ESCENA 1
Estambul al atardecer. El Sol, hichado y rojo, se deja caer lentamente sobre las espiras de la Mezquita Azul mientras los aromas especiados de mil pequeñas cocinas se extienden por el aire. Es un cálido y dorado anochecer de principios de Septiembre y yo tengo la suerte de contemplar las cúpulas y los minaretes de la ciudad del Bósforo desde el mirador de la torre Gálata. Poco a poco se empiezan a iluminar las mezquitas, el tráfico disminuye y las bandadas de gaviotas echan a volar, sobresaltadas por el lamento de los almuédanos llamando a la oración. Es un momento mágico, o lo sería si no tuviera a mi lado a un grupo de cotorras españolas de mediana edad, muy mal llevada, que no paran de parlotear a voz en grito acerca de esos zapatos tan chulos que han visto en el zoco y por los que deberían haber regateado un poco más. Mañana piensan volver e intentar comprar esa pashmina que hoy han estado dudando si llevar o no, porque en Estambul una puede comprar cosas baratísimas... Me entran ganas de empujarlas al vacío, pensando en cuánto mejor sería un mundo en el que todas ellas estuviesen muertas.
Es invierno en Munich y conviene andar por cuidado por sus calles empedradas, porque el hielo alemán es muy traicionero. La Marienplatz está iluminada y silenciosa, sus fachadas góticas parecen carámbanos semiderretidos y salvo por las luces eléctricas de las farolas y de las fachadas uno podría pensar que ha retrocedido a los tiempos del elector Maximiliano de Baviera. Solo se oye a lo lejos el sonido de una campana... ¿solo? No: por una de las calles que desembocan en la plaza se acerca un siniestro grupo de seres infrahumanos, vestidos de negro y escandalosos, surgidos de una pesadilla goyesca: ha llegado la Tuna de la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, y con ella se rompe el hechizo de la noche bávara.
Tren de Kings Cross con destino a York. Me espera un fin de semana tranquilo en Yorkshire, pero antes tengo que trabajar un poco más. He hecho la reserva del billete de tren con suficiente antelación para poder viajar en el vagón silencioso: en este país, como en otros lugares civilizados, ciertos trenes ofrecen áreas en las que no se permite hacer ruido ni hablar (ni siquiera por teléfono) para que los viajeros puedan trabajar, leer o descansar sin molestias. Me siento en mi lugar reservado, abro mi ordenador y empiezo a ordenar las ideas para mi artículo. De repente entran cuatro españoles: dos chicos con ese peinado aceitoso que tantos hombres de negocios españoles, por algún motivo indescifrable, consideran elegante pero que a mí me recuerda a "El Vaquilla", y dos chicas esqueléticas y de piel retostada por los rayos UVA con zapatos caros y bolsos pijos. Se sientan a mi lado y las chicas sacan de sus bolsos una botella de ginebra y otra de ron. Uno de los gilipollas se va a la cafetería del tren y vuelve con vasos de plástico y varios botes de tónica. Y los cuatro se ponen a beber y a contarse unos a otros, con abundancia de decibelios, lo guays que son las multinacionales en las que ocupan cargos, compitiendo a ver quién de ellos es más cool y más trendy. Sus memeces resuenan en todo el vagón y los pasajeros empiezan a enarcar cejas (forma británica de demostrar reprobación en público sin hacer una escena). Como yo no soy británico y no me importa montar escenas, les digo que se callen, que están en un vagón silencioso y que estoy intentando trabajar, concepto con el cual tal vez no estén familiarizados. Y ellos, con esa actitud tan hispana de Yo Estoy Por Encima De Todas Las Normas, me miran como si fuera un infusorio y me ignoran completamente. También al revisor.
Moraleja: no me extraña que los mercados nos ataquen y que la Merkel nos mire por encima del hombro. Los españoles somos criaturas despreciables, de las que hay que alejarse a la menor oportunidad.
ESCENA 2
Es invierno en Munich y conviene andar por cuidado por sus calles empedradas, porque el hielo alemán es muy traicionero. La Marienplatz está iluminada y silenciosa, sus fachadas góticas parecen carámbanos semiderretidos y salvo por las luces eléctricas de las farolas y de las fachadas uno podría pensar que ha retrocedido a los tiempos del elector Maximiliano de Baviera. Solo se oye a lo lejos el sonido de una campana... ¿solo? No: por una de las calles que desembocan en la plaza se acerca un siniestro grupo de seres infrahumanos, vestidos de negro y escandalosos, surgidos de una pesadilla goyesca: ha llegado la Tuna de la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, y con ella se rompe el hechizo de la noche bávara.
ESCENA 3
Tren de Kings Cross con destino a York. Me espera un fin de semana tranquilo en Yorkshire, pero antes tengo que trabajar un poco más. He hecho la reserva del billete de tren con suficiente antelación para poder viajar en el vagón silencioso: en este país, como en otros lugares civilizados, ciertos trenes ofrecen áreas en las que no se permite hacer ruido ni hablar (ni siquiera por teléfono) para que los viajeros puedan trabajar, leer o descansar sin molestias. Me siento en mi lugar reservado, abro mi ordenador y empiezo a ordenar las ideas para mi artículo. De repente entran cuatro españoles: dos chicos con ese peinado aceitoso que tantos hombres de negocios españoles, por algún motivo indescifrable, consideran elegante pero que a mí me recuerda a "El Vaquilla", y dos chicas esqueléticas y de piel retostada por los rayos UVA con zapatos caros y bolsos pijos. Se sientan a mi lado y las chicas sacan de sus bolsos una botella de ginebra y otra de ron. Uno de los gilipollas se va a la cafetería del tren y vuelve con vasos de plástico y varios botes de tónica. Y los cuatro se ponen a beber y a contarse unos a otros, con abundancia de decibelios, lo guays que son las multinacionales en las que ocupan cargos, compitiendo a ver quién de ellos es más cool y más trendy. Sus memeces resuenan en todo el vagón y los pasajeros empiezan a enarcar cejas (forma británica de demostrar reprobación en público sin hacer una escena). Como yo no soy británico y no me importa montar escenas, les digo que se callen, que están en un vagón silencioso y que estoy intentando trabajar, concepto con el cual tal vez no estén familiarizados. Y ellos, con esa actitud tan hispana de Yo Estoy Por Encima De Todas Las Normas, me miran como si fuera un infusorio y me ignoran completamente. También al revisor.
Moraleja: no me extraña que los mercados nos ataquen y que la Merkel nos mire por encima del hombro. Los españoles somos criaturas despreciables, de las que hay que alejarse a la menor oportunidad.
5 comentarios:
Te entiendo perfectamente. Lo mismo siento cuando veo argentinos o alemanes maleducados en el exterior.
Yo creo que somos más duros con nosotros mismos, pero lo mismo se puede aplicar a muchas nacionalidades, incluso las civilizadas centroeuropeas y/o nórdicas. Pero, por lo general, estoy de acuerdo en que los del ámbito mediterráneo se hacen más "notorios" ;)
¿Vagones silenciosos, dice usted? ¿Donde no se permiten charlas ni ruidos? ¡Paralizado de envidia me hallo!
Saludos,
Moriarty.
Recuerdo la sensación de haber llegado a España el año pasado en el aeropuerto Charles de Gaulle de París cuando íbamos a volver a España.
La transición fue traumática al pasar de lugares llenos de gente sin ruido a un lugar con unas cuantas personas que hablan a todo volumen y gritan, y gritan y gritan. Y donde los niños gritan y gritan y gritan. Definitivamente, habíamos llegado a España aunque estuviéramos en París.
Pues si: cada dia me caen peor los españoles. Por eso me odio tanto...
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