A mi retorno al Hotel Royal Victoria encuentro que apenas nada ha cambiado. Ahí sigue la vieja fachada de estilo neoclásico mirando al Arno, con sus contraventanas alargadas de madera pintada de verde y sus elegantes balcones rectilíneos reposando sobre la entrada del hotel. Ahí, en la entrada, sigue también el botones del hotel, Gaetano, siempre pendiente de los clientes que entran y salen del venerable edificio, intentando que alguno de ellos, por descuido, deje por una vez algo de propina. Conmigo, desde luego, no lo consigue. Le indico que suba a mi habitación mi escaso equipaje -una pequeña maleta para mis sombreros de hongo, mi neceser, una garrafa de veinte litros de gomina, cuatro baúles de ropa, la Encyclopedia Britannica y El Cossío de los toros para leer antes de dormir, un kit de adiestrador de loros completo, el busto en mármol de mi difunta tía Evelyn, una funda de acordeón, un gramófono que me regaló el sargento Hastings después de que le ayudara a resolver el famoso Caso de los Golondrinos, una reproducción a escala, hecha con mondadientes, de la catedral de Notre-Dame (la de Luxemburgo, no la de París), un surtido de galletitas saladas y una cajetilla de tabaco negro- y me dirijo a recepción.
Los elegantes salones del hall están vacíos. Se nota que es temporada baja. Algo sí que ha cambiado en el Royal Victoria desde la última vez: no conozco a la persona que está tras el mostrador, pero en apenas unos segundos deduzco, merced a mis legendarias dotes detectivescas, que pertenece al género femenino. Una plaquita situada sobre sus mediocres pechos me informa de su nombre: Raffaella. Me quito el sombrero, me inclino levemente y me presento:
- Me llamo Hercule Parrot, señorita, y tengo una reserva en este establecimiento -y acto seguido le entrego mi tarjeta:
- ¡Oh, monsieur Parrot, el famoso detective! -exclama la muchacha, de repente toda sonrisas-. Ya decía yo que sus bigotes me resultaban familiares: vi el espectáculo de periquitos saltimbanquis que dio usted en Bologna hace un par de años. ¡Me encantó! En seguida estará preparada su habitación. Espere un momento, por favor.
La joven desaparece por una puerta y al poco reaparece acompañada de un hombre a quien sí reconozco: se trata del signor Grattavolpi, el gerente del Hotel. El signor Grattavolpi es un elegante caballero de una cierta edad y esmeradísimos modales, ejemplo de discreción y eficiencia, cuya impecable apariencia sólo se ve ligeramente menoscabada por una verruga, del tamaño de un pomelo, que le tapa media cara. Nada más verme, me saluda con educada cortesía. Yo le respondo con distinguido respeto. Él entonces replica con suntuosa elegancia, a lo que yo hago eco con majestuosa distinción. Ésta, a su vez, es respondida con monumental boato. Yo contraataco con una reverencia de exquisita prosapia. Él se deshace en elogios hacia mi persona, al tiempo que besa mi mano. Yo me lanzo a ejecutar complicadas genuflexiones en su dirección, y él se arroja a mis pies, con lágrimas en los ojos, ofreciéndome varias docenas de camellos y también sus hijas núbiles para mi disfrute. Terminadas estas pequeñas formalidades, nos sentamos a charlar amigablemente.
Me intereso por los clientes habituales del hotel, esperando poder encontrar a alguno de los que conocí en mis pasadas visitas. Los únicos que permanecen, me dice Grattavolpi, son el coronel retirado van Klompf y la anciana Mrs. Fleetworth, pero por desgracia no voy a poder saludar a ninguno de los dos. La venerable viuda, como todos los años por estas épocas, ha ido a pasar unos días a Livorno. Es durante estas semanas cuando recalan en el gran puerto los navíos mercantes para preparar la campaña de invierno. Las tabernas de la ciudad se llenan durante la noche de rudos lobos de mar, marineros indómitos de pecho tatuado y bíceps como cocos maduros que llevan meses en alta mar sin poder saciar sus apetitos: siempre hay alguno que bebe más de la cuenta, y cuando eso sucede ahí está Mrs. Fleetworth, esperando en su silla de ruedas, toda perfumada, ataviada con lencería fina y la dentadura postiza de los domingos...
El coronel van Klompf, por su parte, parece haberse ausentado del hotel exactamente por el mismo motivo.
Por lo demás, el hotel está prácticamente vacío. Además de mí mismo y de unos cuantos hombres de negocios de paso, solamente se aloja en él una pareja de recién casados, los Wilbur, que no paran de reírse y de hacerse cucamonas el uno a la otra. Es curioso lo que el matrimonio hace a los jóvenes: ante mis ojos, en el plazo de veinte minutos, el joven Wilbur engorda veinte kilos y se queda calvo. La joven esposa, Meredith, tarda el mismo tiempo en abandonar su idea de hacer una tesina sobre Keats, y decide en su lugar unirse al club de tupperware. No somos nadie.
Parece que mi estancia será más tranquila de lo habitual. Qué aburrimiento. Ni un triste caso que resolver, ni una mísera cotorra a la que enseñar a dar la patita. Empiezo a perseguir a las doncellas de la limpieza, preguntándoles si conocen de alguien que haya matado a alguien, o si no habrán visto por ahí a algún ladrón internacional de joyas, o si no pueden presentarme aunque sea a un violador de poca monta. Esto parece ponerlas nerviosas y me despiden con cajas destempladas y algún que otro escobazo.
Me refugio en mi habitación. Desde el cuadro que preside la pared, el retrato del difunto Kaiser Gillermo parece mirarme con sorna. Empiezo a preguntarme si no habría hecho mejor quedándome en Londres, donde la gente tiene la decencia de morir envenenada o estrangulada con cierta regularidad...
Los elegantes salones del hall están vacíos. Se nota que es temporada baja. Algo sí que ha cambiado en el Royal Victoria desde la última vez: no conozco a la persona que está tras el mostrador, pero en apenas unos segundos deduzco, merced a mis legendarias dotes detectivescas, que pertenece al género femenino. Una plaquita situada sobre sus mediocres pechos me informa de su nombre: Raffaella. Me quito el sombrero, me inclino levemente y me presento:
- Me llamo Hercule Parrot, señorita, y tengo una reserva en este establecimiento -y acto seguido le entrego mi tarjeta:
- ¡Oh, monsieur Parrot, el famoso detective! -exclama la muchacha, de repente toda sonrisas-. Ya decía yo que sus bigotes me resultaban familiares: vi el espectáculo de periquitos saltimbanquis que dio usted en Bologna hace un par de años. ¡Me encantó! En seguida estará preparada su habitación. Espere un momento, por favor.
La joven desaparece por una puerta y al poco reaparece acompañada de un hombre a quien sí reconozco: se trata del signor Grattavolpi, el gerente del Hotel. El signor Grattavolpi es un elegante caballero de una cierta edad y esmeradísimos modales, ejemplo de discreción y eficiencia, cuya impecable apariencia sólo se ve ligeramente menoscabada por una verruga, del tamaño de un pomelo, que le tapa media cara. Nada más verme, me saluda con educada cortesía. Yo le respondo con distinguido respeto. Él entonces replica con suntuosa elegancia, a lo que yo hago eco con majestuosa distinción. Ésta, a su vez, es respondida con monumental boato. Yo contraataco con una reverencia de exquisita prosapia. Él se deshace en elogios hacia mi persona, al tiempo que besa mi mano. Yo me lanzo a ejecutar complicadas genuflexiones en su dirección, y él se arroja a mis pies, con lágrimas en los ojos, ofreciéndome varias docenas de camellos y también sus hijas núbiles para mi disfrute. Terminadas estas pequeñas formalidades, nos sentamos a charlar amigablemente.
Me intereso por los clientes habituales del hotel, esperando poder encontrar a alguno de los que conocí en mis pasadas visitas. Los únicos que permanecen, me dice Grattavolpi, son el coronel retirado van Klompf y la anciana Mrs. Fleetworth, pero por desgracia no voy a poder saludar a ninguno de los dos. La venerable viuda, como todos los años por estas épocas, ha ido a pasar unos días a Livorno. Es durante estas semanas cuando recalan en el gran puerto los navíos mercantes para preparar la campaña de invierno. Las tabernas de la ciudad se llenan durante la noche de rudos lobos de mar, marineros indómitos de pecho tatuado y bíceps como cocos maduros que llevan meses en alta mar sin poder saciar sus apetitos: siempre hay alguno que bebe más de la cuenta, y cuando eso sucede ahí está Mrs. Fleetworth, esperando en su silla de ruedas, toda perfumada, ataviada con lencería fina y la dentadura postiza de los domingos...
El coronel van Klompf, por su parte, parece haberse ausentado del hotel exactamente por el mismo motivo.
Por lo demás, el hotel está prácticamente vacío. Además de mí mismo y de unos cuantos hombres de negocios de paso, solamente se aloja en él una pareja de recién casados, los Wilbur, que no paran de reírse y de hacerse cucamonas el uno a la otra. Es curioso lo que el matrimonio hace a los jóvenes: ante mis ojos, en el plazo de veinte minutos, el joven Wilbur engorda veinte kilos y se queda calvo. La joven esposa, Meredith, tarda el mismo tiempo en abandonar su idea de hacer una tesina sobre Keats, y decide en su lugar unirse al club de tupperware. No somos nadie.
Parece que mi estancia será más tranquila de lo habitual. Qué aburrimiento. Ni un triste caso que resolver, ni una mísera cotorra a la que enseñar a dar la patita. Empiezo a perseguir a las doncellas de la limpieza, preguntándoles si conocen de alguien que haya matado a alguien, o si no habrán visto por ahí a algún ladrón internacional de joyas, o si no pueden presentarme aunque sea a un violador de poca monta. Esto parece ponerlas nerviosas y me despiden con cajas destempladas y algún que otro escobazo.
Me refugio en mi habitación. Desde el cuadro que preside la pared, el retrato del difunto Kaiser Gillermo parece mirarme con sorna. Empiezo a preguntarme si no habría hecho mejor quedándome en Londres, donde la gente tiene la decencia de morir envenenada o estrangulada con cierta regularidad...
4 comentarios:
A falta de asesinatos, creo que deberías sazonar la historia con sexo gratuito.
¡En mis historias siempre hay sexo gratuito! En esta en concreto, aunque no se vea explícitamente, resulta que hubo una noche de pasión desatada entre los Wilbur, concretamente en su noche de bodas. Después, la magia del matrimonio se encargó de aniquilar todo erotismo durante el resto de su vida en común.
¿Lo del matrimonio se puede llamar sexo también?
Haciendo un enorme esfuerzo de imaginación y mucha buena voluntad, supongo que sí... aunque del soso.
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