marzo 18, 2009

Un caso duro de roer

Nadie ha dicho nunca que ser detective privado sea un trabajo fácil. Te juegas el tipo un día sí y otro también, te pasas la vida tratando con la peor escoria del género humano, y todo por un puñado de dólares, eso en el mejor de los días. Tal vez hubiera debido seguir el consejo de mi madre y hacerme dentista, pero en el fondo sé que no habría valido para ello: me falta la crueldad necesaria.

En eso estaba pensando cuando la puerta de mi oficina se abrió, dejando paso a dos pechos de una turgencia totalmente contraria a las leyes físicas. Los pechos iban enfundados en un llamativo vestido de color oro y seguidos de cerca por el resto del cuerpo de una mujer de bandera; no exageraré si afirmo que aquella hembra poseía más curvas que una carretera de montaña boliviana. La mujer entró taconeando en la habitación, se sentó sobre mi mesa sin esperar invitación, cruzó provocativamente dos piernas largas como postes de telégrafo, encendió un cigarrillo mentolado y, tras dar un par de bocanadas, se quitó las gafas de sol que cubrían sus ojos. Se notaba que había estado llorando recientemente.


- Señor ... -titubeó, recorriendo con la mirada la superficie de mi mesa.

- Llámeme Mike, a secas -dije.

- De acuerdo, señor A Secas -dijo por fin-. Necesito su ayuda. Mi hermano ha desaparecido y necesito que le encuentre.

Tal vez en ese momento habría debido interrumpirla y explicarle que en realidad ese día la agencia estaba cerrada. Mi socio, J. Arístides, se encontraba fuera de la ciudad visitando a una tía enferma -es decir, en Atlantic City gastándose los ahorros en fulanas y en las tragaperras- y yo sólo había ido a la oficina para hacer crucigramas y porque mi habitación en la pensión Loli era aún más deprimente que el destartalado cuartucho que llamábamos oficina. Pero algo en la mirada desesperada de la mujer me hizo querer ayudarla:

- Empiece por el principio, señorita. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

- Me llamo Heather Butkiss. Tal vez haya oído hablar de mi familia.

Como para no haber oído hablar. Los Butkiss eran la familia de más rancio abolengo de la ciudad, y también la más arruinada. Desde que el bisabuelo Butkiss perdiera todo el dinero de la familia apostándolo en las carreras de arenques durante la Gran Depresión, al clan sólo le quedaban la antigua y ruinosa mansión familiar y ese tipo de orgullo que solo puede provenir de un árbol genealógico que se remonta a Wifredo el Velloso y en el que ni siquiera tres generaciones de pobreza absoluta son capaces de hacer mella. Calculé que las posibilidades de cobrar honorarios por cualquier trabajo realizado para los Butkiss eran tan remotas como las de conseguir ordeñar a una iguana de plástico, por lo que le dije a la mujer que se había equivocado de sitio y que tal vez debería acercarse a comisaría y denunciar allí la desaparición de su hermano. Ante estas palabras, la mujer pareció ponerse sumamente nerviosa.

- No, no, señor A Secas. La policía debe quedar fuera de todo esto. Mi hermano ha desaparecido en circunstancias un tanto... irregulares, y mi familia no quisiera que todo este asunto llegara a oídos de la prensa. Tenemos una imagen que mantener, ya sabe.

Y mientras decía todo esto me miraba directamente a los ojos y jugueteaba descaradamente con el botón superior de su corpiño. Sospeché que intentaba seducirme. Pero yo era perro viejo en mi oficio y sabía que las mujeres de esta especie sólo podían traer problemas. Con sutileza, le demostré que era inmune a sus artimañas femeniles mediante el viejo truco de hojear una revista con aire distraído, como si ella no existiera. Dio la casualidad de que la revista en cuestión era el número de mayo de Honcho y de que la mujer, a pesar de su rubio aspecto, no tenía un pelo de tonta.

- ¿Le he comentado que mi hermano es modelo de ropa de baño masculina? -dijo como quien no quiere la cosa.

- ¡Hay que salvar a ese pobre e inocente muchacho! -exclamé, movido por mis más humanitarios sentimientos-. Sepa que haré todo lo humanamente posible para encontrarlo, aunque tenga que recorrer personalmente todas las saunas, cuartos oscuros y baños de centros comerciales de la ciudad para ello.

- No van por ahí los tiros, señor A Secas -me interrumpió la despiadada mujer-. Verá, mi hermano es, o tal vez era -sollozó-, un hombre ambicioso. Quería a toda costa recuperar la fortuna y la gloria de nuestra familia, y para ello no vaciló en asociarse con individuos de dudosa reputación. La última vez que fue visto se dirigía al garito de Feltrinelli, en compañía de Sam "el Flaco", quién sabe con qué intenciones.

Eso eran palabras mayores. Fabrizio Feltrinelli era probablemente el mafioso más poderoso e influyente de toda la ciudad. Dirigía una red de tráfico ilegal de sustancias cuyas ramificaciones se extendían desde su Sicilia natal a los más altos estamentos del gobierno federal. Su especialidad era la mantequilla: se decía que a una palabra suya el suministro de tostadas podía interrumpirse por completo, dejando sin desayuno a toda la ciudad. Si el joven Butkiss se había visto envuelto en los tejemanejes de Feltrinelli, se encontraba en serios problemas.

Sam "el Flaco", por otra parte, era un matón de poca monta. Había pasado los últimos años entrando y saliendo de la prisión federal, primero por un delito de tráfico de chufas y posteriormente por todo un muestrario de crímenes menores que abarcaba desde la extorsión hasta la falsificación de patos. Junto con Cletus "el Broncas" y Mahoney "el Carnicero" había estado involucrado en el sonado Caso de la Melaza, y posteriormente había formado parte de la banda de Kid "el Decorador de Interiores" Lipsky en su lucha callejera contra el gang irlandés de Patrick "el Positivista Lógico" McKenna. Aquello acabó en tragedia cuando ambas formaciones criminales fueron descalificadas del Concurso de Bailes de Salón del Bronx. Por un tiempo, Sam optó por mantener un perfil bajo, dedicándose al contrabando de enanitos de jardín, y lo último que supe de él es que se había creado cierta reputación atemorizando a punta de pistola a los principales proveedores de moldes de yeso con formas liliputienses de Nueva Jersey. Qué podía hacer un muchacho de buena educación como era Melanio Butkiss con un tarugo como Sam "el Flaco", era algo que yo no alcanzaba a comprender.

- ¿Desde cuando se relacionaba su hermano con ese individuo? -pregunté.

- Empecé a verle hará como unos tres meses. Él siempre venía a nuestra casa a horas intempestivas, salía con mi hermano sin que éste me dijera nunca adónde iban y pasaban horas fuera. Luego mi hermano volvía cansado, malhumorado y con la ropa oliendo a aceite de motor. Nunca quiso decirme a qué tejemanejes se dedicaban en sus ausencias, insistiéndome en que tuviera paciencia, en que fuera discreta y en que pronto volveríamos a vivir la vida de lujos que ambos nos merecemos.

La mujer no supo darme más detalles. Estaba visto que o no podía o no quería darme más información. La despedí con palabras de aliento y una rebequita para que no se le constiparan los melones con el relente de la noche, me enfundé mi gabardina, me aseguré de que mi Smith&Wesson tuviera lleno el cargador y salí a enfrentarme con las calles desoladas de la ciudad.


Estaba claro que no podía ir directamente al tugurio de Feltrinelli sin tener antes más información. Empecé la ronda de mis soplones habituales, con escaso éxito: Dominic "el Herpetólogo" Mione no estaba en la ciudad y Julius McFlacon (alias Terence Piaffka, alias Phil Metterling, alias Duquesa Sofía Carlota de Baviera) había sufrido una combustión espontánea tras una pequeña discusión con el capo Giuseppe Vitale (su nombre real, Quincy Baedeker). En cuanto a Helen "la Sorda", posiblemente la peor soplona de todos los tiempos, la única información que supo darme a cambio de cincuenta dólares fue que al parecer los almogávares se disponían a atacar la ciudad turca de Magnesia. Finalmente tuve algo más de suerte con Kaiser Rosenweig, un rabino que entre circuncisión y circuncisión se sacaba unos dólares en limpio haciendo de confidente para la policía. Rosenweig me dijo que últimamente Sam "el Flaco" se dejaba ver mucho en compañía una tal Henrietta Persky, de la cual supo darme la dirección postal, y que yo tenía pinta de saduceo, pero sin pelo. Le di al rabino un puñado de dólares para comprar matzos y salí escopetado en dirección a la casa de la señorita Persky.

Henrietta Persky tenía tanta pinta de novia de gángster como yo de bailarina del bolshoi. Me abrió la puerta de su pequeño apartamento vestida con una bata de guata, con la cara cubierta de crema hidratante y con el pelo lleno de rulos; la tipa estaba dispuesta a hablar y tras unos pocos minutos de conversación supe que, aunque desde niña había fantaseado con llegar a convertirse en la sensual y lasciva amante de un sicario peligroso y sin escrúpulos, en realidad la vida la había llamado por el más prosaico camino de dependienta de mercería. Entonces Sam había entrado en su vida (buscando unos botones de repuesto para su americana de las redadas) y le había dado la oportunidad de cumplir sus fantasías juveniles. A cambio, ella le había entregado su corazón, su doncellez, su plan de pensiones y unos ochocientos kilos de alfileres hurtados a la mercería.

- ¿Ochocientos kilos de alfileres? -pregunté, algo extrañado.

- Sí -dijo ella, turbada-. A primera vista puede parecer algo raro, pero es que mi Sam los colecciona. Es una afición perfectamente común e inofensiva.

Pensé que o bien Sam "el Flaco" se había apuntado a la reciente moda de hacer cursos de faquir por correspondencia o que algo potencialmente importante se me estaba escapando.

- Una pregunta más -añadí-. ¿Ha visto usted a su novio en compañía de un hombre de como metro noventa, con nalgas como rocas marinas?

- ¿Seguro que todas estas preguntas son por una encuesta de la compañía de la luz? -se mosqueó ella.

- Palabrita del niño Jesús -dije yo, poniendo mi mejor cara de cachorrillo.

- De ser así... -titubeó bajo las capas de engrudo que cubrían su cara-, es cierto. Es otro coleccionista de alfileres. Sam me dijo que lo conoció en las reuniones de su club de costura.

Aquello cada vez pintaba peor. Existe un submundo del hampa, desconocido para el gran público, organizado alrededor del negocio fraudulento de las sastrerías ilegales. Un negocio que mueve millones de dólares cada año en dinero negro y que se alimenta de la falta de escrúpulos de los hombres sin principios capaces de vender a su madre por una chaqueta de tweed. Aún no lo tenía todo, pero algunas de las piezas del rompecabezas empezaban a encajar en mi mente. Me despedí de la señorita Persky y me dirigí velozmente a los muelles de la ciudad.


Una bruma fría empezaba a elevarse desde las aguas. Lo tomé por una buena señal: las inexorables leyes de la narrativa implican que en el 80% de los casos el desenlace de las historias de novela negra esté ambientado en muelles de carga cubiertos de niebla.

En los muelles estaba la oficina de Nick "Tijeras" Moretti, cuyo negocio de trata de blancas no era sino una tapadera para su sastrería ilegal especializada en trajes italianos. Moretti era un hombre peligroso, pero me debía un par de favores de la época en la que yo trabajaba en cierta lavandería de Chinatown. Su sentido de la moda era impecable y se rumoreaba por ahí que en más de una ocasión había mandado eliminar a un hombre por atreverse a llevar traje oscuro con calcetines blancos.

Había luz dentro del edificio. Me acerqué abiertamente hacia la puerta, haciendo ver mis intenciones pacíficas, y llamé al timbre. Se abrió la ya clásica rendija a modo de mirilla y un par de ojos inyectados en sangre me preguntaron que qué tripa se me había roto. Dije que quería hablar con Moretti y al instante me abrieron la puerta. Como un misil, lo primero en salir a través de la misma fue el puño, del tamaño de un coco maduro, del matón que me había abierto. Afortunadamente mis años de experiencia en las calles han afinado mis reflejos hasta límites prácticamente sobrehumanos y pude interceptar el puño con mis dientes que, saliendo disparados en todas las direcciones, amortiguaron el impacto evitando que éste fuera del todo letal. Perdí el sentido.

Cuando desperté me encontraba atado a una silla en medio de lo que parecían ser unos probadores de ropa. A mi alrededor se apilaban cajas de corbatas de seda de una ilegalidad espeluznante. Un flexo de 250 vatios me apuntaba a la cara, chamuscándome las pestañas e impidiéndome ver con claridad la cara del individuo que tenía delante.

- Vaya, si es el señor Mike, a secas -reconocí la voz de Moretti. Tenía ese acento italiano que sólo puede adquirirse habiendo nacido en Oakland y habiéndose visto mil veces las películas del Padrino. En realidad Moretti se llamaba Theodore J. Stuffs y era más negro que el betún, pero nadie se atrevía a mencionar ese hecho en su presencia-. Perdona el entusiasmo de mis hombres. Les encanta pegar a la gente. Qué se le va a hacer, siempre he opinado que todos debermos tener algún tipo de hobby.

- Zi -respondí-. Edz muy impodtante mantenedze ocupaddod.

- No sé qué es lo que has venido a hacer aquí, Mike, pero has llegado en muy mal momento. No tengo tiempo para tonterías. La situación está que arde y por eso mis hombres están más dispuestos que nunca a golpear primero y preguntar después. Así que en nombre de nuestra antigua amistad, y sobre todo por aquella mancha de café que conseguiste quitar de mi camisa favorita, te voy a dejar marchar con tus dientes -me los entregó en una cajita-, pero ni una palabra de todo esto a la policía.

- ¿De qué demoniod edztád habblando? -le dije mientras él me desataba, con absoluta perplejidad.

- No lo sabes -se maravilló, mirándome como se mira a una mancha de moho que acabas de descubrir en la naranja del desayuno-. De veras no lo sabes. ¿Es que no lees la prensa? -y, poniéndome un ejemplar del periódico del día en las manos, me echó a patadas de su negocio.

Pasé las siguientes horas en la sala de espera de Willy "el Odontólogo" Schimmel, leyendo el periódico mientras aguardaba a que me hiciera un apaño. Fiel a mis costumbres, leí primero la página de críticas gastronómicas, luego la sección de contactos y después las viñetas cómicas. Intenté encontrar las siete diferencias, pero como de costumbre me quedé atascado en la número seis. Finalmente, al hojear la sección de actualidad política un flash de inspiración se abrió camino entre mis embotadas meninges como una bala atravesando un calcetín relleno de natillas. Dos horas y una dentadura postiza más tarde, me abrí paso hacia la cabina de teléfonos más cercana. Hice un par de llamadas a unos contactos y por último me puse en contacto a la mujer que me había metido en este embrollo.

- Señorita Butkiss -dije-. Tenemos que vernos de inmediato. Tengo algo muy importante que comunicarle acerca del caso.

Quedamos en el local abandonado del Fabuloso Reino de las Maravillas, un jardín de infancia clausurado por la policía que fue propiedad de Vito Monteleone (famoso pederasta que, tras pasar siete años de condena en Sing Sing, actualmente es subsecretario de la Comisión Pontificia para los Bienes Culturales de la Iglesia). Allí, junto a la piscina de bolas de colores, me esperaba la mujer que me había contratado. Un vestido de noche negro que no dejaba nada a la imaginación cubría su escultural figura.

- Espero que sea algo importante de veras, señor A Secas -me dijo-. He tenido que salir de una gala benéfica a favor de la Sociedad Protectora de Mofetas para venir aquí.

- Claro que es importante, muñeca -le dije-. Tan importante como el infierno. Verás, no me gusta que me tomen el pelo. Tengo poco y eso hace que me lo tome muy en serio.

- No entiendo qué quiere decir...

- No hace falta que finjas sorpresa. Ya sé que no eres quien dices ser. Acabemos de una vez con esta charada.

La supuesta Heather Butkiss pareció sorprendida por un instante, pero se rehizo rápidamente. Una sonrisa de suficiencia arrugó sus perfectos morritos.

- Vaya, y yo que estaba segura de haber contratado al detective más inepto de toda la ciudad -dijo con sorna-. En efecto, no soy Heather Butkiss. ¿Cómo lo ha sabido?

- Porque tras un par de llamadas sé de buena tinta que la verdadera Heather está en el Instituto Tecnológico del Mississipi, haciendo un máster en proctología. Por eso, y por el detalle de la laca.

- Siempre supe que mi pelo acabaría por delatarme -dijo la mujer. Con un gesto veloz, se arrancó la máscara de látex que cubría su rostro, dejando ver su verdadera apariencia. Y de las mismas sacó de entre los abismos insondables de su escote una Kalashnikov con la que me encañonó-. El juego se ha acabado, majete. Con lo que sabes, no puedo dejarte con vida.

Alcé mis manos en gesto de derrota. Pero antes de morir, necesitaba terminar de resolver el caso.

- Lo admito, señora Presidenta. Usted gana. Pero... ¿por qué me contrató para encontrar a un hermano ficticio con cuerpo de dios griego?

- Al final sí que iba a tener razón en una cosa: como detective eres una vergüenza. Lo del aristócrata macizo metido en líos textiles ilegales era verdad. ¿No lo entiendes? Butkiss, "el Flaco" y Feltrinelli están montando una trama ilegal para suministrar trajes de gala a miembros de mi partido, incluyendo a uno que forma parte de las más altas esferas.

- Y usted quería que yo les detuviera... -seguí tirándole de la lengua.

- No, grandísimo idiota. Quería que encontraras a Butkiss y, con tu torpeza habitual, atrajeras la atención de la policía. Estaba buscando un escándalo. Sería una jugada magistral por mi parte, matando dos pájaros de un tiro: por un lado desviaría la atención pública de lo de mi Comisión de Investigación, y por otro me quitaría de enmedio a uno de mis rivales para la Secretaría General del Partido.

Y la mujer empezó a reír malignamente de la siguiente manera: Jua, jua.

Esa era mi única oportunidad. Con una velocidad nacida de la desesperación, aproveché un momento en el que parecía que la mandíbula de la presidenta parecía a punto de desencajarse para lanzar todo mi peso contra ella, arrojándola sobre el recinto de las pelotas de colores. Hubo una ráfaga de metralleta y a nuestro alrededor cayeron, heridos de muerte y con un fuerte olor a quemado, varios payasos de plástico. La Presidenta estaba en forma: nadando entre las bolas se zafó de mi abrazo propinándome un taconazo en pleno occipucio. Yo respondí con una llave de judo que había aprendido en mis tiempos de la lavandería china, luxándome el hombro en el proceso. A nuestro alrededor los payasos se habían incendiado y transmitían las llamas a toda velocidad a las bolas de plástico. La cosa se estaba caldeando rápidamente.

Compréndanlo. Me gusta tanto como a cualquiera golpear a una mujer cincuentona, pero si me quedaba allí corría el riesgo de que se me quemara el páncreas, órgano al que tengo gran afecto. Mientras doña Esperanza seguía gateando en busca de su ametralladora, oculta bajo las pelotas de plástico en llamas, yo me incorporé lo mejor que pude y salí tambaleándome del edificio.

Fue por los pelos. Apenas había escapado del local oí un espantoso crujido a mis espaldas y, con una vistosa pirotecnia, el edificio se derrumbó como un castillo de naipes de mil toneladas.

Limpiándome la gabardina de restos de hollín, me puse mi sombrero, miré por última vez a las ruinas en llamas y me despedí de la causante de mis quebraderos de cabeza:

- Anda que ya os vale, qué lío tenéis montado en el partido.




7 comentarios:

starfighter dijo...

Estupenda novela negra, digna del mismísimo Hammett. Me he partido con el final, claro que esa breva no nos caerá.

Sr_Skyzos dijo...

Plas, plas, plas...

Estructura dramática de novela negra de estilo clásico, unos enlaces ocultos que casi superan los anteriores (me quedo con las rocas playeras, ¡ñam!) y lo mejor: un villano de folletín, pero real como la vida misma. Lo que acojona. Y mucho.

Bruto dijo...

Sufur, deja la universidad de una vez, olvídate del número H, de los corticolesy de tanta mierda y ponte a escribr que como novelista te forras.

Nyc dijo...

Con la suerte que tiene la tipa, aún sale de las ruinas reconstruyéndose tipo termineitor....
PD la bata de guata es lo mismo que la bata de guatiné?

@ELBLOGDERIPLEY dijo...

Mamma mia bella, pero esto es un L.A Confidential con final Mumbai:-)
Merece la pena el scroll. Maravillado me hallo por los enlaces externos a "bailarina del Bolshoi" y sobre todo a "calcetines blancos":-)
Desdeluego, Flanaggan...la rubia del final, de mú mal pelahhe.
Besotes.

gaysinley dijo...

Insisto niño, deberías como apuntan por ahí y como ya te he dicho en otras ocasiones dedicarte a escribir una novela y no las porquerías que venden en las librerías de Chuecatown.

Me encantan los links fotográficos, es como abrir una caja de bombones... jejeje!

Un besuco. Alber

BIRA dijo...

Impresionante!! Desde el estilo con el que está escrito el relato, hasta el dominio del lenguaje del que haces gala, pasando por unos enlaces que me parten y me tronchan (con algunos puedo hasta babear, si estoy inspirada) la verdad es que tus post no pueden dejarme indiferente.

Un grandísimo relato. Felicidades!

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