Mi director de tesis no aparenta la edad que tiene. No me refiero a su aspecto, sino a su mentalidad. De alguna manera se las ha arreglado para mantener una vitalidad, una joie de vivre, unas ganas de aprender, una apertura de miras y una flexibilidad de pensamiento que ya quisieran para sí muchas personas con un tercio de su edad. Sin embargo, hay una notable excepción para esta flexibilidad: cuando se encuentra con algún compañero de profesión que sostiene lo que él llama actitudes anticientíficas, primero se queda como estupefacto y luego se comporta como si alguien hubiera cometido alta traición. No le cabe en la cabeza que pueda existir un bioquímico que crea en la inmaculada concepción, un matemático seguidor de la astrología, un médico que se trague las trolas homeopáticas o un cosmólogo que defienda el principio antrópico. Él tiene la convicción de que un científico, si es buen científico, debería estar por encima de todo tipo de supercherías. No hace falta decir que esta creencia es en la práctica motivo de continuas decepciones y frustraciones para mi director de tesis.
Y es que, por desgracia, mi jefe está equivocado. Trabajar en ciencia puede ayudar a desarrollar el pensamiento crítico y puede contribuir a librarnos de algunos de los mitos que nos atenazan, pero no nos inmuniza contra nuestra propia irracionalidad. Nada puede hacerlo. Mi director de tesis, pese a toda su edad y su experiencia, continúa viviendo en el mito de la Ilustración según el cual la Verdad y la Razón son fuerzas inexorables, incontestables, contra las cuales no hay resistencia posible. Según el mito ilustrado, si a un ciudadano le ofrecen pruebas fehacientes de que el político local al que ha estado votando es un corrupto y un ladrón, el peso de la evidencia hará que el ciudadano cambie su opinión acerca del político y que modifique su voto en las siguientes elecciones.
Todos sabemos que esto no suele ocurrir.
De hecho, se sabe positivamente que el cerebro humano no funciona al modo ilustrado. Desde hace ya varias décadas los psicólogos y los investigadores en teoría cognitiva están estudiando seriamente lo que llaman el sesgo de confirmación (confirmation bias en inglés): la forma que tenemos de filtrar inconscientemente la información que nos llega de tal forma que confirme las ideas preconcebidas que ya tenemos. No es verdad que nuestras mentes sean mecanismos lineales que ante unos inputs dados produzcan siempre los mismos outputs. Por contra, cada input es pesado dentro de las capas ocultas de nuestras redes neuronales por todo el conjunto de experiencias pasadas, valores personales, respuestas emocionales (lo que los expertos en ciencia cognitiva llaman framing o marco conceptual) y, si me apuran, puro azar cuántico, de tal forma que a la salida puede ser mucho más determinante el cacao mental que tenemos en la cabeza que el hecho objetivo que inició el proceso.
En su versión más moderada, el sesgo de confirmación nos hace quedarnos o desechar fragmentos de información según confirmen o no lo que ya sabíamos o suponíamos. En su versión más extrema, puede llevar a que nuestras creencias permanezcan intactas (o incluso se vean reforzadas) aun cuando la evidencia de estas creencias sea probada como falsa. El sesgo de confirmación es lo que hace que tendamos a sentirnos cómodos leyendo los periódicos cuyas tendencias políticas coinciden con las nuestras y que tendamos a despreciar, ignorar o incluso rechazar frontalmente las noticias de los periódicos "del otro bando". Relacionado con el sesgo de confirmación está el fenómeno de la disonancia cognitiva: mantener a la vez dos sistemas de creencias mutuamente contradictorios (geólogos creacionistas, feministas que visten a sus hijas de rosa con lacitos, católicos que se divorcian). Ambos fenómenos, por muy lamentables que sean, son universales y parecen formar parte intrínseca del cableado de nuestro hardware cerebral.
Por fea que resulte, esta chapuza neurológica tiene cierto sentido. Al fin y al cabo, tenemos que ser capaces de tomar decisiones a partir de una información que es necesariamente incompleta, en un mundo complejo y regido por probabilidades desconocidas. En un momento dado el cerebro tiene que ser capaz de parar la computación y decidir si una cuestión concreta (qué zapatos ponernos, es cierto o no esto que está diciendo el periódico, el Papa tiene razón cuando condena el uso del preservativo...) "está bien" o "está mal" aun cuando le falten datos para poder hacerlo sin error. Si no fuera así, no seríamos capaces ni de salir a la calle cada mañana. En contra del mito ilustrado, esta toma de decisiones interna es mayormente inconsciente y por tanto está fuera de nuestro control directo. Solo muy raramente elegimos creer lo que creemos: no somos dueños de nuestras creencias, sino esclavos de ellas.
Inevitablemente, esto conlleva el riesgo no solo de equivocarnos, sino de perseverar en el error. Contra viento y marea, si es necesario.
Peor aún, confirma algo que en la práctica ya todos sabemos: resulta casi imposible convencer a alguien que opina radicalmente distinto a uno mismo. Todos hemos vivido situaciones en las que después de horas de intenso debate con alguien el único punto en el que las dos partes están de acuerdo es que están totalmente en desacuerdo sobre el tema de debate. Lo queramos o no, existen personas cuyas actitudes son diametralmente opuestos a los nuestros y de nada va a servir arrojarles montañas de datos y pruebas y argumentos para hacerles cambiar de opinión. El sesgo de confirmación hará que todas esas armas dialécticas simplemente reboten contra una pared invisible, sin llegar nunca a dar en el blanco.
Si sirve de (pobre) consuelo, a ellos les pasa lo mismo contigo.
Es relativamente fácil ponerse de acuerdo sobre asuntos sencillos y que se pueden "palpar con la punta de los dedos" (cosas tales como que París es la capital de Francia o cual es la carga del electrón), algo menos fácil hacerlo sobre cosas algo más complejas (como cual es la mejor forma de planchar una camisa), bastante difícil hacerlo sobre cuestiones a la vez complicadas y cargadas emocionalmente (quién ha sido el mejor jugador de la liga de fútbol) e imposible hacerlo sobre disquisiciones complicadísimas, cargadas emocionalmente e inverificables (como la Inmaculada Concepción). No estoy descubriendo América con esto. Existe un problema fundamental en la comunicación entre los seres humanos y este problema no está tanto en las deficiencias del medio de comunicación como las del propio receptor.
Por eso mismo, voy a ir aún más allá: es también prácticamente imposible comprender en profundidad a alguien que opina radicalmente distinto a uno mismo. Por poner un ejemplo, mi némesis personal, si algún día tuviera el disgusto de conocerla en persona, sería Christine O'Donnell. La candidata del Tea Party al senado por el estado de Delaware es una fundamentalista cristiana que cree en la brujería y que afirma públicamente que la enseñanza del evolucionismo debería ser retirada de las escuelas, que la única receta para salir de la crisis es bajar los impuestos de las rentas más altas, que hay que llegar virgen al matrimonio , que la esposa debe estar sometida al marido y que el SIDA es un justo castigo divino por los actos homosexuales. Y es muy probable que todo esto se lo crea realmente y que piense que está haciendo un favor a la Humanidad al defender estas ideas en la política. En mis días malos, considero que Christine O'Donnel es una loca peligrosa y lo más parecido en este mundo a una auténtica Hija de Satanás. Seguramente ella opinaría de mí -un ateo, rojo, homosexual, promiscuo, hedonista, darwinista, progresista- exactamente lo mismo. En los días buenos, simplemente acepto que tenemos formas tan radicalmente distintas de ver el mundo que es como si formáramos parte de especies diferentes... lo cual no quita que si algún día nos encontráramos juntos en la misma habitación probablemente acabáramos intentando estrangularnos el uno al otro.
La cuestión es que si alguna vez Christine O'Donnell y yo nos sentáramos frente a frente para debatir, ni todos mis argumentos, ni mis convicciones éticas, ni mis razonamientos serían suficientes para hacer que ella cambiara un ápice su postura. Y ni todos sus argumentos, ni su fe en el Antiguo Testamento, ni sus conjuros bastarían para hacer que yo cambiara la mía. La estructura de nuestros cerebros garantiza que estemos condenados a no entendernos ni convencernos mutuamente.
Al menos, no inmediatamente. La experiencia también nos enseña que las ideas pueden cambiar y los argumentos pueden convencer, pero normalmente en asuntos que no nos tocan profundamente la fibra emocional. Además, las conversiones ocurren rara vez de la noche a la mañana, y nunca bajo la presión de un ataque. Volveré sobre esto al final de la entrada.
Darse cuenta de la virtual inevitabilidad del sesgo de confirmación y de la disonancia cognitiva, así como de sus funestas consecuencias en nuestras vidas y sociedades, es una de las cosas más deprimentes que le pueden ocurrir a un pensador que busque algo sólido a lo que agarrarse. Sobre todo cuando el pensador se da cuenta de que él mismo es víctima frecuente de ambas disfunciones de su raciocinio.
En este clima de pesimismo intelectual que provoca el darse cuenta de que el ser humano no está a la altura del sueño ilustrado surgen dos tipos de reacciones francamente lamentables:
Por un lado está el relativismo, postura que ha estado muy de moda durante las últimas décadas y que ha contaminado con su perniciosa influencia amplios sectores académicos en los campos de la filosofía (especialmente ese batiburrillo llamado postmodernismo), la sociología y la antropología, entre otros. El postmoderno confunde efectos con causas y, dado que la evidencia no garantiza la objetividad, concluye que no existe tal evidencia. La veracidad de una proposición no puede demostrarse independientemente del sujeto y por lo tanto cada sujeto tiene "su" verdad. De ahí a la solemne memez de afirmar que todas las "verdades" son igualmente válidas hay solo un pequeño paso, que el postmoderno da con suma alegría. Todo vale. O la tentación igualmente insidiosa de subjetivizarlo absolutamente todo. Con facilidad se cae en extremos ridículos del uno o el otro tipo, como afirmar que los mitos mesopotámicos dan una explicación del origen del Universo igual de válida que la Cosmología moderna o que E = mc2 es una ecuación sexuada y machista.
Hay que combatir el relativismo con todas las fuerzas. No todo vale. No todas las "verdades" están al mismo nivel. Una forma de conocimiento que admita que sus fundamentos estén sometidos a crítica y revisión es mejor que una basada en dogmas impermeables a la experiencia. Una moral que se preocupe primero por descubrir qué hace felices al mayor número posible de personas y que luego busque la forma de alcanzar esa felicidad es mejor que una que decida a priori qué está bien y qué está mal y que a partir de ahí ordene normas de comportamiento. Una ética basada en valores es mejor que una ética basada en normas. Y una cultura es mejor que otra si, entre otras cosas, practica mejores ética, moral y formas de conocimiento que aquella.
Si bien la objetividad pura que predicaba la Ilustración es un estado utópico, es todavía posible razonar. Nunca nos libraremos de nuestros espejismos y autoengaños, pero podemos con esfuerzo llegar a reconocer muchos de ellos. El pensamiento crítico no es el estado natural de nuestro cerebro, pero puede aprenderse y ejercitarse. Y esto establece una distinción que invalida el postulado relativista de que todas las ideas son igualmente buenas.
Otro pozo en el que solemos caer es el del derrotismo. Si al final no vamos a convencer a las O'Donnells del mundo, para qué perder tiempo y energías en ello. Tiremos la toalla. Esta actitud encaja muy bien con un tipo de individualismo liberal con el que muchos de nosotros nos encontramos cómodos y que combina a la perfección la máxima de "ándeme yo caliente..." con la de "vive y deja vivir": mientras no nos toquen nuestro estilo de vida, no andamos molestando a los demás.
Reconozco que simpatizo con el individualismo liberal; yo mismo suelo practicarlo y considero que el mundo sería un lugar bastante mejor si todos viviéramos de una forma responsable según esa regla. Pero el problema es que no todos vivimos así.
Quien se piensa inmune al sesgo de confirmación y la disonancia cognitiva (normalmente porque ni siquiera ha oído hablar de estos conceptos) no se ve lastrado por el debilitante poder de la duda. Sus opiniones son verdades absolutas y reveladas: muchos piensan que extendiéndolas están haciendo un servicio a sus semejantes menos iluminados. Presumiblemente, cuando Christine O'Donnell sube al estrado y dice las burradas que dice, lo hace con el convencimiento de estar en el camino recto. Al fin y al cabo, el propio Dios le ha dicho personalmente (no sabemos si a través de una visión de una zarza en llamas) que tiene un plan maestro para erradicar a los maricones mediante guerra epidemiológica.
Y ese es el problema: puede que por cada ayatolá, iluminado, aspirante chalada al senado, demagogo, charlatán, quemador de libros o incitador al odio que se dedica en cuerpo y alma a extender sus detestables posturas haya cien mil personas razonables que no están de acuerdo con ellos, pero de poco sirve si éstas se quedan calladas. Al final a los únicos que se oye es a los fanáticos.
Al menos el sesgo de confirmación funciona en las dos direcciones: es tan improbable que la O'Donnell me convenza de sus abyectos principios como que yo la convezca a ella de los míos, así en lo que a mí respecta da igual cuánto parlotee. Volvemos al individualismo. No obstante, yo no soy el único otro ser humano sobre la faz de la Tierra. Sobre cualquier cuestión imaginable siempre hay una mayoría de personas que no tienen una opinión fuertemente definida: esa mayoría sí que es susceptible de ser convencida, con tiempo y esfuerzo, en una u otra dirección.
Aquí es donde falla el individualismo liberal. Mientras que gran parte de los 'nuevos ilustrados' permanecen en la soledad de sus torres de marfil, presas del desánimo o del desinterés, toda un ejército de talibanes de todo signo están ocupando los medios de comunicación, organizando campañas, consiguiendo votos y alcanzando posiciones de poder: hay una guerra no declarada en la que sólo uno de los bandos está combatiendo y ganando batallas. Cuando se aprueba una ley que restringe la investigación con células madre, cuando llega al poder de una potencia nuclear un presidente que cree que tiene línea directa con Dios y que el Apocalipsis bíblico está a punto de llegar, cuando nombran ministra de Sanidad a una persona que lleva orgullosamente una pulsera PowerBalance o cuando se recortan derechos civiles en nombre de una "seguridad" que nadie se molesta en definir, movemos tristemente la cabeza de un lado a otro y murmuramos que qué mal va el mundo. ¿Acaso hemos hecho algo para impedirlo?
Hace falta que salgamos de nuestro estupor y reclamemos el espacio público de debate al que en nuestra comodidad y nuestro desencanto hemos renunciado, aun sabiendo como sabemos que tenemos escasas probabilidades de cambiar las cosas. Más importante aún, reconociendo que somos igual de susceptibles que cualquier otro a estar totalmente equivocados. Combinar humildad y decisión es un juego difícil, pero de alguna forma tenemos que hacerlo. La alternativa es demasiado preocupante.
Aunque sé de sobras que jamás te convenceré de todo esto.
Y es que, por desgracia, mi jefe está equivocado. Trabajar en ciencia puede ayudar a desarrollar el pensamiento crítico y puede contribuir a librarnos de algunos de los mitos que nos atenazan, pero no nos inmuniza contra nuestra propia irracionalidad. Nada puede hacerlo. Mi director de tesis, pese a toda su edad y su experiencia, continúa viviendo en el mito de la Ilustración según el cual la Verdad y la Razón son fuerzas inexorables, incontestables, contra las cuales no hay resistencia posible. Según el mito ilustrado, si a un ciudadano le ofrecen pruebas fehacientes de que el político local al que ha estado votando es un corrupto y un ladrón, el peso de la evidencia hará que el ciudadano cambie su opinión acerca del político y que modifique su voto en las siguientes elecciones.
Todos sabemos que esto no suele ocurrir.
De hecho, se sabe positivamente que el cerebro humano no funciona al modo ilustrado. Desde hace ya varias décadas los psicólogos y los investigadores en teoría cognitiva están estudiando seriamente lo que llaman el sesgo de confirmación (confirmation bias en inglés): la forma que tenemos de filtrar inconscientemente la información que nos llega de tal forma que confirme las ideas preconcebidas que ya tenemos. No es verdad que nuestras mentes sean mecanismos lineales que ante unos inputs dados produzcan siempre los mismos outputs. Por contra, cada input es pesado dentro de las capas ocultas de nuestras redes neuronales por todo el conjunto de experiencias pasadas, valores personales, respuestas emocionales (lo que los expertos en ciencia cognitiva llaman framing o marco conceptual) y, si me apuran, puro azar cuántico, de tal forma que a la salida puede ser mucho más determinante el cacao mental que tenemos en la cabeza que el hecho objetivo que inició el proceso.
En su versión más moderada, el sesgo de confirmación nos hace quedarnos o desechar fragmentos de información según confirmen o no lo que ya sabíamos o suponíamos. En su versión más extrema, puede llevar a que nuestras creencias permanezcan intactas (o incluso se vean reforzadas) aun cuando la evidencia de estas creencias sea probada como falsa. El sesgo de confirmación es lo que hace que tendamos a sentirnos cómodos leyendo los periódicos cuyas tendencias políticas coinciden con las nuestras y que tendamos a despreciar, ignorar o incluso rechazar frontalmente las noticias de los periódicos "del otro bando". Relacionado con el sesgo de confirmación está el fenómeno de la disonancia cognitiva: mantener a la vez dos sistemas de creencias mutuamente contradictorios (geólogos creacionistas, feministas que visten a sus hijas de rosa con lacitos, católicos que se divorcian). Ambos fenómenos, por muy lamentables que sean, son universales y parecen formar parte intrínseca del cableado de nuestro hardware cerebral.
Izquierda: el método científico. "Estos son los hechos. ¿Qué conclusiones podemos extraer de ellos?"
Derecha: el método creacionista. "Estas son las conclusiones. ¿Qué hechos podemos encontrar que cuadren con ellas?"
Por fea que resulte, esta chapuza neurológica tiene cierto sentido. Al fin y al cabo, tenemos que ser capaces de tomar decisiones a partir de una información que es necesariamente incompleta, en un mundo complejo y regido por probabilidades desconocidas. En un momento dado el cerebro tiene que ser capaz de parar la computación y decidir si una cuestión concreta (qué zapatos ponernos, es cierto o no esto que está diciendo el periódico, el Papa tiene razón cuando condena el uso del preservativo...) "está bien" o "está mal" aun cuando le falten datos para poder hacerlo sin error. Si no fuera así, no seríamos capaces ni de salir a la calle cada mañana. En contra del mito ilustrado, esta toma de decisiones interna es mayormente inconsciente y por tanto está fuera de nuestro control directo. Solo muy raramente elegimos creer lo que creemos: no somos dueños de nuestras creencias, sino esclavos de ellas.
Inevitablemente, esto conlleva el riesgo no solo de equivocarnos, sino de perseverar en el error. Contra viento y marea, si es necesario.
Peor aún, confirma algo que en la práctica ya todos sabemos: resulta casi imposible convencer a alguien que opina radicalmente distinto a uno mismo. Todos hemos vivido situaciones en las que después de horas de intenso debate con alguien el único punto en el que las dos partes están de acuerdo es que están totalmente en desacuerdo sobre el tema de debate. Lo queramos o no, existen personas cuyas actitudes son diametralmente opuestos a los nuestros y de nada va a servir arrojarles montañas de datos y pruebas y argumentos para hacerles cambiar de opinión. El sesgo de confirmación hará que todas esas armas dialécticas simplemente reboten contra una pared invisible, sin llegar nunca a dar en el blanco.
Si sirve de (pobre) consuelo, a ellos les pasa lo mismo contigo.
Ojo: ¡que alguien no esté de acuerdo contigo no significa que sea tonto o mala persona!
Es relativamente fácil ponerse de acuerdo sobre asuntos sencillos y que se pueden "palpar con la punta de los dedos" (cosas tales como que París es la capital de Francia o cual es la carga del electrón), algo menos fácil hacerlo sobre cosas algo más complejas (como cual es la mejor forma de planchar una camisa), bastante difícil hacerlo sobre cuestiones a la vez complicadas y cargadas emocionalmente (quién ha sido el mejor jugador de la liga de fútbol) e imposible hacerlo sobre disquisiciones complicadísimas, cargadas emocionalmente e inverificables (como la Inmaculada Concepción). No estoy descubriendo América con esto. Existe un problema fundamental en la comunicación entre los seres humanos y este problema no está tanto en las deficiencias del medio de comunicación como las del propio receptor.
Por eso mismo, voy a ir aún más allá: es también prácticamente imposible comprender en profundidad a alguien que opina radicalmente distinto a uno mismo. Por poner un ejemplo, mi némesis personal, si algún día tuviera el disgusto de conocerla en persona, sería Christine O'Donnell. La candidata del Tea Party al senado por el estado de Delaware es una fundamentalista cristiana que cree en la brujería y que afirma públicamente que la enseñanza del evolucionismo debería ser retirada de las escuelas, que la única receta para salir de la crisis es bajar los impuestos de las rentas más altas, que hay que llegar virgen al matrimonio , que la esposa debe estar sometida al marido y que el SIDA es un justo castigo divino por los actos homosexuales. Y es muy probable que todo esto se lo crea realmente y que piense que está haciendo un favor a la Humanidad al defender estas ideas en la política. En mis días malos, considero que Christine O'Donnel es una loca peligrosa y lo más parecido en este mundo a una auténtica Hija de Satanás. Seguramente ella opinaría de mí -un ateo, rojo, homosexual, promiscuo, hedonista, darwinista, progresista- exactamente lo mismo. En los días buenos, simplemente acepto que tenemos formas tan radicalmente distintas de ver el mundo que es como si formáramos parte de especies diferentes... lo cual no quita que si algún día nos encontráramos juntos en la misma habitación probablemente acabáramos intentando estrangularnos el uno al otro.
La cuestión es que si alguna vez Christine O'Donnell y yo nos sentáramos frente a frente para debatir, ni todos mis argumentos, ni mis convicciones éticas, ni mis razonamientos serían suficientes para hacer que ella cambiara un ápice su postura. Y ni todos sus argumentos, ni su fe en el Antiguo Testamento, ni sus conjuros bastarían para hacer que yo cambiara la mía. La estructura de nuestros cerebros garantiza que estemos condenados a no entendernos ni convencernos mutuamente.
Al menos, no inmediatamente. La experiencia también nos enseña que las ideas pueden cambiar y los argumentos pueden convencer, pero normalmente en asuntos que no nos tocan profundamente la fibra emocional. Además, las conversiones ocurren rara vez de la noche a la mañana, y nunca bajo la presión de un ataque. Volveré sobre esto al final de la entrada.
Darse cuenta de la virtual inevitabilidad del sesgo de confirmación y de la disonancia cognitiva, así como de sus funestas consecuencias en nuestras vidas y sociedades, es una de las cosas más deprimentes que le pueden ocurrir a un pensador que busque algo sólido a lo que agarrarse. Sobre todo cuando el pensador se da cuenta de que él mismo es víctima frecuente de ambas disfunciones de su raciocinio.
En este clima de pesimismo intelectual que provoca el darse cuenta de que el ser humano no está a la altura del sueño ilustrado surgen dos tipos de reacciones francamente lamentables:
Por un lado está el relativismo, postura que ha estado muy de moda durante las últimas décadas y que ha contaminado con su perniciosa influencia amplios sectores académicos en los campos de la filosofía (especialmente ese batiburrillo llamado postmodernismo), la sociología y la antropología, entre otros. El postmoderno confunde efectos con causas y, dado que la evidencia no garantiza la objetividad, concluye que no existe tal evidencia. La veracidad de una proposición no puede demostrarse independientemente del sujeto y por lo tanto cada sujeto tiene "su" verdad. De ahí a la solemne memez de afirmar que todas las "verdades" son igualmente válidas hay solo un pequeño paso, que el postmoderno da con suma alegría. Todo vale. O la tentación igualmente insidiosa de subjetivizarlo absolutamente todo. Con facilidad se cae en extremos ridículos del uno o el otro tipo, como afirmar que los mitos mesopotámicos dan una explicación del origen del Universo igual de válida que la Cosmología moderna o que E = mc2 es una ecuación sexuada y machista.
Hay que combatir el relativismo con todas las fuerzas. No todo vale. No todas las "verdades" están al mismo nivel. Una forma de conocimiento que admita que sus fundamentos estén sometidos a crítica y revisión es mejor que una basada en dogmas impermeables a la experiencia. Una moral que se preocupe primero por descubrir qué hace felices al mayor número posible de personas y que luego busque la forma de alcanzar esa felicidad es mejor que una que decida a priori qué está bien y qué está mal y que a partir de ahí ordene normas de comportamiento. Una ética basada en valores es mejor que una ética basada en normas. Y una cultura es mejor que otra si, entre otras cosas, practica mejores ética, moral y formas de conocimiento que aquella.
Si bien la objetividad pura que predicaba la Ilustración es un estado utópico, es todavía posible razonar. Nunca nos libraremos de nuestros espejismos y autoengaños, pero podemos con esfuerzo llegar a reconocer muchos de ellos. El pensamiento crítico no es el estado natural de nuestro cerebro, pero puede aprenderse y ejercitarse. Y esto establece una distinción que invalida el postulado relativista de que todas las ideas son igualmente buenas.
Otro pozo en el que solemos caer es el del derrotismo. Si al final no vamos a convencer a las O'Donnells del mundo, para qué perder tiempo y energías en ello. Tiremos la toalla. Esta actitud encaja muy bien con un tipo de individualismo liberal con el que muchos de nosotros nos encontramos cómodos y que combina a la perfección la máxima de "ándeme yo caliente..." con la de "vive y deja vivir": mientras no nos toquen nuestro estilo de vida, no andamos molestando a los demás.
Reconozco que simpatizo con el individualismo liberal; yo mismo suelo practicarlo y considero que el mundo sería un lugar bastante mejor si todos viviéramos de una forma responsable según esa regla. Pero el problema es que no todos vivimos así.
Quien se piensa inmune al sesgo de confirmación y la disonancia cognitiva (normalmente porque ni siquiera ha oído hablar de estos conceptos) no se ve lastrado por el debilitante poder de la duda. Sus opiniones son verdades absolutas y reveladas: muchos piensan que extendiéndolas están haciendo un servicio a sus semejantes menos iluminados. Presumiblemente, cuando Christine O'Donnell sube al estrado y dice las burradas que dice, lo hace con el convencimiento de estar en el camino recto. Al fin y al cabo, el propio Dios le ha dicho personalmente (no sabemos si a través de una visión de una zarza en llamas) que tiene un plan maestro para erradicar a los maricones mediante guerra epidemiológica.
Y ese es el problema: puede que por cada ayatolá, iluminado, aspirante chalada al senado, demagogo, charlatán, quemador de libros o incitador al odio que se dedica en cuerpo y alma a extender sus detestables posturas haya cien mil personas razonables que no están de acuerdo con ellos, pero de poco sirve si éstas se quedan calladas. Al final a los únicos que se oye es a los fanáticos.
Al menos el sesgo de confirmación funciona en las dos direcciones: es tan improbable que la O'Donnell me convenza de sus abyectos principios como que yo la convezca a ella de los míos, así en lo que a mí respecta da igual cuánto parlotee. Volvemos al individualismo. No obstante, yo no soy el único otro ser humano sobre la faz de la Tierra. Sobre cualquier cuestión imaginable siempre hay una mayoría de personas que no tienen una opinión fuertemente definida: esa mayoría sí que es susceptible de ser convencida, con tiempo y esfuerzo, en una u otra dirección.
Aquí es donde falla el individualismo liberal. Mientras que gran parte de los 'nuevos ilustrados' permanecen en la soledad de sus torres de marfil, presas del desánimo o del desinterés, toda un ejército de talibanes de todo signo están ocupando los medios de comunicación, organizando campañas, consiguiendo votos y alcanzando posiciones de poder: hay una guerra no declarada en la que sólo uno de los bandos está combatiendo y ganando batallas. Cuando se aprueba una ley que restringe la investigación con células madre, cuando llega al poder de una potencia nuclear un presidente que cree que tiene línea directa con Dios y que el Apocalipsis bíblico está a punto de llegar, cuando nombran ministra de Sanidad a una persona que lleva orgullosamente una pulsera PowerBalance o cuando se recortan derechos civiles en nombre de una "seguridad" que nadie se molesta en definir, movemos tristemente la cabeza de un lado a otro y murmuramos que qué mal va el mundo. ¿Acaso hemos hecho algo para impedirlo?
Hace falta que salgamos de nuestro estupor y reclamemos el espacio público de debate al que en nuestra comodidad y nuestro desencanto hemos renunciado, aun sabiendo como sabemos que tenemos escasas probabilidades de cambiar las cosas. Más importante aún, reconociendo que somos igual de susceptibles que cualquier otro a estar totalmente equivocados. Combinar humildad y decisión es un juego difícil, pero de alguna forma tenemos que hacerlo. La alternativa es demasiado preocupante.
Aunque sé de sobras que jamás te convenceré de todo esto.
13 comentarios:
Un grandísimo artículo, Sufur, y una saludable invitación a no tirar la toalla. Pero ante gente como la O'donell prefiero no malgastar la artillería y dedicarla a casos más maleables.
GRANDÍSIMO POST; estoy por enmarcarlo o algo. Hay tanto ke comentar al respecto...Además, los blogs son el ejemplo perfecto de todo lo ke usted cuenta.
Yo lucho todos los días contra el sesgo de confirmación, intento leer y escuchar otras cosas ke no son las ke me interesaría escuchar( en un principio), pero como acabo enrabietao o tristísimo, me canso pronto. A ver si un día lo consigo, ya le contaré.
Insisto; sientase orgulloso de esta fenomenal entrada.
Excelente.
Se me ocurren muchas cosas pero quiero decir que el post es una furiosa invitación a la militancia.
Adhiero, con matices porque (y esto lo sabes) la realidad es más compleja y mezclada que tu desglose teórico: a veces se dice lo mismo en sustancia pero con otras palabras. Y las cargas simbólicas de algunas palabras oscurecen antes de aclarar, pero no significa que esa persona frente a tí esté demasiado alejada de lo que piensas o sientes.
El ejemplo de la tonta del "Tea Party" estará allí a los efectos de ilustrar lo que dices, pero reconocerás que su postura ideológica es extrema y, por ello, menos frecuente. Más bien, la mayoría es moderada (y tibia, para citar la Biblia en una metáfora estupenda: "Sed fríos o calientes porque a los tibios lo vomitaré de mi boca"; ya se sabe que el agua tibia favorece el vómito).
Aunque no se lo crea, me lo he leído de cabo a rabo y no se me ha hecho largo.
Chapeau por todo lo que dice. Y totalmente de acuerdo en la peligroso que es que un descerebrado llegue al poder y tenga en su mano la llave que abre el desastre en toda su magnitud.
Simplemente genial. Hay para comentar por todos los lados pero sería redundante. Sólo decir que esta gente me da bastante grima y miedo, más que nada por su incapacidad de respetar a los que no opinan como ellos. Lo que contrasta con el respeto que siempre claman para ellos, como la Iglesia.
hoy en día aún hay alguien que puede creer que una mujer queda preñada por ora y gracia del "aire"???
Quedé perplejo ante el desarrollo de tu explicación con fundamento teórico, terminología, opinión, experiencia y qué se yo cuánta cosa más. Me siento pequeño e ignorante, pero me anima a ver que hay mucho por aprender, historia en la que ya sé cometió errores de los que debemos aprender y que debemos instruirnos porque sino no llegamos a ningún lugar (meras deducciones mías, erróneas o no, mías).
Me encantó la entrada. La O'Donnell es como oscurantista, pero además es que si cree en la brujería y así... La gente está cada vez más adocenada...y nadie hace nada.
No creo que lo hagan tampoco.
Ayer leí una noticia rarísima: ponía que trece personas se habían tirado desde una ventana en Francia, "creyendo ver al diablo"...
El diablo era un padre de origen africano, que fue a ver a su bebe a su cuarto, iba desnudo, había gente en el salón, lo vieron, creyeron ver al diablo, y se tiraron por la ventana...
Claro, con una gente así, también cualquier líder es posible...
Un abrazo
Hay una cita que me gusta mucho del Cardenal Wolsey, me he molestado en buscar la cita bien dicha, por que me daba un poco de palo ponerla de memoria en un post tan bien documentado: "Be very, very careful what you put in that head because you will never, ever get it out.".
Real como la vida misma.
Yo creo que uno de los grandes problemas es el abandono del concepto de respetabilidad del conocimiento, sobre todo en occidente. Antes el sabio era respetado, hasta tal punto que la inquisición prefería, en algunos casos, antes que matarlo, que se retractase para evitar que sus discípulos siguiesen sus enseñanzas.
Y con señoras como la Conneli, yo directamente, desisto de convencerla, lo que suelo hacer es dedicarme a poner en relieve que tiene pensamientos incongruentes, sólo por joder... si fuese católica (no lo sé), me dedicaría a recordarle que la Iglesia Católica considera que la brujería no existe y creer en ella es un pecado gordo, gordísimo... así que le espera una eternidad en el infierno, rodeada de maricones. No sé por qué, esta actitud a la gente le jode mucho.
Palabra de verificación: "blessend"... se me acaba la bendición, manda huevos.
Me ha resultado interesantísimo, de tostón como tú decías nada.. no hay nada como un científico -y si es gay y con calvita incipiente mejor, qué caramba-.
Concuerdo con lo que tan bien explicas: la dificultad de comunicación en muchos casos por ideas preconcebidas, la necesidad de combatir el relativismo llevado a su extremo, aunque.. me asusta un poco eso porque desde el bando de la O´Donnell -que viene a ser como el Opus de aquí- también batallan contra el relativismo moral, que serían nuestras actitudes y creencias..
-Lo único que me preocupa un poco es lo de la homeopatía como ejemplo de superchería -es que he empezado a asistir a una consulta..-.
Caramba, Justo, lamento haber empleado ese ejemplo precisamente... hace ya algún tiempo que quedó demostrado científicamente que la homeopatía no tiene ninguna base y solo funciona en cuanto placebo; evidentemente el placebo nada más tiene utilidad si uno se lo cree, así que espero que mi entrada no te haya hecho desperdiciar el dinero que le has regalado a tu curandero :-(
Sí, algo había leído de eso.. pero se me ocurre, si hoy en día está admitido que determinadas dolencias son psicosomáticas, ¿no sería lógico que la cura sea también psicológica?
¡No digo que no! El placebo surte efecto en muchos casos (en determinado tipo de dolencias, claro está). Pero para eso el paciente tiene que creer que está tomando un tratamiento que le va a curar... si ya has empezado a tener dudas sobre la homeopatía, me temo que no va a tener ningún efecto en ti. Sorry...
Publicar un comentario