mayo 18, 2012

Misterio entre bambalinas (VII)

Encontré un sitio tranquilo para meditar mis penas en uno de los palcos a más altura. La única iluminación provenía del escenario, donde parte del grupo de bailarinas ensayaba el número de los baños de ola y el ladrón de ropa. Los alegres acordes de la pianola hacían botar y rebotar a las pizpiretas chicas, entre las cuales estaba mi amiga Peggy ondulando como un flan recién sacado de su molde. Observé los ensayos durante unos minutos, tras los cuales me acurruqué en la butaca, me tapé la cara con un par de sujetadores y me dispuse a poner en marcha toda la potencia analítica de mis neuronas para estudiar en detalle la situación. 





Cuando me desperté, el auditorio estaba a totalmente a oscuras. No sabía qué hora era, aunque por el silencio casi absoluto que me rodeaba deduje que debía tratarse de noche cerrada. Los únicos sonidos que se oían eran el de los movimientos de mis tripas insatisfechas y los ecos lejanos y quejumbrosos del Fantasma de la Ópera, haciendo su ronda espectral en compañía de lo que, por lo que me parecía oír, debía ser un transistor sintonizado a Radio Olé

Mis sesudas cavilaciones no me habían conducido a nada más que a unas figuraciones oníricas la mar de interesantes, pero que nada tenían que ver con el caso que me ocupaba. Seguía estando envuelto en una situación sin sentido y en la que no sabía muy bien cómo me había metido. En resumen, estaba investigando una presunta serie de crímenes en un teatro de tercera, dirigido por un empresario paranoico y habitado por un una cuadrilla de malos actores con títulos de enseñanza superior, amén de un Fantasma de la Ópera salido y senil con un listón tan bajo que era capaz de llamar "jamona" a una actriz que había hecho la primera comunión en tiempos de Ramsés II. Teníamos por un lado la muerte por pirólisis de dicha actriz, de la que alguien disfrazado de plantígrado había intentado incriminar a la actriz principal. Por otro lado estaba un número indeterminado de desapariciones misteriosas de personal, que todavía no había tenido tiempo de investigar, una agresión a un bailarín juerguista y ciertos actos de sabotaje menor destinados al parecer a obstaculizar los movimientos subterráneos del Fantasma. Nada de esto tenía la menor lógica y yo no podía ni empezar a intuir qué tipo de interés iba a tener nadie en la práctica de estos actos malignos: nada que hubiera en el teatro, ni el propio teatro en sí, tenían más valor que un bonobús caducado. 

En estas disquisiciones estaba cuando me sobresaltó un ruido procedente del patio de butacas. Por un momento pensé que se trataría del señor Cifuentes haciendo de las suyas, pero algo me hizo ser precavido: ni se oía el sonido de coplas de la radio ni había en la platea oportunidad alguna de ver cacha. Así que en lugar de levantarme a saludar me asomé discretamente al balcón del palco. No se veía un pimiento. Allí abajo alguien o algo se movía entre las butacas, en la más completa oscuridad. En estricto cumplimiento de la legislación vigente, el Teatro Bífidus Activos estaba equipado con un sistema de iluminación de emergencia cuyas lámparas habrían aportado una luz tenue al ambiente de no estar todas fundidas desde antes de la invasión napoleónica. El teatro estaba más negro que las previsiones del FMI acerca de la economía, pase a lo cual quienquiera que fuese que estaba abajo se desplazaba con movimientos seguros, sin hacer apenas ruido. 
- Psst bzzzt sssisht mmzzzssst -oí una voz irreconocible susurrar ahí abajo. 

- Bisi bisi bssst bzzzchisst sususússss -respondió otra, también justo en el umbral de audición. 
Allí abajo había al menos dos personas. ¿Qué estarían haciendo a esas horas, en ese lugar y a oscuras? Conociendo las leyendas que circulan acerca del mundo del teatro, me imaginé a una joven pareja manteniendo un encuentro romántico y prohibido (con consecuencias probablemente trágicas) en secreto, pero al no escuchar ninguna de los característicos sonidos de frotamientos, succiones y bombeos que suelen acompañar a estos mágicos momentos, empecé a sospechar que algo más siniestro estaba ocurriendo. Debo reconocer que en ese momento se me habrían puesto todos los pelos de punta, si a esas alturas me aún quedara alguno. 

Soy de natural cobarde, miedica y llorón, por lo que mi primer impulso fue agachar la cabeza y quedarme allí calladito y bien escondido. Pero luego una imagen se abrió paso en mi mente: la de la pobre Peggy, asustada e indefensa, pidiéndome que la ayudara. Esa imagen causó un efecto inmediato en mí: ganas de vomitar. Estas náuseas fueron creciendo y aderezándose con ganas de hacer aguas menores y mayores, así como de picores, sarpullidos, eczemas y otras sensaciones psicosomáticas no especialmente agradables: era mi cuerpo haciéndome sentir culpable por no cumplir con mi deber de detective. Finalmente, a regañadientes y maldiciendo mi conciencia, me preparé para enfrentarme a lo desconocido. Sacando mi revólver de su cartuchera, retrocedí al pasillo y busqué una forma de bajar al patio de butacas. 

Sigiloso como un mortífero asesino ninja, me abrí paso por la oscuridad llena de ecos del teatro. Gracias a las muchas horas que he pasado vagando por los cuartos oscuros, tengo una excelente capacidad para moverme en las sombras guiado sólo por mis sensaciones táctiles. Estas fueron, en aquella ocasión concreta, las siguientes: un trompazo en la nariz contra una pared, un coscorrón contra el quicio de una puerta baja, un castañazo contra una barandilla, un batacazo con la estatua de "Apolo Victorioso Contra El Estreñimiento", sobre cuya divina rodilla me dejé tres dientes, un encontronazo con un cactus gigante, un porrazo contra la vitrina del bar, cuyo contenido en copas de champán salió despedido a los cuatro vientos, un traspiés sobre la bolsa de aire de una gaita escocesa que alguien se había dejado por ahí, un mamporro contra el cuadro de don Gastón Porroux, fundador del teatro, un aparatoso enredo con las perchas del guardarropa, un pisotón a la cola de un gato y una rápido caída, rodando y rebotando, por las escaleras de caracol que conducían a la planta baja. 

Cuando dejé de ver pajaritos de color rosa volando alrededor de mi cabeza, recordé que llevaba en el bolsillo un paquete de cerillas, de las que siempre guardo para el vicio de mi compañero (y sin embargo amigo) J. Arístides. Encendí una cerilla y al cúmulo de sensaciones anteriormente descrito se añadió una nueva: una quemadura en el dedo gordo. Pero apenas se hizo la luz, escuché un fuente CATACLOC! y un dolor superior a todos los anteriores me inundó las meninges. Caí desplomado. La oscuridad cayó sobre mí nuevamente, y ya no vi ni oí ni sentí nada durante un largo tiempo. 

(continuará)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estoy en un sinvivir, esto es mas interesante que La Dama de Rosa o que incluso Crystal. ¿Has vendido ya los derechos para hacer un culebron?

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