Esta semana gran parte de mis compañeros –y sin embargo amigos– se encuentran de viajes laborales en distintos puntos de Italia, y yo no he podido acompañarlos. El motivo: las @#&ç% clases.
Soy lo que suele llamarse un culo inquieto. Esta misma mañana le comentaba a uno de los pocos compañeros –y sin embargo amigos– que quedan en Santander que cuando pasa más de un mes que no tengo un viaje fuera del país empiezo a sentirme inquieto, como atrapado. El cambio de aires es necesario para mi cada vez más escasa salud mental. Así que estoy deseando acabar las lecciones y poder ir a una reunión, aunque sea para pegarme con los cretinos de IQ mayor de 160 de siempre.
Pero solamente puedo viajar con la imaginación y la memoria, y es precisamente con ésta que recupero esta historia, que escribí hace tantos años en cierto hotel monástico de la Toscana citerior y que sé de buena tinta que le gusta a Ripley:
SANTA CROCE IN FOSSABANDA
Las cinco de la mañana. Todo es paz en
la noche quieta y serena de nuestra pequeña ciudad toscana. El hermano
Matteo recorre en solitario, como cada mañana, los pasadizos sombríos y
frescos del monasterio de Santa Croce in Fossabanda.
Pasa junto a las celdas silenciosas de mis compañeros los monjes,
atraviesa con un leve crujir de las maderas del suelo la callada
biblioteca y llega a la base de la torre. Como todos los días, comienza a
tocar la vieja campana del monasterio, llamando a maitines: ta-clannn, to-clonnn, ta-clannn, to-lonnn.
El sonido metálico de la campana se extiende en lentas ondas por el
aire, recordando a los monjes que comienza un nuevo día de retiro y de
oración, creando ecos en las arcadas del claustro, adentrándose en la
vecindad desde la cual, como cada mañana, al punto responde el rumor de
las primeras actividades de nuestros amables vecinos: en concreto, las
habituales voces gritando "vaffanculo!", "io vi ammazzo, frati di merda!", "ma chè palle!" y otras simpáticas manifestaciones del argot popular.
Gradualmente
vamos saliendo de nuestras espartanas celdas. Camino de la capilla nos
detenemos un momento en el pilón para lavarnos rápidamente la cara con
agua helada. Todos, excepto el hermano Pierfabrizio, que madruga más que
el resto porque sus abluciones requieren algo más de tiempo:
concretamente, unos tres cuartos de hora repartidos entre exfoliación,
mascarilla hidratante, limpieza de cutis y lavado y acondicionamiento
del cabello. El suyo es un carisma cristiano bastante especial.
Nos
reunimos, los siete monjes y las cuatro gallinas que quedamos en el
monasterio, en la pequeña capilla. Allí, frente a la atenta mirada de
Pantócrator y bajo la dirección de nuestro Padre Superior, fray
Lucrezio, celebramos los maitines. Las gallinas, como de costumbre,
están a lo suyo y malogran un poco la solemnidad del momento. Durante el
rezo del Padrenuestro, mi mente divaga y mis ojos se clavan en el
retrato del fundador de nuestra Orden, don Melanio de Caltanisetta, en
proceso de beatificación. Como en tantas otras ocasiones, me pongo a
pensar en su apasionante figura.
Don
Melanio, ¡santo varón!, estaba llamado a la vida eclesiástica desde muy
niño. Al fin y al cabo, era algo que llevaba en la sangre: su padre era
a la sazón obispo auxiliar de Palermo y su madre, monja perteneciente a
la Orden de las Raulianas Perforatrices. Pese a ello, una vena de rebeldía hizo que de joven Melanio se labrara una prometedora carrera como bailarina de foxtrot en
los casinos de la zona. Menos mal que una torcedura de tobillo le hizo
apartarse del vicio, ver la luz y dar un giro profesional a su vida.
Decidió hacerse Fundador profesional. En efecto, aparte de nuestra Orden
(Melanios Calzados No Intervencionistas) fundó otras dos órdenes, ahora extintas: la de los Monjes Benedictinos Asamblearios (que pronto votaron por la autodisolución de la orden y la venta a la Mafia de sus terrenos) y la de los Hermanos Propensos del Sagrado Colirio (formada principalmente por hipocondríacos). Al igual que San Ignacio de Loyola (a quien él cariñosamente llamaba "Nachete"),
su visión revolucionaria consistió en añadir a los conocidos votos de
pobreza, castidad y obediencia un cuarto voto: en el caso de nuestra
Orden, el de no invadir militarmente Birmania.
Mi
ensoñación termina con la admonición de fray Lucrezio y me dirijo, en
silencio y en compañía de mis hermanos (y gallinas) al refectorio, donde
nos espera nuestra frugal colación: un trozo de pan sin sal por cabeza,
medio arenque en salmuera, un tazón de leche de las vacas del
monasterio y, en el caso del hermano Pierfabrizio, un batido de
proteínas con aminoácidos ramificados. Desayunamos sin hablar. Los
primeros rayos de sol van entrando por entre las rendijas del ventanuco.
Mientras comemos, el hermano Guglielmo, que también hace de
bibliotecario, nos va leyendo edificantes pasajes de las "vidas de santos".
Hoy toca la de uno de mis santos favoritos, San Teóforo Pirómano,
quien alejaba de sí a la tentación mediante un lanzallamas. ¡Santo varón
también él!
Empezamos
sin más nuestra dura jornada de trabajo. Primero, cada uno limpia y
ordena su celda. Después cada uno de los hermanos se dirije a sus
quehaceres, en una atmósfera de laboriosidad y recogimiento propia de un
monasterio de tanta solera como el nuestro.
El
hermano Guglielmo se retira a su pequeña biblioteca, donde se dedica a
copiar pacientemente antiguos códices. Su especialidad es el miniado y
su dedicación, envidiable. Lo malo es que tiene una vena traviesa que le
impulsa a pintarle bigotes a las santas, pero el Padre Superior, en su
infinita paciencia, hace la vista gorda, sobre todo porque el resto de
los monjes o bien son negados para la pintura, o están aquejados de
Parkinson o, como es mi caso, somos prácticamente analfabetos.
El
hermano Matteo es el manitas del monasterio. Él se encarga de mantener
en buen uso los aperos de labranza de la huerta, de alinear las ruedas
del carro, de arreglar los desperfectos del edificio y, lo más
importante, de tener siempre los cilicios y las fustas de los hermanos
limpios como los chorros del oro. También es el encargado del
campanario.
El hermano
Pierfabrizio es el miembro más joven de la Orden. Llegó hace unos dos
años, en plena noche, y de alguna forma sólo necesitó pasar media hora a
solas con el Superior para entrar en nuestra pequeña comunidad. Desde
entonces, las reuniones privadas entre ambos monjes no son algo
infrecuente. El hermano Pierfabrizio habla poco de su pasado, pero
cuando lo hace no entiendo ni torta de lo que dice, no se qué acerca de
unas saunas y unas fiestas de espuma. Deduzco que debió ser fontanero.
Desde luego, bíceps no le faltan para dicha tarea. Al hermano
Pierfabrizio se le permiten varias excentricidades, como la de ser el
único que lleva un hábito de Gaultier ajustado y sin mangas en verano,
por su estrecha relación con el Padre Superior y también debido a que se
ha convertido en una pieza indispensable de la economía del monasterio.
Es él quien sabe comprar por internet las piezas de artesanía de cuero made in Taiwan que luego vendemos a los turistas, a quince veces su precio original, como hechas por nosotros.
El
hermano Giuseppe es el cocinero de la Orden. Su especialidad: los
arenques en salmuera. También cocina otros platos exquisitos, como
sardinas en salmuera, anchoas en salmuera y aceitunas en salmuera. En
cuanto a los postres, mi favorito son las natillas en salmuera, que le
quedan deliciosas, con el toque justo de arenque. Cuando no está
cocinando, es habitual encontrar al hermano Giuseppe meditando junto a
la alberca del monasterio, que es donde el hermano Pierfabrizio se suele
bañar desnudo todas las tardes.
De
las gallinas, las vacas y el burro de la orden se ocupa el hermano
Bettino. Se trata de un apacible hombretón con una buena mano (la
derecha) para los animales y otra mano (generalmente la izquierda) para
el hermano Pierfabrizio. La vista del hermano Bettino ya no es lo que
era y a veces intenta ordeñar al burro en vez de a las vacas, o
viceversa, o más habitualmente al propio hermano Pierfabrizio, pero por el momento no ha habido heridos y dejamos que la
situación se mantenga tal como está.
Nuestro
Padre Superior, fray Lucrezio, hace también las funciones de Ecónomo y
se suele retirar pronto a su celda, desde donde intenta cuadrar las
cuentas de la comunidad. Es difícil mantener a flote una comunidad tan
pequeña y empobrecida como la nuestra. Con los dineros que sacamos del
obispado y con lo que timamos a los turistas apenas da para mantener en
pie las viejas paredes del monasterio, por no hablar de las necesidades
de materia prima para hacer las salmueras del hermano Giuseppe, el
forraje para los animales, la madera para mantener caliente el horno en
los crudos días del invierno y la ropa interior de Aussiebum
del hermano Pierfabrizio. Debido a estas dificultades económicas, el
padre Lucrezio está siempre preocupado, irritable y cariacontecido,
excepto después de sus sesiones catecumenales con el hermano
Pierfabrizio.
Por último,
un servidor se ocupa del pequeño huerto del monasterio. Mis días
transcurren en contemplación de la paciente obra de Nuestro Señor en las
pequeñas cosas de la Naturaleza: los jacintos de la floresta, los
tomates y calabacines del huerto, el ir y venir de las abejas en los
meses de verano, ese tipo de cosas. A veces el hermano Pierfabrizio me
echa una mano en el huerto y entonces compruebo que no todas las cosas
de la Naturaleza son precisamente pequeñas. Otra de mis obligaciones
consiste en cuidar del jardincito del claustro, sin duda mi lugar
favorito del monasterio. ¡Se respira tanta paz en él! Excepto, claro
está, cuando los hermanos Matteo y Bettino se ponen a discutir.
La
rivalidad entre los dos hermanos es triste, poco cristiana y viene de
antiguo: ya nadie recuerda exactamente cómo empezó todo, aunque
probablemente tenga algo que ver con aquella vez en que el hermano
Bettino tiró al pozo al hermano Matteo y empezó a arrojar piedras
dentro. Sea como fuere, su mutua animadversión es evidente y es motivo
de continuas tensiones en nuestra comunidad. Discuten al hacer la
colada, riñen en misa, se miran de malos modos y hasta en una ocasión se
les descubrió intentando hacerse vudú el uno al otro. Ayer mismo
tuvimos un nuevo capítulo de esta rivalidad: como cada tarde, el padre
Lucrezio nos encargó retirarnos a nuestras celdas para meditar y hacer
luego una redacción (en buena caligrafía, sobre papel reglado en
cuaderno del número cinco) sobre el tema de nuestras cavilaciones. Nos
reunimos antes de la cena para poner en común nuestros trabajos; el
hermano Matteo había escrito sus "meditaciones sobre la Serena Belleza
de Dios", mientras que el hermano Bettino manifestó que había meditado
acerca de "la Bella Serenidad de Nuestro Creador". Al punto, el hermano
Matteo puso el grito en el cielo, acusando al hermano Bettino de
espionaje de meditación y llamándole "copión" (sic). La cosa llegó
rápidamente a las manos y probablemente alguno de los dos habría salido
herido de no ser porque el hermano Pierfabrizio, siempre dispuesto a
establecer la paz, se quitó el hábito, se embadurnó de aceite e
interpuso su cuerpo entre el de los contendientes. ¡Santo varón!
Y
así transcurren nuestros días, en oración y armonía pese a las
dificultades, en este nuestro monasterio de Santa Croce in Fossabanda. Y
ahora debo dejaros, porque tenemos ensayo en la capilla. Para intentar
solucionar nuestra acuciante penuria económica, el hermano Pierfabrizio,
que es el que más sabe acerca del siglo, nos ha convencido a todos para
que intentemos grabar un disco de canto gregoriano. Vamos a adaptar al
latín algunas canciones de una cantante cristiana que él conoce, una tal
Kylie Nosequé. Me voy pitando,
que llego tarde y si me retraso el hermano Pierfabrizio se enfadará
conmigo y no vendrá mañana a echarme mano en la huerta.
3 comentarios:
Con más hermanos Pierfabrizio otro gallo cantaría a la Iglesia...
Cuando sea Papa, creo que me llevaré al hermano Pierfabrizio al vaticano y lo nombraré Prefecto para la Congregación del clero.
Hm repite tanto lo de ser Papa que empieza a dar miedo...
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