"El día que yo nací, mi madre parió dos gemelos: yo y mi miedo"Thomas Hobbes
Acabo de terminar de leer "Anatomía del miedo: un tratado sobre la valentía", uno de los últimos libros de José Antonio Marina. Como todos los libros suyos que he leído, éste me ha parecido ameno, bien escrito, fácilmente digerible, interesante, humano y optimista, pero al mismo tiempo un poco decepcionante. Esto último porque a estas alturas de mi vida una pequeña parte de mí aún sigue esperando de los filósofos respuestas y soluciones a los problemas que aquejan al ser humano. Sin embargo, la parte de mí que ya no cree en cuentos de hadas sabe que lo único que pueden ofrecernos, y ya es mucho, son sus reflexiones sobre tales problemas y, lo que es todavía mejor, servir de catalizadores para nuestra propia reflexión.
Conozco bien el miedo. Desde niño me he considerado un grandísimo cobarde. La lista de mis miedos es larga y penosa de recitar. Aquí van algunos de ellos:
Me asustan el dolor, la enfermedad y la muerte. De niño, cuando jugaba con mis compañeros, nunca corría al límite de mi velocidad. Nunca trepé a un árbol, nunca salté el potro en la clase de gimnasia, no montaba en bicicleta. Me daba miedo tropezar, caerme y hacerme una herida. Años más tarde, ya adulto, sufrí una enfermedad que no era grave, pero sí dolorosa, y en vez de aprender a sacar fuerzas y salir adelante, tras terminar mi convalecencia me tiré más de un año viviendo como un recluso, sin salir apenas de casa, por miedo a volver a enfermar si me daba la más mínima ráfaga de aire frío. Hoy en día, cada vez que viajo más de la mitad de mi neceser está compuesto por fármacos de uno u otro tipo.
Tengo miedo de la velocidad, motivo principal por el cual ni conduzco, ni esquío, ni monto en bicicleta. Me da miedo el mar y sus profundidades. Me dan miedo el bosque oscuro y el desierto interminable. Me asustan el viento del norte y las tormentas. Me acojona la oscuridad de un edificio desierto. Nunca veo películas de terror, ni siquiera en la supuesta seguridad de mi hogar.
Me da miedo tener responsabilidad sobre otros. Mal que bien, suelo ser capaz de tomar decisiones que me afectan a mí mismo, pero tiemblo cada vez que tengo que decidir algo por los demás. Me cuesta dar consejos. Rehúyo los puestos de responsabilidad en el trabajo, diciéndome a mí mismo que prefiero tener más tiempo para llevar una vida tranquila, pero la verdad es que me aterra la idea de dirigir un grupo de investigación, una propuesta científica o un equipo de trabajo. Yo, en una empresa privada, jamás pasaría de la categoría junior. Mi pobre estudiante de doctorado sufre mi falta de decisión y autoridad como director de tesis. Incluso me dan miedo las decisiones de pareja. Cuando el osezno y yo nos compramos el piso, él tuvo que cargar con todas las decisiones difíciles: cuándo comprar, con qué banco contraer la hipoteca, de qué color pintar las paredes. Puedo decirle al osezno: "me voy (yo) este fin de semana a visitar a mis padres", pero soy incapaz de decir "el sábado nos vamos (nosotros) a comer con mis amigos". Mi psicólogo dice que tengo miedo al compromiso.
Me aterra la violencia... la de los demás y sobre todo la mía. Siento pavor del agresor que anida en mi interior. Me da miedo el odio repentino que me invade a veces y el deseo que en ocasiones tengo de que se muera quien me ofende. Pienso que en cualquier momento de enfrentamiento podría perder el control y estrangular a mi oponente o descalabrarle de una pedrada. Tengo miedo a la pérdida de control.
Decía Sartre: el infierno son los otros. Uno de mis mayores miedos, y hasta ahora el que me ha resultado más incapacitador, es el miedo a los demás. Mi primera reacción cuando me presentan a alguien es de pánico. Mi timidez raya en la fobia social. Cuando les digo a mis amigos sociables, como Vich o Robin, que no entiendo su necesidad de estar siempre en compañía y conociendo gente nueva, no lo digo en sentido figurado: de verdad no les entiendo (del mismo modo que para un valiente todo esto que estoy vomitando resultará totalmente carente de sentido). Se da la aparente contradicción de que suelo sentirme cómodo en Madrid, donde no me voy a encontrar con nadie conocido por la calle, y mal en Segovia, donde a cada paso puede saludarme alguien. Me aterrorizan las reuniones grandes, los meetings y las conferencias científicas a las que tengo que ir con tanta frecuencia, y odio con todas mis fuerzas el temido momento de coffee break en el que habrá tanta gente con la que hablar (por eso, más que por la calidad de las galletas, me cebo en las bandejas que ponen por ahí). Me asusto cada vez que tengo que ponerme delante de mis alumnos para dar la clase. Me siento incapaz de preguntar una dirección y nunca protesto por nada en un restaurante o una tienda. Un abismo de terror se abre bajo mis pies cada vez que piso un bar de copas, sobre todo si es uno de ambiente, y muchas veces me pregunto si mi decisión de vivir en pareja no tendrá demasiado que ver con poder ahorrarme todo el penoso proceso del ligue, que siempre ha estado un par de peldaños más arriba que la visita al dentista en mi escalafón de miedos personales.
Pero de lo que más miedo tengo es del propio miedo: de despertarme por la noche presa del pánico y no poder dormir. De sentir el corazón latiendo descontroladamente y las venas de mi cabeza hinchándose hasta estar a punto de explotar. Y, sobre todo, de que llegue un punto en el que el miedo me controle por completo y no me permita vivir mi vida. Eso es algo que me aterra y me solivianta a partes iguales.
Y es precisamente esa rebeldía lo que me ha ido salvando, por el momento. Hasta ahora, mejor o peor, he logrado convivir con mis miedos. Salgo de casa, viajo, me ocupo de mi salud, tomo decisiones, trabajo, enseño y voy a los congresos, donde doy mis charlas cuando es necesario; he hecho amigos, me fuerzo a llevar la voz cantante en algunas conversaciones, me las he ido apañando para echarme novios y/o follar cuando buenamente he podido, y en general me he sujetado el nudo del estómago y he ido tirando para adelante, por mis medios o con la ayuda de los demás, hasta llegar adonde estoy, a pesar de todo. Esto, según dice Marina, me convierte en valiente. Pero en mi supuesta valentía no hay ningún tipo de apuesta ética como él propone, sino más bien un orgullo cabezón que he heredado de mis antepasados castellanos.
Sin embargo mis miedos crecen con el tiempo, mientras que mi mala hostia va disminuyendo. Cada día soy más cobarde. De un tiempo a esta parte he perdido mi último reducto, la tranquilidad de mis horas de sueño, y cada vez más a menudo me despiertan pesadillas o me mantienen en vilo terrores sin nombre. Dice mi señora suegra que uno sabe que se hace viejo cuando empieza a tener miedo de todo. Si esto es verdad, la edad se me está echando encima como una locomotora desbocada.
Sé lo que tengo que hacer. En eso estamos de acuerdo Marina, mi terapeuta y yo: debo encararlo. El miedo no se va a ir: forma parte de mí. Intentar evitarlo no me va a llevar a niguna parte, como tampoco va a hacerlo quedarme quieto pensando en él. Lo único que puedo hacer es dar pasos adelante: forzarme a depender menos de los medicamentos, obligándome a ser más social, más seductor, comprometiéndome a tomar decisiones que puedan arrastrar a otros, atreviéndome a enfrentarme a los demás cuando sea necesario. Pero hacerlo se lleva cada día buena parte de mi fuerza de voluntad, dejando bien poquita cosa para todo lo demás. Y cada vez menos, por lo que parece. Casi sin darme cuenta, ya he empezado a hacer concesiones a mi miedo. Y una vez que se empieza...
No sé dónde acabará esto, la verdad.
Supongo que siempre nos quedará la Letanía Contra el Miedo que entonaban las Bene Gesserit de los libros de Frank Herbert:
Ojalá funcionara. Sería bonito. Pero no: giro mi ojo interior y allá sigue estando el miedo, esperando para hacerme su esclavo. Tal vez lo consiga mañana. Pero no hoy.
Conozco bien el miedo. Desde niño me he considerado un grandísimo cobarde. La lista de mis miedos es larga y penosa de recitar. Aquí van algunos de ellos:
Me asustan el dolor, la enfermedad y la muerte. De niño, cuando jugaba con mis compañeros, nunca corría al límite de mi velocidad. Nunca trepé a un árbol, nunca salté el potro en la clase de gimnasia, no montaba en bicicleta. Me daba miedo tropezar, caerme y hacerme una herida. Años más tarde, ya adulto, sufrí una enfermedad que no era grave, pero sí dolorosa, y en vez de aprender a sacar fuerzas y salir adelante, tras terminar mi convalecencia me tiré más de un año viviendo como un recluso, sin salir apenas de casa, por miedo a volver a enfermar si me daba la más mínima ráfaga de aire frío. Hoy en día, cada vez que viajo más de la mitad de mi neceser está compuesto por fármacos de uno u otro tipo.
Tengo miedo de la velocidad, motivo principal por el cual ni conduzco, ni esquío, ni monto en bicicleta. Me da miedo el mar y sus profundidades. Me dan miedo el bosque oscuro y el desierto interminable. Me asustan el viento del norte y las tormentas. Me acojona la oscuridad de un edificio desierto. Nunca veo películas de terror, ni siquiera en la supuesta seguridad de mi hogar.
Me da miedo tener responsabilidad sobre otros. Mal que bien, suelo ser capaz de tomar decisiones que me afectan a mí mismo, pero tiemblo cada vez que tengo que decidir algo por los demás. Me cuesta dar consejos. Rehúyo los puestos de responsabilidad en el trabajo, diciéndome a mí mismo que prefiero tener más tiempo para llevar una vida tranquila, pero la verdad es que me aterra la idea de dirigir un grupo de investigación, una propuesta científica o un equipo de trabajo. Yo, en una empresa privada, jamás pasaría de la categoría junior. Mi pobre estudiante de doctorado sufre mi falta de decisión y autoridad como director de tesis. Incluso me dan miedo las decisiones de pareja. Cuando el osezno y yo nos compramos el piso, él tuvo que cargar con todas las decisiones difíciles: cuándo comprar, con qué banco contraer la hipoteca, de qué color pintar las paredes. Puedo decirle al osezno: "me voy (yo) este fin de semana a visitar a mis padres", pero soy incapaz de decir "el sábado nos vamos (nosotros) a comer con mis amigos". Mi psicólogo dice que tengo miedo al compromiso.
Me aterra la violencia... la de los demás y sobre todo la mía. Siento pavor del agresor que anida en mi interior. Me da miedo el odio repentino que me invade a veces y el deseo que en ocasiones tengo de que se muera quien me ofende. Pienso que en cualquier momento de enfrentamiento podría perder el control y estrangular a mi oponente o descalabrarle de una pedrada. Tengo miedo a la pérdida de control.
Decía Sartre: el infierno son los otros. Uno de mis mayores miedos, y hasta ahora el que me ha resultado más incapacitador, es el miedo a los demás. Mi primera reacción cuando me presentan a alguien es de pánico. Mi timidez raya en la fobia social. Cuando les digo a mis amigos sociables, como Vich o Robin, que no entiendo su necesidad de estar siempre en compañía y conociendo gente nueva, no lo digo en sentido figurado: de verdad no les entiendo (del mismo modo que para un valiente todo esto que estoy vomitando resultará totalmente carente de sentido). Se da la aparente contradicción de que suelo sentirme cómodo en Madrid, donde no me voy a encontrar con nadie conocido por la calle, y mal en Segovia, donde a cada paso puede saludarme alguien. Me aterrorizan las reuniones grandes, los meetings y las conferencias científicas a las que tengo que ir con tanta frecuencia, y odio con todas mis fuerzas el temido momento de coffee break en el que habrá tanta gente con la que hablar (por eso, más que por la calidad de las galletas, me cebo en las bandejas que ponen por ahí). Me asusto cada vez que tengo que ponerme delante de mis alumnos para dar la clase. Me siento incapaz de preguntar una dirección y nunca protesto por nada en un restaurante o una tienda. Un abismo de terror se abre bajo mis pies cada vez que piso un bar de copas, sobre todo si es uno de ambiente, y muchas veces me pregunto si mi decisión de vivir en pareja no tendrá demasiado que ver con poder ahorrarme todo el penoso proceso del ligue, que siempre ha estado un par de peldaños más arriba que la visita al dentista en mi escalafón de miedos personales.
Pero de lo que más miedo tengo es del propio miedo: de despertarme por la noche presa del pánico y no poder dormir. De sentir el corazón latiendo descontroladamente y las venas de mi cabeza hinchándose hasta estar a punto de explotar. Y, sobre todo, de que llegue un punto en el que el miedo me controle por completo y no me permita vivir mi vida. Eso es algo que me aterra y me solivianta a partes iguales.
Y es precisamente esa rebeldía lo que me ha ido salvando, por el momento. Hasta ahora, mejor o peor, he logrado convivir con mis miedos. Salgo de casa, viajo, me ocupo de mi salud, tomo decisiones, trabajo, enseño y voy a los congresos, donde doy mis charlas cuando es necesario; he hecho amigos, me fuerzo a llevar la voz cantante en algunas conversaciones, me las he ido apañando para echarme novios y/o follar cuando buenamente he podido, y en general me he sujetado el nudo del estómago y he ido tirando para adelante, por mis medios o con la ayuda de los demás, hasta llegar adonde estoy, a pesar de todo. Esto, según dice Marina, me convierte en valiente. Pero en mi supuesta valentía no hay ningún tipo de apuesta ética como él propone, sino más bien un orgullo cabezón que he heredado de mis antepasados castellanos.
Sin embargo mis miedos crecen con el tiempo, mientras que mi mala hostia va disminuyendo. Cada día soy más cobarde. De un tiempo a esta parte he perdido mi último reducto, la tranquilidad de mis horas de sueño, y cada vez más a menudo me despiertan pesadillas o me mantienen en vilo terrores sin nombre. Dice mi señora suegra que uno sabe que se hace viejo cuando empieza a tener miedo de todo. Si esto es verdad, la edad se me está echando encima como una locomotora desbocada.
Sé lo que tengo que hacer. En eso estamos de acuerdo Marina, mi terapeuta y yo: debo encararlo. El miedo no se va a ir: forma parte de mí. Intentar evitarlo no me va a llevar a niguna parte, como tampoco va a hacerlo quedarme quieto pensando en él. Lo único que puedo hacer es dar pasos adelante: forzarme a depender menos de los medicamentos, obligándome a ser más social, más seductor, comprometiéndome a tomar decisiones que puedan arrastrar a otros, atreviéndome a enfrentarme a los demás cuando sea necesario. Pero hacerlo se lleva cada día buena parte de mi fuerza de voluntad, dejando bien poquita cosa para todo lo demás. Y cada vez menos, por lo que parece. Casi sin darme cuenta, ya he empezado a hacer concesiones a mi miedo. Y una vez que se empieza...
No sé dónde acabará esto, la verdad.
Supongo que siempre nos quedará la Letanía Contra el Miedo que entonaban las Bene Gesserit de los libros de Frank Herbert:
No conocerás el miedo.
El miedo mata la mente.
El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total.
Afrontaré mi miedo.
Permitiré que pase sobre mí y a través de mí.
Y cuando haya pasado giraré mi ojo interior para escrutar su camino.
Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada.
Sólo estaré yo.
Ojalá funcionara. Sería bonito. Pero no: giro mi ojo interior y allá sigue estando el miedo, esperando para hacerme su esclavo. Tal vez lo consiga mañana. Pero no hoy.
14 comentarios:
Joder.
Voy a caer en el tópico, lo sé, y lo siento, pero la entrada que nos has regalado hoy es de pura valentía, porque, el que engloba a todos esos que has enumerado es el miedo a reconocerlo, a decirlo en voz alta, a contarle a alguien: "mire, es que me da miedo preguntar por dónde se va a tal sitio y por eso llevo perdido dando vueltas 2 horas" (por ejemplo).
Hay veces que uno se queda muy tranquilo y muy a gusto cuando al reto: "A que no te atreves" lanzado por el intrépido de turno, sueltas un NO rotundo y te quedas tan pancho
el miedo es inherente al ser humano y no tiene por qué ser malo. tenerle miedo a ciertas cosas nos convierte en personas sanas, sociales y amorosas, porque no todo nos resbala ni la temeridad puede ser la única vía de salida. Miedo, lo justo, dominándolo como a un toro mecánico, aunque nos haga caer de vez en cuando.
Todos tenemos miedos, aunque no lo parezca. Tenemos que convivir con ello.
Bueno, lo tuyo sí que parece una verdadera anatomía del miedo, aunque estoy convencido que todos somos más miedosos de lo que nos gustaría reconocer. Y le doy la razón a tu suegra (jo, qué deprimente suena eso), con la edad nos hacemos más cobardes, o menos aventureros.
El post es digno de psicoanálisis! Y de entrada te digo que no te hace ningún bien leer libros de filosofia como ese sobre el miedo.
Y me ha chocado y encantado la referència a la Bene Gesserit porque desde que leí la saga de Dune, cada vez que tengo miedo por alguna cosa, pienso en esa cita que pones "el miedo mata la mente" y si la mata, no podemos pensar con claridad y saber que el miedo no existe, lo creamos nosotros mismos.
¿Quién dijo miedo?, le dijo el ratón al gato.
Ñam, grounf, ñam... le dijo el gato al ratón
Voy a ser tu peor pesadilla (John Rambo o alguno de esos)
Sé dónde vives... No sabrás cuándo, ni cómo... pero un día te darás la vuelta y ahí estaré yo... Y entre medias, mi cuchillo jamonero (Un psicópata cualquiera)
He vuelto
Yo comparto muchos de sus miedos, pero utilizo la política de los hechos consumados... una vez que te has lanzado, ya no te puedes volver atrás y no te queda más que afrontarlo, aunque a veces se pase mal... no siempre me va o sale bien, pero bueno...
Yo no hubiese atrevido igual a desgranar mis miedos de esa forma...
Siendo un verdadero cagao de pekeño, de mayor conseguí vencerlo y de alguna manera me he vuelto un converso; ahora hago cosas ke es un poco pasarse de valiente, y con las pelis de terror ya ni cuento. Antes no era capaz de durar ni cinco minutos y ahora me las trago todas.
De hecho, seguramente por eso salí del armario bien pronto; por no kerer sentir miedo, porke es taaan esclavizante..
Buena indagación, muy psicoanalítica de los miedos, me veo reflejado en algunos, aunque yo pensaba que era el más hipocondríaco y mira por dónde, tengo un compi:-)
Tienes una ventaja fundamental, que es que conoces tus miedos y sabes enumerarlos, hay gente que no (la mayoría). Además, estoy seguro de que muchas veces los vences.
Besotes.
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¡Gracias por adelantado! Esperamos noticias suyas pronto.
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