abril 08, 2011

Carta a Margaret

Querida Margaret:

Te voy a decir una cosa que tal vez se te haya pasado inadvertida hasta ahora, a pesar de que ya tienes una cierta edad. Lo diré sin ambages: todos los hombres son unos cerdos.


Tal vez recuerdes, si tu demencia senil galopante no lo impide, que en mi última carta me mostraba ilusionada y feliz. Llevada por mis juveniles arrebatos, me había apuntado a una academia de bailes de salón donde había conocido al que iba a ser mi Príncipe Azul: el señor Horacio Buttock, odontólogo y enterrador jubilado, amén de insuperable bailarín de foxtrot. El señor Horacio, a pesar de no pertenecer precisamente al tipo de hombres con los que me estaba relacionando últimamente, me llenaba de atenciones y me trataba con dulzura. Ya sabes que soy una mujer de rígidos principios morales y que no me dejo engatusar fácilmente, pero con el tiempo fui desarrollando un profundo y sincero afecto por ese caballero de metro veinte de estatura y olor a naftalina mojada.

Empezamos a vernos cada vez más a menudo. Él me llevaba a las sesiones del cinematógrafo del barrio y a visitar fábricas de dentaduras postizas. Yo le dejaba acompañarme a misa de doce y a mis orgías de los viernes por la tarde. En poco tiempo éramos la pareja favorita del pueblo: todos nos saludaban con afecto cuando caminábamos del puente a la alameda (derramando lisura, naturalmente, ¡por quién me has tomado!) e incluso sé de buena tinta que nuestros nombres aparecían en posición estelar dentro de las listas de matrimoniables que circulaban en los corrillos sociales de la época.



Pero bien sabes tú, querida vieja momia, que después de haber enviudado catorce veces me siento un poco escéptica ante la noble institución del matrimonio. Así que decidí saltarme el paso por la vicaría y, en una noche que habría sido cálida y perfumada de aromas de arrayán si no hubiera coincidido con la peor ventisca de nieve que se recuerda, le entregué a Horacio mi flor.

Concretamente, esta flor, porque follando ya llevábamos la tira.

Aquella flor fue la señal de que íbamos en serio y de que iba siendo hora de pensar en un futuro juntos. Horacio salió corriendo y, exactamente treinta y seis segundos después y sin saber muy bien cómo, reapareció cargado con media docenas de maletas, metiéndose ipso facto en nuestra venerable casa familiar. Dado que la habitación del abuelo había quedado libre, se instaló en ella en menos que se tarda en decir "una extraordinaria placidez". Luego me encargó que le subiera una botella de Dom Pérignon y una bolsa de cacahuetes, me preguntó a qué hora se servía la cena y qué es lo que había que hacer en esta casa para que le limpiaran a uno las polainas, hombre ya.

Ahí es donde debería haber empezado a sospechar que algo iba ligeramente mal. Pero ya sabes que el amor es ciego y, en la mayoría de los casos, tampoco anda demasiado bien de sentido del gusto.

Siempre que llega una persona nueva a una familia es necesario un periodo de adaptación en el que surgen inevitablemente esos pequeños conflictos de la convivencia que son la sal de la vida en común. En el caso de la llegada de Horacio a nuestra casa, este periodo fue sorprendentemente breve. Mi amor supo ganarse el amor y el respeto de todos y cada uno de los miembros de la familia con maestría. Enriqueta, que incialmente pensaba que mi novio era, cito textualmente, "un despreciable gañán de aspecto repelente e higiene corporal deficiente por no decir nula", se volvió todo sonrisas y buenas maneras hacia Horacio después de encontrarse la cabeza ensangrentada de su angus favorita en la cama. A su marido (de Enriqueta, no de Horacio), don Inesito, bastó con llevárselo de putas. Y en cuanto a mi pobre y querido Reginald, en aquella época se encontraba obsesionado buscando los mensajes satánicos que según él se pueden encontrar poniendo los discursos de los mítines de Ana Botella al revés (una soberana estupidez, ya que como todo el mundo sabe los mensajes satánicos se encuentran al escuchar sus discursos normalmente), y no se dio ni cuenta de que había un nuevo inquilino en la casa.

Como decía, la convivencia iba de perillas, siempre y cuando obedeciéramos todos los caprichos de Horacio sin rechistar. Las personas de una cierta edad tienden a desarrollar algunas pequeñas manías, y Horacio no era una excepción. Nos prohibió hacer ruido en la casa a la hora de su siesta (entre las cuatro de la tarde y las tres y media del día siguiente), no podíamos fumar a menos de noventa yardas de la casa porque el olor a tabaco le daba urticaria y jamás, jamás podíamos usar la palabra "estafilococo" en una conversación. Otras manías y fobias suyas incluían el odio indiscriminado hacia los funambulistas y la prohibición total de las sillas en casa (hubo que quemarlas todas en un aquelarre convocado a tal efecto). Por iniciativa suya tuvimos que reinstaurar en casa la esclavitud infantil (a los niños de Enriqueta no les hizo mucha gracia, hasta que les explicamos que era un juego nuevo). Pero lo que peor llevaba Horacio, su mayor manía, era que no podía soportar el no recibir felaciones continuas por parte de explosivas rubias de grandes pechos. No veas el dineral que se nos fue en fulanas en pocos días.

Poco a poco yo iba encajando las piezas. ¿Y si las intenciones de Horacio no eran tan puras como había pensando en un principio?

Hice algunas investigaciones: miré en el registro de los juzgados, rebusqué en las actas de la parroquia, indagué en los archivos del hospital comarcal y pregunté a mis viejos amigos de la KGB: nada fuera de lo común, si exceptuamos el asunto de la trata de blancas. Llamé a las adivinas de los programas de madrugada de Tele5, quienes me dijeron que iba a sufrir un inesperado revés financiero y que mandara rápidamente mi número de tarjeta de crédito al programa. Destripé un ganso y busqué indicios en su hígado: no encontré demasiados, pero como paté estaba bastante bueno. Finalmente, di con la información clave en el catastro:

El edificio en el que don Horacio vivía antes de conocerme, y en el que disfrutaba de un alquiler de renta antigua, iba a ser demolido para construir una fábrica de príncipes albertos.

Hay que ver hasta dónde están dispuestos a llegar algunos por no pagar un alquiler a los precios actuales.

Así que volví a mi casa, tuve una pequeña conversación con Horacio y entre ambos solucionamos el problema. Ahora él vive en el fondo del Estrecho de Béring con un lastre de media tonelada a sus pies y yo vuelvo a disfrutar de la relativa tranquilidad de mi casa. Y digo 'relativa' porque Reginald ha dejado de buscar mensajes satánicos en los discursos del PP y ahora se dedica a organizar psicofonías con grabaciones a todo volumen de las sesiones del parlamento durante los debates presupuestarios.



La vida sigue, querida, y estoy deseando volver a tener noticias tuyas, por muy lamentables que sean. Se despide con cariño tu amiga

Genoveva



1 comentario:

starfighter dijo...

Y si dices "estafilococo" tres veces delante de un espejo se te aparece Horacio. Estafilococo, estafilococo...

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