noviembre 15, 2011

Il bisogno di esser triste

Un consejo para jóvenes aspirantes a científico: nunca os traguéis entero un congreso de cinco días. 

Puede que haya personas para quien sea posible manenter un nivel intenso de concentración durante cinco días completos, manteniéndose atentos y productivos todo el tiempo. Si existen, yo nunca las he visto. Lo normal es que tras muchas horas de concentración uno flaquee, y también que entre noventa charlas haya alguna que no tenga ningún interés para tu trabajo. En esos casos, es mucho mejor estar fuera de la sala de conferencias que quedarse dormido dentro o que cometer la detestable, pero extendidísima (y admito que yo no estoy libre de culpa), falta de educación de ponerse a teclear un correo electrónico mientras el orador está hablando.

Por eso y por sistema, yo siempre me tomo una tarde libre, normalmente aquella en que se concentran las charlas sobre sistemática del instrumento; un tema que para mí es igual de inteligible que el bajo sánscrito. En esta ocasión fue la tarde del lunes.

Hay un montón de cosas que uno puede hacer en una tarde libre de congreso y en una ciudad lejana. Dormir la siesta. Sentarse a leer en un parque. Visitar museos. Echar un polvo no strings attached con algún desconocido que te has ligado por internet o en algún lugar de cancaneo. Ir de compras. Quedarse trabajando en la habitación del hotel. Merendar en esa pastelería inolvidable. Dar de comer a las palomas. Hacer deporte. Etcétera. Etcétera.

De un tiempo a esta parte, yo dedico mis tardes libres en Bolonia al noble ejercicio de estar triste.




Si me pongo a pensar en las palabras que definen mis visitas a Italia durante los últimos años, la lista que me sale comienza así: tristeza, melancolía, miedo, preocupación, inadaptación, zozobra, angustia, soledad. No suena nada agradable, ¿verdad? Pero completemos la lista: reflexión, viaje interior, aceptación, libertad, observación, catarsis.




Italia es un país duro para mí. Sus calles mal asfaltadas, sus fachadas contrahechas, sus torres torcidas, sus monumentos ruinosos, sus escaparates de diseño, sus maniquíes vivientes, sus pintadas callejeras llevan la impronta de prácticamente todos mis fracasos personales; de mis decisiones equivocadas; de mis miedos; de mis podría haber sido y de mis no debió ser así. Volver aquí es siempre una dura prueba. Eso no quita que siga amando con locura este país de países, ni que esté siempre deseando volver, pero la alegría de tomar el mejor café del mundo y disfrutar de un buen plato de pasta tiene un alto precio.




Ya lo he dicho en más de una ocasión: no creo que la tristeza sea siempre mala. Opino que vivimos en una cultura que tiene una obsesión enfermiza por la felicidad constante: una ilusión peligrosa. A veces hay que estar triste. Aunque suene masoquista, voy más allá: hay momentos en los que uno siente la necesidad de estar triste.

Nada mejor que una tarde fría de noviembre, en Bolonia, para ello.

De modo que me escapo del congreso, dejo mis cosas en el hotel, me pongo los auriculares para escuchar algo de música italiana y me echo a caminar. Me meto por las callejuelas sin rumbo fijo, mezclándome en una humanidad de la que no me siento parte. Cuanta más gente hay a mi alrededor, más solo me siento. La tristeza va creciendo en mi interior, se desborda y fluye; yo camino. Llego a partes de la ciudad que no conocía, buscando aquel campanario que se ve desde lejos o siguiendo aquella calle empedrada en la que nunca antes había reparado. Me pierdo. Le doy vueltas a lo mismo de siempre. Me desespero. Empiezo a odiar a los desconocidos que me cruzo. Siento lástima de mi mismo. Me entran ganas de llorar. Y continúo caminando.




El caudal de la tristeza aumenta hasta amenazar con volverse intolerable, y luego empieza a agotarse en sí mismo. La belleza decadente de la ciudad ha obrado su magia: se completa el ciclo. Poco a poco surge la aceptación y va volviendo la calma. Si todo ha ido bien, mis neuronas se agotan antes que mis piernas; varias horas y kilómetros después de salir, vuelvo al hotel cansado y en cierta paz. Si el paseo ha ido mal, mis piernas se cansan antes que mi tristeza y seguiré de mal cuerpo varios días... son riesgos que hay que aceptar.

Ahora conocéis mi secreto: me gusta buscar tiempo para sentirme mal a solas. No espero que lo entendáis: ni siquiera yo lo tengo claro...





Por cierto, el paseo del lunes salió bien...

7 comentarios:

Mocho dijo...

Malinconia ninfa gentile.

¿¿¿NSA???

starfighter dijo...

No me creo la gente que es permanentemente feliz, positiva sí pero ser feliz todo el rato cansa. No es que lo busquemos pero a veces viene bien un tiempo de tristeza y melancolía. Y te lo dice uno que lleva una temporada de altibajos emocionales que ríete de las menopausicas. Que otoño, señor...

MM de planetamurciano dijo...

Que bonita entrada; tan sencillica que parece pequeña pero que habla de cosas taaantas importantes. Yo creo que lo importante es conocerse a uno mismo; triste, alegre, enfadado, y saber darse en cada momento lo que se necesita. Usted, por lo que parece lo ha conseguido, y eso, aunque le joda, le debería hacer sentirse feliz.

Leralion dijo...

Buscar tiempo a la tristeza no me parece tan raro, pero tal como lo presentas me recuerda a la fase liminal de algunos ritos de paso...

Sufur dijo...

Mocho: si, NSA... ahora es cuando tú me dices que nunca has oído la expresión y cuando yo te digo que esta noche te visitará el ratoncito Pérez :-P

Ánimo, Starfighter... igual el invierno se convierte en primavera antes de lo que piensas.

La verdad es que solo puedo quejarme de vicio, señor Mm... el vicio, ante todo

Leralion, jodío... he tenido que buscarlo en el diccionario. ¡La vida entera es un rito de paso!

Mocho dijo...

Claro que conozco la expresión, era una interrogación retórica (o de asombro)

Sufur dijo...

Asombro, a estas alturas... :-P

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