julio 23, 2009

Carta a Margaret

Querida Margaret,

Comprendo perfectamente las cuitas y tribulaciones que me transmitías, de esa forma enternecedora que sólo puede conseguir una alcohólica crónica como tú, en tu última epístola. Nosotros, en nuestro pueblecito, también hemos tenido algunas fricciones sin importancia por motivos religiosos, como atestigua el enorme cráter radioactivo que adorna la Plaza Mayor, pero nunca han sido nada que no solucionara una buena limpieza étnica. Ya conoces mi lema: la higiene, ante todo.

Pero por mucho que me guste hablar de las pequeñas alegrías de la vida, hoy no me encuentro con ánimos. Estoy mortalmente preocupada. Agárrate a los brazos de la silla, o mejor aún a los pliegues de sebo de esa deforme morsa bigotuda de Adelina: el abuelo ha desaparecido sin dejar rastro.

Ni yo misma me explico cómo puede haber sucedido. Todo empezó con la búsqueda de nuevo personal de servicio. Como sabrás, hace ya tiempo que tuve que despedir a nuestro antiguo mayordomo, Antuán, porque la medicación ya no le hacía efecto y se pasaba las horas muertas pasando un trozo de algodón por las paredes. Durante un tiempo Enriqueta y yo nos hicimos cargo de las tareas domésticas, pero llegó un momento en el que su avanzado embarazo -el decimoséptimo, si llevo bien la cuenta- no le permitió continuar tirando del arado. Además, yo necesitaba más tiempo libre para tocar la pianola y para mis partidas de streap-poker con las amigas. De modo que decidimos rascarnos un poco los bolsillos, gastar parte de los ahorros que hemos ido acumulando a lo largo de una vida dedicada al tráfico de órganos y contratar un poco de ayuda para esta pobre vieja.

El marido de Enriqueta, don Inesito, se opuso inicialmente a la idea, tachándola de gasto innecesario en estos tiempos de crisis. Después de muchos ruegos y discusiones conseguimos que se aviniera a contratar el mínimo imprescindible: un nuevo mayordomo, una cocinera, un ama de llaves, un jardinero, un cochero y un taxidermista interino. Pero para mí no era suficiente. Ahora me arrepiento con todas mis fuerzas, pero en aquel momento luché duramente para conseguir también una enfermera que se ocupara del abuelo. Tuve que romperle la nariz a Inesito, pero al final me salí con la mía.


El abuelo llevaba una temporada más pachucho que de costumbre. Ya sólo era capaz de comerse el cerdo agridulce del desayuno sorbiéndolo por una pajita, se le estaban formando líquenes en la nariz, sus bastonazos apenas tenían ya fuerza y, en su conjunto, se asemejaba cada día más a una escultura abstracta. Ni siquiera se animaba cuando Reginald le untaba la silla de ruedas de tocino y le lanzaba a rodar cuesta abajo por la carretera que conduce al lago. A mí me preocupaba su estado, tan impropio de un hombre de ciento veinte años de edad, y creí que unos pocos cuidados profesionales podrían ayudarle a recuperar el vigor. Por desgracia, acerté plenamente.

No veas, Margaret querida, lo mal que está el servicio. Nos pasamos semanas entrevistando candidatas sin que ninguna nos terminara de satisfacer: incluso las mejor cualificadas tenían graves taras, como aquella diplomada por la Universidad de Dublín con treinta años de experiencia que resultó ser católica, o aquella otra que en sus ratos libres hacía experimentos contra natura para crear una raza de supersoldados baturros. Hasta que finalmente encontramos a la candidata aparentemente ideal, una tal Samantha Whopper, joven simpatiquísima que sólo traía dos recomendaciones pero a la que se veía muy dispuesta y preparada.

Y, en efecto, al principio todo parecía ir bien. El abuelo empezó a parecer más despierto y las visitas dejaron de confundirlo con un montón de leña seca. Se le veía menos gruñón, incluso algo coqueto: siempre preguntaba a qué hora le tocaba a Samantha bañarle, empezó a abrillantarse la calva como cuando era mozuelo y volvió a sus cataratas ese brillito picaruelo que hacía estragos estre las viudas de la parroquia tantos años atrás. Daba gusto oírle encerrarse en el baño para cascársela, como cuando éramos niñas: ¿te acuerdas de esos entrañables resoplidos tras la pared, Margaret querida? ¡Qué tiempos inocentes y felices, aquellos de nuestra infancia!

Pero la cosa empezó a pasarse de castaño oscuro. La líbido del abuelo iba tomando proporciones bíblicas: perseguía a la enfermera por los pasillos, por el jardín, por las terrazas y hasta por los tejados; se colaba en la cocina para disolver viagras en la salsa agridulce (lo cual le valió a Enriqueta otro embarazo y a Reginald una semana en observación por priapismo galopante en el hospital de San Pancracio); se pasaba las horas muertas en internet buscando poesías para regalarle a su enfermera; recorría los cementerios de la comarca robando crisantemos para su musa y, lo peor de todo, empezó a sustituir sus interminables batallitas sobre la Gran Guerra por comentarios poéticos acerca de flores y abejitas de una ñoñez incalculable.

Pero lo verdaderamente grave fue gestándose en silencio, sin que ninguno nos diéramos cuenta. Una mañana, al levantarme, noté que había algo extraño en el ambiente. Algo había cambiado en la casa y no era capaz de definirlo. Después de pensarlo un rato, caí en la cuenta: faltaba ese olor penetrante a anchoas con queso de cabrales que emana el abuelo. Asustada, corrí a su habitación, encontrándomela vacía salvo por una nota:

Querida Genoveva:

Me voy para no volver. Samantha y yo nos hemos enamorado y hemos decidido fugarnos juntos. Ya sabes, tengo que disfrutar estas cosas mientras soy aún joven. Me llevo el dinero. Dale mis recuerdos a Enriqueta, al idiota de su marido y al cafre de Reginald. Siempre tuyo,

El abuelo

Y de este modo el abuelo se fue, dejándonos sin un solo penique ni un solo chelín. ¡Cuanto voy a echarlos de menos! Y también al abuelo, claro.

Siento haberte comunicado estas tristes noticias, porque sé que tú también estabas esperando que el viejo la palmara para cobrar tu parte de la herencia. Te escribiré cualquier novedad que sepa darnos Scotland Yard. Entre tanto, me despido de tí con mis mejores deseos.

Tuya, afectísima,

Genoveva

3 comentarios:

starfighter dijo...

Pobres Margaret y Genoveva, sin herencia por culpa de una pelandusca disfrazada de enfermera. Y seguro que están por Benidorm o Torremolinos los dos. Indignante.

hm dijo...

¡¡¡ Queremos la versión según el abuelo y la enfermera!!!

kappyqueens dijo...

Estupendo, mis felicitaciones.
Besos.

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