Contrariamente a lo que se puede pensar de mi, mi tipo de establecimiento comercial favorito no son los restaurantes ni las coctelerías, sino las librerías. He pasado algunos de los momentos más felices de mi vida deambulando sin rumbo fijo entre las estanterías de algunas tiendas de libros, dejando que tomos al azar capturaran mi mirada y aspirando el olor tan agradable de los libros nuevos o usados. Las librerías estadounidenses, cuando se ponen a ello, son ideales para este ejercicio: tienden a ser espaciosas, a combinar espacios dedicados a los libros en sí con áreas culturales y de relax de lo más curiosas (como esta librería del distrito de Mission que aparece abajo, que tiene una parte trasera con mesa de ping pong y una pequeña galería de exposiciones), y en las que además sueles poder escuchar buena música a un volumen razonable. Las buenas librerías no son solo almacenes de libros, sino también centros culturales, lugares de reunión y parte de esa cosa nebulosa que llamamos "el alma de la comunidad".
San Francisco es el paraíso de las librerías independientes (es decir: toda aquella que no forme parte de una gran cadena, como nuestras librerías del Corte Inglés o la FNAC). Las regulaciones municipales que aún perduran allí concentran las grandes superficies comerciales y las megastores en zonas muy concretas del centro de la ciudad, dejando el resto de los barrios libres para que los minoristas puedan seguir ejerciendo su profesión sin competencia desleal por parte de gigantes corporativos. Tal vez la librería independiente más famosa de San Francisco sea City Lights, famosa por su colección de textos izquierdistas, de poesía y, sobre todo, por haber sido centro de reunión y de publicación, bajo el patrocinio de Ferlinghetti, de muchos autores de la Beat Generation (Kerouac, Ginsberg, Orlovsky...). Por cierto, que el señor Ferlinghetti sigue en activo y le vi al pie del cañón en la caja de su querida librería.
Pero aun con toda la tradición librera y literaria de San Francisco, resulta imposible hacer frente a la avalancha de las grandes compañías de venta a través de internet como Amazon o el gigante americano Barnes&Noble. Además, el libro digital cada día gana más adeptos, desplazando poco a poco al papel. Respecto a esto, reconozco que me siento ambivalente: por un lado soy un entusiasta del libro digital por su comodidad y menor precio y además soy un usuario empedernido de Amazon, gracias a la cual mi suministro de libros en inglés no se agota nunca. Pero por otro lado estoy enamorado de las librerías como las que he descrito. Continúo comprando y leyendo libros en papel por placer estético y como apoyo a las librerías y editoriales pequeñas, aunque sepa que por desgracia el objeto de mi romanticismo está condenado a desaparecer.
Un ejemplo en la propia San Francisco es la emblemática librería gay A Different Light, que tras más de treinta años siendo el corazón intelectual de Castro se vio obligada a cerrar sus puertas en 2011. En Nueva York ya había cerrado en 2009 la legendaria Oscar Wilde, y actualmente solo quedan un puñado siempre menguante de librerías especificamente orientadas a gays y lesbianas en todo Estados Unidos. En Europa la situación es similar: en Londres solo queda una (Gay's the World), en Madrid Berkana lucha agónicamente por su supervencia, lo mismo le pasa a Cómplices en Barcelona, y así en todas partes. Teniendo en cuenta además que Amazon y similares no son precisamente conocidas por su compromiso político y libertario (la gigante ha censurado "por error" libros tan inocentes como Brokeback Mountain por su "posible impacto negativo en los jóvenes"), y además siendo yo uno de esos gays antiguos que salió del armario en buena parte gracias a espacios como esas librerías, considero todo este proceso una pérdida terrible. Y no soy el único.
Pero dejando a un lado el caso de las librerías GLBT, que igual os parece una cosa demasiado específica, hablaré de otro ejemplo que me es muy cercano: el cierre de las librerías independientes de Berkeley.
Durante este viaje tuve la oportunidad de volver brevemente a "mi" Berkeley: el lugar donde realicé mis primeras estancias largas de investigación durante mi tesis doctoral. Es difícil expresar con palabras lo que significó y aún significa Berkeley para mi. Yo era un chico de provincias tímido, inseguro y en el armario al que le regalaron la posibilidad de vivir nueve meses en el meollo multicultural e intelectual de la California más progresista.
Berkeley ha sido tal vez mi mayor aventura y al mismo tiempo mi peor fracaso. Era increíble estar allí, con veintipocos años, en una de las diez mejores universidades del mundo (¡y pública, señor Wert!), codeándome con los mejores y siendo parte de todo aquello. Decir que fue una experiencia erniquecedora sería un cliché y un eufemismo: me cambió la vida. Pero siempre me he quedado con la sensación de que no saqué toda la chicha que hubiera debido de aquella oportunidad: mi artículo no salió (tal vez yo estaba demasiado verde como científico), no mantuve los contactos adecuados y, lo que más me atormenta, no hice el suficiente esfuerzo por quedarme, que es lo que tal vez debiera haber hecho. La verdad, nunca me creí digno de todo aquello.
Con estos sentimientos agridulces volví a pasear por el magnífico campus de la Universidad, entre árboles centenarios y ardillas. Había mucha menos animación de la que esperaba: llegué en un mal día (graduaciones) y el campus estaba medio desierto. Una pena, porque me hubiera gustado volver a ver el barullo de los estudiantes y sus estrambóticas asociaciones (juro que una vez vi un stand de una "asociación de individualistas") en torno a la Sather Gate y la calle Telegraph.
En Telegraph estaban los mismos puestos hippies de siempre y alguna que otra mesa informativo-reivindicativa, aunque no tan concurridas como en el pasado. Fue gracioso: a cada lado de la calle una mesa, una defendiendo al estado israelí y otra al palestino.
Seguían abiertos mis bares favoritos, la cervecerías Triple Rock, que elabora sus propios mejunjes, y la animada Jupiter. También seguían ahí las gloriosas tiendas de música, tanto Rasputin como Amoeba (presentes también en el barrio de Haight de San Francisco). Ambas se enfrentan a la crisis digital especialzándose en oldies y música indie difícil o imposible de localizar a través del tres veces maldito iTunes.
Las que ya no están son mis queridas librerías.
Fue en Berkeley donde entré en contacto con ese mundo de librerías-centros culturales del que hablaba antes. Se trataba de sitios donde podías encontrar de todo, desde el texto técnico que necesitabas para avanzar en tus estudios de hidrodinámica a algún ejemplar original firmado por García Márquez, o esa novelita que siempre habías querido leer y que encontrabas de segunda mano por 1$. Durante mis tiempos de Berkeley, me gasté tres veces mi sueldo en libros. Luego los empaqueté todos (algo más de noventa kilos) y los envié a España por transporte marítimo, que era lo más barato. Tres meses tardaron en llegar, y aún los conservo todos.
En las librerías de Bekeley podías encontrar cuaquier sorpresa. Un día entré distraídamente en una de mis favoritas, Black Oak, y me topé con Isabel Allende hablando de literatura ante una pequeña y extasiada audiencia. Black Oak ya no está allí: primero cambió de propietario, luego empezó a verse abrumada por las deudas y finalmente acabó trasladándose a un almacén de un barrio alejado, desde donde al parecer subsiste precariamente.
Otra caída en combate fue Cody's, una librería independiente fundada en los años cincuenta que llegó a tener tres sucursales y que ahora ha desaparecido por completo. Me encantaba Cody's, con sus dependientes enamorados de los libros que siempre te hacían sugerencias y recomendaciones (yo no entendía casi nada, pero bueno) y su extensa colección de libros de ciencia-ficción.
Al ir viendo los solares vacíos u ocupados por tiendas de ropa de estos sitios tan queridos, la alegría que tenía al empezar mi jornada en Berkeley se fue convirtiendo en melancolía. Es triste asistir al ocaso de una época gloriosa, pero al menos me queda el consuelo de haber vivido parte de ella aunque fuese por un tiempo limitado.
Pero al llegar al final de la calle Telegraph me esperaba una alegría: ¡aún queda una! Moe's sigue resistiendo. Moe's es una librería de cuatro plantas con una colección impresionante de libros de segunda mano y una sección de libros antiguos que es una delicia. Buena parte del tonelaje de libros que mandé a casa por mar los compré a precio de ganga en Moe's.
Por dentro Moe's no ha cambiado nada; tal vez huele un poco más a viejo, pero eso añade atractivo a este tipo de librerías. No pude resistirlo y cayeron libros suficientes como para obligarme a abrir la maleta en el aeropuerto y embutir mi mochila de tomos para poder facturar sin pagar exceso de peso.
No sé cuanto tiempo le queda a Moe's, la Última de Filipinas. Han abierto una página web atractiva y están apostando fuerte por la baza de los libros de anticuario, pero no sé hasta qué punto eso les permitirá mantener un local de cuatro plantas en pleno corazón de Berkeley. Me temo que algún día de estos se vean obligados a moverse al quinto pino como Black Oak o a cerrar como Cody's. Y entonces Berkeley, sin su corazón de libros independientes, ya no será mi Berkeley. Tal vez hice bien en marcharme a tiempo, después de todo.
2 comentarios:
Bueno, prométame que cuando yo publique un libro lo comprará Vd. en papel, ¿eh?
El tema de las librerías es muy triste; encontrar una mínimamente especializada es toda una odisea, al menos por aquí, y deduzco que se va a convertir en la tónica predominante en poco tiempo. Sobre la estancia en Berkeley no te atormentes pensando en lo que pudo ser y no fue; tal vez la vida te compensó con otras cosas buenas.
PD.: Si Mocho publica un libro estoy seguro que será un best seller.
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