mayo 12, 2012

Misterio entre bambalinas (IV)

Aún con los sujetadores en la cabeza, anduve por la zona de camerinos hasta que di con el de la finada. No fue difícil encontrarlo: era el único con precinto policial cubriendo la puerta. La placa de la entrada ponía: 

 Mlle. Véronique LaVache 

Vigilando que no me viera nadie, saqué mi juego de ganzúas, abrí la puerta y me colé dentro. El interior del camerino estaba a oscuras y un persistente olor a azufre lo impregnaba todo. Encendí las bombillas del espejo del tocador y eché un vistazo a mi alrededor. Docenas de fotografías en blanco y negro ya amarillentas cubrían las paredes, mostrando a quien supuse que sería madamoiselle LaVache, siempre sonriente, acompañada de distintas personalidades de la época: Federico III de Prusia, el torero Manolete, el un jovencísimo Manuel Fraga y un largo etcétera de momias por el estilo.



El tocador estaba intacto, repleto de frascos de las cremas para el cutis propias de una estrella en sus años dorados, colocadas junto a una espátula de construcción que la diva debía usar para aplicarse tales engrudos. El techo estaba cuajado de marcas de anclajes y crampones de alpinismo, signo inequívoco de que el Inspector Regüelta (un viejo conocido mío cuya afición por la escalada era tal que llevaba más de diez años sin tocar el suelo) había estado inspeccionando la escena. No había signos de violencia en el mobiliario. Todo parecía normal, excepto por el olor a chamusquina y la marca carbonizada vagamente humanoide que ocupaba parte del suelo. 
- Combustión espontánea. Ese fue el veredicto oficial del Departamento de Policía Pseudocientífica después de examinar la escena -dijo una voz triste a mis espaldas. 
Asustado, me volví rápidamente. En la puerta se encontraba un hombre joven y atractivo, salvo por un ridículo bigotito que afeaba su rostro. Pero no tuve tiempo de fijarme demasiado en sus facciones: toda mi atención se concentraba en el revólver con el que me estaba encañonado. 
- ¿Quién es usted y por qué está aquí? -exigió saber el recién llegado. La pistola le temblaba en la mano-. No puede entrar aquí sin permiso. ¡Hable o disparo! 
Alcé las manos para demostrar que iba desarmado. Al hacerlo, mi brazo derecho se enganchó con el elástico de uno de los sostenes que llevaba en la cabeza, provocando que éste se deslizara sobre mi cara e impidiéndome toda visión. Asustado, tropecé con el tocador, cayéndome al suelo y tirando al suelo todos los botes de cosméticos y polvos de maquillaje. Cuando me levanté, envuelto en una nube de colorete y crema hidratante como una Venus alopécica surgiendo de las olas de algún vertido de hidrocarburos pesados, el desconocido había dejado de apuntarme. 
- Ah -dijo mientras yo intentaba recomponer mi imagen-. Usted debe ser el retrasado mental que han contratado esta mañana. Cómo es este señor Casposa: todo duro y despiadado por fuera, pero un sentimental en el fondo. Qué gran hombre por ofrecer trabajo a los disminuidos psíquicos. Ande, levántese, no debería haber entrado aquí. 

- De acuerdo, pero guarde esa pistola, por favor...

- Ah, ¿esta? -dijo mirando el revólver con sorna-. No se preocupe: es de jabón, ¿ve? -y delante de mí le pegó un mordisco en la culata-. La usamos para las escenas de tiros. 
Le seguí fuera y él me acompañó a los lavabos para que pudiera acicalarme, ya que con toda aquella crema de aloe vera sobre la cara parecía que acabara de salir de la escena final de una película de gang bang de bajo presupuesto. Mientras intentaba -sin éxito- ponerme presentable, y manteniendo mi involuntario papel de tontito -sin ningún esfuerzo-, empecé a tirarle de la lengua a mi aprehensor. Se llamaba Filiberto Rótula, de nombre artístico Tyrone Morecock, y llevaba tres años trabajando en la compañía teatral. Se había encasillado de alguna manera en papeles de yerno cornudo, pero él estaba satisfecho porque el empleo le permitía estar cerca del gran amor platónico de su vida. 
 - ¡Ay! -se lamentó el muchacho mientras decía esto último-. Pero ella ya no está entre nosotros. ¡Oh terrible desgracia! ¡Oh sempiternos gemidos! ¡Oh aciago destino! 
Y así continuó durante un buen rato. Se notaba a la legua que el joven había adquirido sus dotes de actor shakespeariano trabajando en alguna serie de televisión de adolescentes con problemas. Entre invocaciones a la Parca y admoniciones a los hados, conseguí reconstruir el resto de la historia. Como otros muchos jóvenes con una sensibilidad especial, el muchacho había desarrollado una fijación temprana por una diva otoñal, en este caso la señorita LaVache. 
 - ¡Tendría que haberla visto usted interpretando a Desdémona! ¡Qué dicción! ¡Qué prosodia! ¡Era una diosa entre mortales! -continuaba el majadero. La verdad es que estaba bastante de buen ver, pero empezaba a cargarme un poco. 
La obsesión del joven Morecock por su ídolo le llevó primero a coleccionar cualquier memento que perteneciera a la estrella (me aseguró poseer la mayor colección del mundo de dentaduras postizas de la LaVache), y desde ahí una cosa llevó a la otra, acabando como actor en esta compañía de tercera. 
 - Dígame, usted que la conocía bien, ¿madamoiselle LaVache tenía algún enemigo? ¿Alguien que pudiera odiarla hasta el punto de querer verla muerta?
- ¡Pero qué dice! Véronique era una persona maravillosa a la que todos amábamos con locura. Además, ya le he dicho que la Policía Pseudocientífica estuvo aquí y dictaminó que todo fue un accidente. Y fueron tan amables como para recetarnos a todos estas ampollas homeopáticas ideales para prevenir este tipo de insalubres deflagraciones -y me enseñó una cajita llena de pequeños viales. 
La  Policía Pseudocientífica era el departamento que había sustituido a los antiguos C.S.I. después de que el Ministerio de Interior exigiera a los cuerpos de seguridad del Estado trabajar con la mitad de personal y la décima parte del presupuesto que antes. El recorte había sido un éxito: en vez de necesitar costosos laboratorios, a la Policía Pseudocientífica le bastaba consultar el horóscopo y una suscripción al Calendario Zaragozano para resolver sus casos. Me acerqué a leer la lista de ingredientes que figuraba en el prospecto: 
  • Agua deshidratada 70% 
  • Agua sin deshidratar 30% 
  • Nada, diluida al 0.000% 
Le di a Morecock la razón de forma efusiva, como se hace siempre con los locos, y le prometí que le recomendaría el mirífico medicamento a todos mis amigos. Eso pareció alegrar al pobre cretino, haciéndole más proclive a hablar: 
 - Ahora que lo pienso... hay una persona que igual sí tenía motivos para desearle el mal a Véronique... Pero está mal hablar de la gente a sus espaldas... 
 - No se preocupe, amigo. Delante de mí puede hablar: al fin y al cabo, soy memo. ¿Me da una piruleta de melón?
 - Está bien: se trata de la actriz principal del elenco. 
 - ¿Scarlett Bustillo? 
- ¡La misma! Siempre ha estado celosa del talento de Véronique, y aunque por edad ésta ya no era la prima donna del teatro, estoy seguro de que la miraba con envidia y rencor. 
- ¿Sabe qué? -interrumpí-. Acabo de recordar que llego tarde a mi clase de educación especial. Hoy la seño nos ha dicho que vamos a aprender a hacer pajaritas de papel. ¡Hasta otra, amigo!
Y me fui apresuradamente del lugar. Tenía que encontrar la manera de tener una conversación a solas con la señorita Bustillo.

(continuará)

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