febrero 23, 2013

Un trabajo a mi medida

Amanecía sobre las paradisíacas playas de Fiji: un sol dorado y radiante que se alzaba majestuoso sobre un mar turquesa calmo y trasparente, y con una cálida brisa marina acariciando las copas de los cocoteros y los suntuosos tejados de los bungalows de uno de los resorts más exclusivos del mundo. Y mientras tanto yo, en las antípodas de ese lugar, me pudría entre las cuatro paredes de mi zarrapastroso despacho, sin otro quehacer que no matar cucarachas. En efecto: mi cuchitril estaba tan infestado de artrópodos que lo difícil resultaba no pisar alguno a cada paso.

He de reconocer que el negocio iba aún peor que de costumbre. Desde que mi antiguo socio en las tareas detectivescas, J. Arístides, había descubierto a la tierna edad de cuarenta y siete años lo entretenido que es el negocio de traer descendientes al mundo, la agencia no levantaba cabeza. Ni yo tampoco, pues me pasaba los días durmiendo la mona y las noches bebiendo orujo casero, que fabricaba yo mismo a partir de restos de mobililario. Lo tenía de dos sabores: cucaracha entera y cucaracha aplastada con aroma a suela de zapato.

Mi vida se tambaleaba al borde del precipicio etílico, y lo único que me impedía caer para siempre en el abismo eran los cuidados (y los pechos como flotadores) de mi nueva secretaria, la señorita Scarlett Bustillo, Ramona según su carné de identidad. Al igual que las anteriores secretarias que había tenido, la señorita Bustillo no cobraba ni un chelín por su trabajo. Pero a diferencia de ellas, ella no trabajaba para mí porque tuviera una adicción que ocultar o porque fuera una inmigrante ilegal con tres doctorados y sin otro lugar donde caerse muerta, sin por un motivo mucho más noble y puro: sencillamente, yo le daba mucha penita.


Precisamente en ese momento sentí los pequeños temblores sísmicos que anunciaban su llegada: con más brío que el que corresponde normalmente a una estudiante de paleontología, lo que evidenciaba su pasado en el vodevil, mi secretaria entró en mi oficina. Sus domingas oscilaban armónicamente al tiempo que me decía:
- No te lo vas a creer, Mike. ¡Tenemos visita! Y por lo que parece no se trata de un acreedor.
Reaccioné rápidamente: vomitando.  Después de liberar mi estómago me sentí algo mejor mejor. Tapé rápidamente los restos semidigeridos de mi cena (un cartón de huevos vacío y tres cáscaras de plátano) con unos calcetines usados, coloqué un poco los papeles de mi mesa (un par de sodokus mal hechos y el borrador de carta de suicidio que llevaba un tiempo intentando escribir) y pedí a la señorita Bustillo que preparara café, no sin antes hacer pasar a nuestro potencial cliente.
- Es que no es una sola persona -dijo ella-. Son unos doce, más o menos...
Intenté disimular mi sorpresa (sin conseguirlo) y le dije a mi secretaria que daba igual, que pasaran todos. Y así lo fueron haciendo, uno a uno. El primero resultó ser un guardaespaldas del tamaño del Peñón del Gibraltar, que se puso a rebuscar por todo el despacho buscando amenazas y micrófonos ocultos. Lo que encontró fue mi pota, lo que le hizo poner una cara la mar de rara. Luego entraron en sucesión un chófer oficial, tres secretarias, cinco subsecretarias, un jefe de prensa, un estilista con más pluma que el gallinero de mi tío Tereso (que en paz descanse), una asesora de imagen, un entrenador físico personal (al que juraría haber visto en alguna de las películas que guardaba bajo el colchón), varios pelotas profesionales y, finalmente, la mujer que parecía el centro de toda aquella algarabía.
- Diputada Dí... -empecé a decir.

- ¡No diga mi nombre! -me interrumpió ella-. Vengo de riguroso incógnito, como una ciudadana de a pie: hemos aparcado el coche oficial a tres manzanas de aquí y hemos venido andando, como los pobres. ¡Nadie debe saber que he estado aquí!
Asentí, sintiéndome mareado y confuso (esperaba no volver a vomitar otra vez delante de aquella dama), y observé con más detenimiento a mi visitante, ignorando a su discretísimo séquito. La mujer era tan delgada y severa como en las fotos de los periódicos. Venía vestida con mantilla, collar de perlas y ese estilo de señora bien que sólo consiguen tener algunas madames de burdel fino y contadas presidentas de comunidad autonómica. Al ver mi expresión de sorpresa, la mujer me ofreció una explicación no solicitada:
- Yo es que soy una política muy versátil, ¿sabe? Progre de día y carca de noche, o cuando es menester.  Y ahora con la Cospedal y Soraya mandando ésta es la moda en el Congreso. Una tiene que adaptarse a los tiempos, siempre digo yo. Eso Felipe y José Luis no lo supieron ver: por eso me fui. Y no sé qué pinto yo dándole explicaciones de nada a un soplagaitas como usted. Verá: vengo a ofrecerle el trabajo de su vida.

- A... ¿A mí?

- Sí. Es usted detective privado, ¿verdad?

- Ehm... sí, sí, claro... aquí tengo un título de CCC que demuestra que...

- Me da igual. Usted es lo que necesito. Verá: voy a encargarle un trabajo de lo más importante. Top secret del bueno. ¿Me sigue? Muchas vidas humanas dependen de esto... 

- Puede usted confiar en mi, doña Ros... perdón, señora.
Me sentía totalmente intrigado, pero a la vez desconfiado: mis anteriores relaciones con políticos no habían sido precisamente placenteras. Al final pudo más la curiosidad que la prudencia, y le pedí que continuara.
- Verá -dijo ella- necesito que espíe a una persona por mi.
Y me pasó un sobre cerrado por encima de la mesa. Miré el sobre sin tocarlo, con desconfianza: cuando un político te pasa un sobre es muy probable que uno de los dos acabe en la cárcel, y nunca va a ser el político.
- Siga a esa persona. Entérese de con quién habla, qué dice, con quién se reúne. A qué hora se acuesta, qué tipo de comida le gusta, si tiene problemas para ir al baño. Lo quiero todo: hasta los detalles más escabrosos. Póngale escuchas telefónicas, implante micrófonos ocultos, vigile de lejos con un catalejo... me da igual. Lo importante es tener fichada a esta persona las veinticuatro horas del día. No escatimaremos en gastos, créame. Y lo más importante: ¡que nadie descubra esto! Yo nunca he estado aquí, ¿me entiende? 
Yo dudaba. El espionaje no era lo mío. Como detective, yo era más de los de quedarme mirándome las puntas de los zapatos y pensar en el miedo a la muerte.
- No le he hablado de sus emolumentos -dijo al ver mi rostro dubitativo-. Estoy dispuesta a pagarle doscientos euros al día, más gastos. ¿Que quiere más? Le pago más: trescientos al día, no se quejará usted. Total, esto lo pagan los españoles, esos pardillos... ¡Viva España!
¡Viva!, corearon los asistentes de la diputada. Yo dejé de dudar: el vil metal había obrado su magia en mí y yo, francamente, deseaba poder volver a desayunar cada día, como antaño, un buen saco de patatas lleno de churros. Con cuidado, como si me dispusiera a rascarle la tripa a una pitón, alcancé el sobre y lo abrí.
- Pero... pero... esto no puede ser... la persona a quien tengo que espiar... ¡es usted misma!

- Pues claro, alma de cántaro -me dijo la representante electa de más de un millón de españoles-. ¿No lee usted las noticias? ¡Todo político que se precie en este país tiene que ser espiado! ¿Qué pensará la gente de mí si se llega a saber que nadie ha ordenado que me pongan escuchas? ¡No quiero seguir siendo considerada una mindundi! ¡Que yo aspiro a ser Presidenta, oiga!
Uno es pobre, pero honrado.  Al escuchar estas palabras no me quedó otro remedio que tener que pedirles a todos que se fueran de mi tugurio, no sin antes vomitar de nuevo. La diputada, indignada, siguió gritándome y echándome improperios hasta que su voz se perdió en la lejanía:
- ¡Separatista! ¡Bipartidista! ¡Te has vendido al voto útil! ¡Me las pagarás todas juntas!...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sufur... J. Aristides tiene que volver ya! No puede ser que Mike a Secas se deje llevar por esos accesos bulimicos y anti-rosa. Necesita a Joseba para que, al menos, tenga a alguien con quier pelear dialecticamente.
P.

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