo de Madrid hoy en día lo mismito que las
fiestas de Pinilla-Ambroz (incluyendo, de una forma muy específica, lo
de los preñamientos), pero a lo bestia, y eso, amigos míos, es
maravilloso.
Porque no hay nada más liberador y feliz que estar
en mitad del Paseo del Prado un sábado de julio a las ocho de la tarde y
estar rodeado de gente pasándoselo pipa, lesbianas y gays y bisexuales y
transexuales y muchos, muchísimos heterosexuales por igual, desde niños
a ancianos, sin que a nadie le importe un pimiento tu orientación
sexual o tu vida sentimental, todos con las mejillas pintadas con
banderitas arco iris y jugando como locos con las putas pistolas de agua
de los cojones.
Salvo que seas barrendero o jardinero municipal y te toque limpiar y reconstruirlo todo al día siguiente, claro.
Saco a colación lo de las pistolas de agua porque lo encuentro
inspirador. A ver: me molestan muchísimo. Me revienta que un
desconocido, por muy bueno que esté, me moje con un chorro sin habérselo
pedido, sobre todo cuando llevo una cámara de fotos bastante cara entre
las manos. Pero mientras estaba allí intentando que no me salpicaran
mucho no dejaba de pensar lo siguiente: en Afganistán a mi, por maricón,
me pegarían cuatro tiros con una pistola de verdad en vez de con una de
agua.
No hay color, la verdad.
Que la celebración del
Orgullo haya dejado de ser un fenómeno puramente gay y se haya
convertido en una fiesta popular es algo grandioso. Yo estuve en algunas
de las manifestaciones del orgullo gay de principios de los noventa.
Eran ya tiempos de libertad, pero aun así a la manifestación iban cuatro
gatos, la mayoría no se atrevía a hacer más que mirar desde las aceras,
y salvo los más valientes todos huíamos de las cámaras de televisión
como de la peste, no sea que fuéramos a salir en el telediario y nos
viera nuestra tía Raimunda desde el pueblo. Ayer por la mañana, sin
embargo, nos encontramos por Gran Vía con la hija de un compañero mío de
trabajo, que había venido con su novio (la hija, no mi compañero) y
unos amigos a ver el Orgullo, y todos llevaban pulseras y abanicos arco
iris; venían a pasárselo bien y a celebrar la diversidad de forma
natural, despreocupadamente, como podrían haberse ido al festival de
Edimburgo o a la Feria de Abril.
Me encanta.
Se ha avanzado mucho en apenas cuarenta años.
He escuchado a muchos amigos quejándose de que el Orgullo se ha
difuminado, que se ha mercantilizado, que ya no es lo que era, que “nos
lo han robado los heteros". Pues bien: no comparto su preocupación. El
objetivo de todo esto era, desde el primer momento, conseguir que el
orgullo llegara a ser superfluo: Que viniera un día en el que lo que se
celebrara no fuera la homosexualidad, la heterosexualidad o cualquier
otra variante, sino la alegría que que todo el mundo pudiera expresar su
forma de ser en paz. Que la celebración del Orgullo pasara a llamarse
Fiestas de la Diversidad (frase que he empezado a escuchar este fin de
semana y me ha encantado) o algo así.
Pues bien, ese día NO ha
llegado. Aún hay mucho camino que recorrer, mucho prejuicio que disolver
y mucho por lo que luchar. En el último año se han producido un
centenar de agresiones homófobas solamente en Madrid, casi tres veces
más que el año anterior. Hay un rebrote de odio que no sabemos muy bien a
qué se debe ni cómo atajar. Muchas personas siguen siendo discriminadas
social y laboralmente, incluso en la “tolerante” España, el “bullying”
escolar es más feroz que nunca y sigo conociendo jóvenes que, incluso en
ciudades grandes y modernas, viven asustados en el armario. Y estamos
hablando de una sociedad “moderna” como la española. Quedan ciento
cuarenta países en el mundo en los cuales la homosexualidad sigue siendo
delito, en varios casos penado con la muerte.
El Orgullo sigue
siendo necesario y sigue cumpliendo una función reivindicativa y de
visibilización fundamental. Y sigue haciéndolo: si solo eres capaz de
fijarte en las carrozas y en los pezones con purpurina, allá tú, pero
sigue habiendo una marcha reivindicativa, un manifiesto, una acción
social, un programa cultural y una agenda política delante (y detrás) de
cada fiesta del Orgullo, no solo en Madrid sino en todas partes, y
muchos de los que vamos lo hacemos con ello en mente, aparte de con
muchas ganas de divertirnos.
Pero que al mismo tiempo el éxito de
pasados Orgullos y el avance de nuestra sociedad haya sido tan grande
que ahora la semana del Orgullo en Madrid se parezca a las fiestas de
Pinilla-Ambroz es una razón más para celebrarlo por todo lo alto. Aunque
no me gusten ni las pistolas de agua ni la Gran Orquesta Pelícano.
PD. Ya sé, queréis chulos. Pues tomad chulos:
Sí señores... ¡es Eliad Cohen! Y arriba también |
2 comentarios:
Yo tengo edad suficiente para haber conocido una manifestación del orgullo gay prácticamente unipersonal: la hacía a finales de los ochenta, en Valencia, Fernando Lumbreras, a la sazón presidente del Colectivo Lambda, y como mucho dos o tres personas más. Eran los únicos que tenían huevos para concentrarse en la Plaza de la Virgen y mostrarse públicamente como homosexuales. En Madrid, Barcelona o Bilbao, hasta donde sé, la cosa no era mucho mejor, y en el resto de España no creo que se tuviera noticia de qué demonios se celebraba el 28 de junio. Efectivamente, recordar dónde estábamos en cuanto a visibilidad y normalización del hecho homosexual y dónde estamos ahora, incluso y a pesar de todas las limitaciones que mencionas, causa vértigo.
Y en cuanto al calor, pues también tienes razón: una vez te acostumbras a esa sensación de ser una galleta dorándose en un horno a fuego lento, el verano madrileño tampoco es para tanto.
Efectivamente. Grandes fiestas las de Pinilla Ambroz.
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