El Putifino

Fue como en las películas. Conocimos al Putifino en pleno vuelo a Moscú. Fue el osezno, que tiene mucha mejor vista que yo, quien lo vió primero; las pupilas se le pusieron del tamaño de atolones de la Polinesia francesa y, agarrándome del brazo, me dijo "no te lo pierdas". Seguí con la vista las indicaciones del osezno y al instante me quedé yo también capturado por la impactante imagen del Putifino frente a nosotros.

El osezno y yo nos entendemos bien. Ya son muchos años. En seguida reconocí en sus ojos esa expresión pícara, juguetona, traviesa: se veía a la legua que quería probar las delicias del Putifino. Y yo también, la verdad. Parecía mentira, pero a nuestra avanzada edad ninguno de los dos habíamos probado con un Putifino. Le dije:

— No te cortes, osezno. Que sé que lo estás deseando...

— Ya, pero es que pagar por esto, no sé...

— Bah, al final no será tan caro... Y si te gusta, igual yo también lo pruebo.

Así que todo quedó aclarado y el osezno hizo la transacción. Discretamente, entró a uno de los baños con el Putifino, hizo allí lo que se suele hacer en estos casos, y pasado un rato volvió a mi lado con cara de satisfacción.

— ¿Qué tal ha estado?

— Oh, muy bien, pero tampoco para tirar cohetes. Ha sido más la curiosidad de usar un Putifino que el hecho en sí.

— Bueno, sí, pero ahora me toca a mí.

Y lo probé y, efectivamente, era más la risa del asunto que el efecto físico real.

Ah, igual queréis ver una foto del Putifino. Pues nada, haced clic aquí y tan contentos.