Costó bastante trabajo determinar la tapadera ideal. Ninguna de mis habilidades -engullir docenas de churros en un tiempo mínimo, contraer enfermedades imaginarias, sudar, esconderme detrás de un niño cuando hay riesgo de tiroteo- eran de utilidad en una compañía teatral. Yo no sabía ni actuar, ni dirigir, ni ocuparme del atrezzo, ni tan siquiera escribir sin faltas de ortografía. Finalmente, el señor Casposa, reparando en la forma y volumen de mi calva, tuvo una idea que podría funcionar:
- Necesitamos un ahormador de sostenes talla XXXL para que las copas de los vestidos de las coristas más rollizas no pierdan su forma hemisférica entre una y otra función.
De modo que lo primero que hice en mi primer día de trabajo fue presentarme ante Madame Giry, jefa de vestuario, quien procedió a colocarme media docena de sujetadores en la cabeza.
- Protégelos con tu vida si es necesario -me dijo con ese acento francés que solamente puede adquirirse en Cuenca.
Vestido de tal guisa, empecé a moverme por el teatro, observando los ensayos e intentando mezclarme entre los miembros de la compañía. A lo largo de la tarde fui entablando conversación con unos y otros. Pronto resultó evidente que Peggy no era la única damnificada por la crisis internacional: casi la mitad de las bailarinas tenían algún doctorado en materias tales como física cuántica o reflexología podal, la señora encargada de limpiar las letrinas había sido rectora de la Universidad hasta que el Gobierno privatizó la enseñanza superior, el acomodador era antiguamente jefe de neurocirugía reparativa en el Hospital Ramón y Cajal y uno de los tramoyistas era ex-presidente del extinto Comité de Ética Periodística de RTVE. Era un gusto trabajar entre personas de tan exquisita formación intelectual y apenas tuve que esquivar unas pocas docenas de cáscaras de plátano que me arrojaron algunos, seguramente de buena fe y confundiéndome tal vez con un babuino lampiño de la Birmania citerior.
Soy una persona leída y viajada, y por tanto ya tenía mis sospechas acerca de quién podía ser el responsable de los atentados del teatro:
- ¿Sabe usted si hay alguien, posiblemente desfigurado, que viva en las catacumbas del teatro? -le pregunté a miss Polly Glitter (nombre real: Jacoba Albondiguilllas), de profesión figurante y masajista con final feliz en los ratos libres (antiguamente, subcomisaria de anticorrupción fiscal).- ¿Se refiere al Fantasma de la Ópera? Sí, claro: vive en el bajo B, junto al lago subterráneo. No tiene pérdida.
Al parecer, y sin que yo lo supiera, todo teatro que se precie tiene uno, o dos si los negocios van bien, Fantasmas de la Ópera operando en los subterráneos. Es una tradición de la profesión y se considera de mal augurio quedarse sin uno, por lo que incluso en estos tiempos difíciles las vacantes se cubren rápidamente. Fue fácil encontrar el lago subterráneo, que en realidad era un colector de alcantarillas, siguiendo las señalizaciones a tal efecto. El Fantasma del teatro Bífidus Activos era un señor de unos noventa años, bajito, aquejado de fuertes ataques de reúma.
- Es por vivir todo el rato junto a este lago subterráneo, ¿sabe? -me dijo cuando me hube presentado-. Lo que mata es la humedad.
Su nombre real, me contó, era Agustín Cifuentes y había entrado a trabajar como Fantasma de la Ópera hacía más de cincuenta años, cuando se había dado cuenta de que su vocación en la vida era ser un viejo verde. Me ofreció un té con pastas mientras me contaba su día a día.
- Me dedico a observar a las chicas en el vestuario a través de un agujerito. Es un trabajo muy exigente, porque como soy de corta estatura tengo que pasar muchas horas subido a una escalerilla, pues no llego bien a asomarme por el orificio. También hago otras cosas propias de un Fantasma de la Ópera, no crea: muevo cosas de su sitio cuando no mira, digo "ohhh" y "uhhh" por las noches y de vez en cuando dejo caer una lámpara de araña sobre el patio de butacas. Pero esto último sólo cuando lo permite el presupuesto. Además, también compongo.
Y se dedicó a enseñarme el libreto que estaba componiendo. Se trataba de una ópera épica basada en la biografía de Steven Seagal, "Cayendo Muy Bajo", pero como el anciano no conocía el lenguaje musical casi toda la partitura estaba escrita en forma de tarareo, tal que así: tururuáaa, tararí, raríiii, tachán chis pón. La verdad es que el Fantasma de la Ópera era un abuelete encantador y las pastas apenas estaban enmohecidas, pero yo tenía una misión que cumplir y me obligué a centrarme en el tema que me había traído allí:
- Oiga, ¿no habrá estado usted matando gente últimamente, por un casual? -le pregunté con la sutileza que me caracteriza.- ¡Quiá! ¿Ha visto usted qué artritis? Como para matar estoy yo...- Bueno, entonces... ¿ha notado algo raro en las últimas semanas?- Pues ahora que lo comenta... El ambiente se ha puesto muy tenso últimamente. Las chicas están asustadas: eso lo noto en la forma en la que se les endurecen los pezones y también en cómo gritan al mínimo sobresalto. Y mire -dijo enseñándome un dedo índice rojo como un pimiento morrón-: esto me lo hice el otro día mientras reptaba bajo el escenario. Algún desaprensivo había dejado una trampa para ratones en mi ruta habitual, sabiendo seguramente cuánto me gusta el queso de tetilla. Y luego está lo de esa pobre chica muerta el otro día. Una pena. Con lo jamona que estaba...
Llegué a la conclusión de que el Fantasma de la Ópera era tan inofensivo como parecía, y además medio lelo. Pidiéndole que estuviera atento ante cualquier cosa extraña que pudiera observar en sus rondas y que me lo comunicara a la mayor brevedad, me despedí de él y trepé de vuelta a los pasillos del teatro. Era hora de investigar la escena de la última muerte, a ver si podía encontrar alguna pista que se le hubiera pasado por alto a la policía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario