septiembre 18, 2017

Era un trabajo sucio, alguien tenía que hacerlo

Supe que aquella mujer me traería problemas desde el primer instante en que la vi. Tengo ojo para esas cosas. Ella llevaba un vestido de noche negro que hacía resaltar la blancura perfecta de su piel, el oro de su melena y el rojo sanguíneo de su carmín. Su silueta era la de una diosa de la época dorada del celuloide. En su rostro llevaba escrita la palabra Pecado.
Huy, perdone –me dijo mientras se detenía frente a un espejo y se borraba las letras con un algodón desmaquillante–. Qué descuidada soy. En qué estaría yo pensado...
Afuera arreciaba la tormenta. Era una de esas frías y lluviosas noches del verano cántabro en las que solo un perturbado o un alma en la más absoluta de las necesidades se atrevería a salir a la calle. Aún estaba por ver a qué categoría pertenecía la espectacular hembra que acababa de entrar en mi oscura y destartalada guarida de detective privado.



¿En qué puedo ayudarla, muñeca? –pregunté haciéndome el duro, como exige el código deontológico de mi profesión.

Verá, señor Mike... –la mujer se quedó pensativa, como intentando recordar algo más.

Mike a secas, encanto –dije–. Hábleme con familiaridad.

Eso es –respondió ella–. No me acordaba. Gracias, señor A Secas. 
Se notaba que la mujer estaba nerviosa, así que le ofrecí asiento y una copita de Coto. Ella me lo agradeció con una sonrisa y un cruce de piernas que a punto estuvo de provocarme un ataque de vértigo. Le conminé a no andarse con rodeos e ir al grano con el asunto que la había traído hasta mí.
Pues bien, señor A Secas –dijo ella–. Vengo a hablarle del caso del Diamante von Frühstück.
Aquel había sido uno de nuestros casos más sonados, de la época en la que mi compañero y sin embargo amigo J. Arístides aún se pasaba por la agencia, en vez de dedicar todo su tiempo a la cría de podencos de carrera falsificados. El Diamante von Frühstück fue sin duda la joya robada más valiosa que jamás habíamos localizado. Literalmente: jamás la localizamos. Apareció ella sola tres semanas más tarde, debajo de la mesilla de noche de la baronesa von Frühstück, cuando su ama de llaves escocesa la señora McMurray fue a pasar la aspiradora.
Pero ese caso ya lleva resuelto tres lustros –exclamé.

Precisamente –respondió la mujer, sacando de algún lado de su ajustado vestido un archivador A-Z grande como Coney Island–. Y todavía no ha terminado usted de rellenar la memoria del autoinforme evaluativo de la investigación
¡Demonios! Se trataba de una de las burócratas de la ANED, la Agencia Nacional de Evaluación Detectivesca. La mujer desplegó a la vez sus encantos y un taco de trescientas páginas de informes amarillentos.
¡Pero si ya rellené el autoinforme! –protesté.

¿Entero? –respondió ella mirándome con gesto desaprobador–. ¿Rellenó usted acaso el formulario 14-B?

¡Sí! –dije–. Por triplicado, como me lo pidieron.

Ya, pero según nuestros archivos se le olvidó adjuntar su certificado de boda.

Pero, pero... yo no estoy casado.

¡No me sorprende! –me espetó poniendo cara de asco–. En ese caso, tendrá usted que aportar fe notarial de no haber contraído matrimonio con las siguientes personas, a ver –y sacando de algún otro lugar de su anatomía una listín telefónico, empezó a enunciar–: Abascal, María Teresa; Abdul, Fátima; Abelárdez, Matilde; Abundio, Carmen...
Intenté escabullirme aduciendo nosequé historias de un caso importantísimo que me acababa de inventar.
¿Es urgente? –me preguntó.

Muchísimo –mentí–. De vida o muerte. Corren peligro varias vidas humanas. ¡Y también de niños!

En ese caso, sólo necesitará rellenar esta memoria –dijo sacando un tercer documento de cincuenta páginas–. No se olvide de firmar en todas las hojas, y recuerde que pasado un plazo de siete meses naturales tendrá que presentar usted una memoria de evaluación sobre el proceso de evaluación de la memoria de evaluación. ¿Queda claro?

No me molesté en responder. Me quedé leyendo lo que se me pedía.
¿Cómo que "resultado final de la investigación"? ¿Cómo voy a saber el resultado antes de haberla hecho?

Ah, yo que sé –dijo ella, encogiéndose de pechos–. Invéntese algo, hombre. Ponga que el asesino es el mayordomo. Total, es una mera formalidad. Nadie se lee nunca estos documentos.

¡Entonces déjeme ir sin rellenarlos!

¿Está usted loco? ¡Acabáramos! ¿Dónde se cree usted que vive, en la selva? ¿Qué sería de este país sin la Administración del Estado?
Me imaginé por un momento un país verde y alegre donde todo era armonía y felicidad. La burócrata me sacó de mis ensoñaciones con unas suaves palabras y un par de sopapos bien dados.
Se ha equivocado usted. El currículum que le pedíamos junto a la solicitud no era en formato abreviado, sino el completo.

Este es el completo, señorita –dije, intentando que no se notara que dos de las tres páginas de mi currículum eran en realidad recortes de periódico con fecha de 1927.

Ah, es usted de "esos" –dijo, apañándoselas para pronunciar bien fuerte las comillas–. Me temo que su solicitud no puede ir por el programa de Excelencia Investigadora, sino por el de Retos. Firme aquí.
Firmé. En unas ochenta y siete casillas. Afuera se había calmado la tormenta y empezaba a clarear un nuevo y estúpido día. Otra noche más que se había pasado sin hacer nada de provecho, más que rellenar papeleo...



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