Las noches de Boo de Piélagos se parecen mucho a los días, pero están peor iluminadas. Llueve: una lluvia fría y obstinada, cruel, con sabor a hollín y aceite de motor, agua que lejos de limpiar las fachadas las viste de sombras negruzcas y alargadas, como lágrimas corriendo el maquillaje de una mujer para formar una máscara grotesca.
De noche, la ciudad es un fundido en blanco y negro salpicado de carmesí. Negro el cielo, negros los callejones oscuros donde las rameras esperan al próximo cliente, negras las sombras que se recortan en el suelo gracias a las pocas farolas que aún funcionan, negros los charcos de aceite que ensucian el negro asfalto. Blanco sucio de las fachadas de edificios venidos a menos, blancas y negras las páginas de sucesos de los periódicos que arrancadas y dispersadas por el viento se obstinan en bloquear los desagües, blanco el rostro de los heroinómanos y los vagabundos desnutridos que se agolpan en las aceras. Rojos los neones, anuncios de burdeles y de fumaderos de opio, cirios rojos a las entradas de iglesias de mil sectas que proliferan como setas junto a la carroña, rojos los filos de las navajas y rojos los riachuelos de sangre que se deslizan sobre el pavimento desde la escena de un crimen, uno más en una ciudad donde por cada nacimiento parece haber dos asesinatos.
En estos y otros pensamientos igualmente edificantes andaba mi mente perdida mientras volvía hacia mi lugar de reposo, esto es, el cuartucho de la Pensión Loli donde malvivía por aquel entonces. De repente algo me sacó de mi ensimismamiento: una indefinible sensación de peligro, demasiado sutil para describirla con palabras. Alguien me estaba siguiendo. Un detective nota esas cosas. Es algo que viene con los años de llevar una vida solitaria de peligros, igual que las dioptrías y los callos en la mano derecha. Aprendemos a leer sutilísimos detalles ambientales: ora un cambio inefable en la iluminación, ora un atenuamiento de los sonidos de la calle, ora -como en este caso- el aliento de un perseguidor respirándole a uno en el cuello.
Aproveché el giro de una esquina para darme la vuelta y encarar a mi perseguidor. Por poco me muero del susto al constatar que quien me estaba pisando los talones no era otra que la Ciudat de les Arts y les Ciènces de Valencia, sujetando en uno de sus extremos (el Palau Reina Sofía) una pistola y en otro (L'Oceanogràfic) una especie de globo hinchado. Ante mis atónitos ojos, la obra magna de Calatrava se llevó el globo al Umbracle, aspiró fuertemente y dijo:
- Quietecito, capullo -tenía la voz de pito de un Pitufo Makinero, de lo que deduje que el globo estaba lleno de helio-. Nada de salir huyendo o te reviento. Y nada de hacer ruido. Vas a ser obediente y hacer lo que yo te diga.
Y acto seguido me obligó a meterme en una nave abandonada que había allí cerca. Una vez allí, me hizo vaciar los bolsillos (cuyo contenido era: un chicle usado, un calendario de Naranjito de 1982, una tapa de yogur Actimel y un par de cacahuetes), me hizo sentarme sobre unos ladrillos abandonados y me dijo:
- Te has metido donde no debías, chaval. Debería matarte y arrojar tus despojos a los cerdos, pero soy un gran amante de los animales y no podría hacerles esa crueldad a los gorrinos. En lugar de eso, te voy a dar una oportunidad para salir con vida de ésta. Dime, pedazo de mierda, ¿para quién trabajas?
Le dije que no entendía la pregunta y que era un pobre ahormador de sostenes teatral, honrado salvo cuando podía sisar alguna cartera sin que nadie se diera cuenta. Necesitaba ganar tiempo, porque incluso para mí, que no soy ningún Einstein, era evidente que mi arquitectónico secuestrador no tenía intención de cumplir su palabra de dejarme con vida.
- No te hagas el tonto. Sabemos perfectamente que has estado por ahí haciendo preguntas y causando líos que pueden afectar a nuestros planes. ¿Quién te envía?- Nadie, se lo juro: yo nunca le mentiría a un espacio cultural icónico y multidisciplinar como usted.- ¡Ja! -rió-. Excelente disfraz, ¿no es verdad? No hay nadie mejor que yo para los trabajos de incógnito. Pero no sigamos hablando de mí, sino de ti: canta de una vez. ¿Cómo habés sabido de nuestros planes?
Para demostrar que iba en serio, hizo un disparo de advertencia contra una viga. Silenciador: realmente, disfraces aparte, esos tipos eran provisionales. Ante tal tesitura, hice lo que cualquier hombre sensato de pelo en pecho como yo haría: cagarme por la pata abajo. Así que lo confesé todo. Mi único gesto de valentía fue proteger a Peggy ocultando su papel en todo el embrollo. En su lugar, dije que me había contratado el empresario señor Casposa.
- ¿Un detective privado de tres al cuarto? -se preguntó retóricamente el moumento-. ¿Y por esto nos hemos estado preocupando?- ¿Puedo irme ya? -pregunté sin demasiadas esperanzas.- Oh... por supuesto -dijo el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe-. Ahora mismito. En cuanto te haya matado lo suficiente.
Pero antes de que pudiera apretar el gatillo un ladrillazo le acertó en plenas sobrecubiertas, causando considerable conmoción. La Ciutat se volvió en dirección a la trayectoria del ladrillo, momento que aproveché para agacharme y echar a correr hacia la salida. Empezaron a oírse voces dentro de la nave:
- ¡Mirad, es una obra del puto Calatrava!- ¡Destruyámosla!- ¡Por su culpa mi ciudad está arruinada!- ¡Megalómano de mierda!
Eran voces iracundas de mendigos y sin techo que por lo visto utilizaban la nave como alojamiento improvisado aquella noche. Una lluvia de piedras y ladrillos empezó a caer sobre el Calatrava, quien tras considerar el equilibrio de fuerzas optó por una retirada estratégica. Justo igual que yo, que corrí como una gacela (reumática) hacia la salida. La diferencia fue que a mí nadie me perseguía (todavía) y conseguí escapar, mientras que a mis espaldas el sonido de arquivoltas rotas pronto se vio acompañado por el de dientes cayéndose al suelo. No me paré a volver la vista atrás.
(contiuará)
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