Callos a la veraniega

Últimamente estoy de un taoísta que no se me puede aguantar. A todo le veo su ying y su yang, lo cual es estupendo cuando quiero impresionar a alguien con mi profundo misticismo, pero es un engorro cuando tengo que decidirme entre el potaje de garbanzos y las sopas de ajo en el restaurante y no logro llegar a ninguna solución porque todas tienen sus pros y sus contras. Los camareros me están cogiendo una manía...



Pongamos un caso de rabiosa actualidad en la prensa nacional e internacional: mis pies(es).

Tengo pie cavo. En el lado positivo del asunto, eso me sirvió para librarme de hacer la mili (eso, a su vez, tiene un lado negativo, que me perdí las duchas del cuartel, pero aun con esas estoy seguro de que salí ganando). En el lado negativo, siempre tengo que llevar calzado ancho, los pies me duelen una barbaridad siempre que me toca estar de pie sin moverme más de cinco minutos (lo cual, bien mirado, me da venia para ponerme extremadamente borde en la cola de la pescadería) y soy muy propenso a tener callos y durezas en los metatarsos.

Precisamente llevo unos días con un callo en el pie izquierdo que más que un callo parece una chapa de blindaje antimisiles. Duele lo suyo y hace que mi forma favorita de comunicación, especialmente por las mañanas, sea a base de gruñidos y rebuznos. A cambio, debo ser la única persona en el mundo capaz de bailar claqué sin zapatos. Igual debería buscarme una carrera artística...

En resumidas cuentas, mi boticaria habitual me ha dado una crema para que me de friegas un par de veces al día y un trozo de piedra pómez para ir lijando protrusiones varias. Y aquí es donde entra una vez más el principio del ying y el yang: la crema me deja el pie suavito, suavito, pero tiene un inconveniente, y es que huele a crema bronceadora. Y frotándome y refrotándome me están entrando unas nostalgias del calor y del verano que me traen en un sinvivir.

¡Mucho queda!