marzo 26, 2014

Morirse: algunas reflexiones

Tengo que rendirme ante lo inevitable: soy castellano, tengo ya una cierta edad (prácticamente geológica) y, por todo ello, estoy genética y culturalmente abocado a pasar cada vez más tiempo practicando el pasatiempo favorito de mis antepasados, que es pensar en la muerte o, directamente, morirse.

La muerte es por lo general un contratiempo bastante molesto, que fastidia muchos planes, y que puede resultar terriblemente doloroso, ya sea la propia o la de los seres queridos. En estos casos la muerte no tiene nada de divertido y me niego a frivolizar sobre ella. Es más, como castellano que soy encuentro desagradable esta costumbre moderna de intentar ocultar la muerte, de evitar pensar en ella y de meterla (metafóricamente) debajo de la alfombra a la menor oportunidad. Forma parte doliente de la vida y hay que aceptarla y llevarla con dignidad, dentro de lo posible.

En otras ocasiones la muerte también resulta dolorosa aunque uno no conozca personalmente al finado. Es normal y humano sentir pena al leer en las noticias la muerte de un artista al que se admira y que le ha hecho feliz a uno con su obra, o sentir un estremecimiento ante las imágenes de un accidente o una catástrofe natural. El cerebro humano, por suerte o por desgracia, se las arregla muy bien para filtrar el impacto emocional de las muertes lejanas, pero aun así dice mucho a favor de nosotros como especie que seamos capaces de lamentar el mal para nuestros congéneres aunque no les conozcamos personalmente.

Sin embargo, esta costumbre tan nuestra de esperar a que alguien se muera para ensalzarle y ponerle por las nubes me parece un acto de hipocresía supina. Estos días hemos asistido al funeral del ex presidente Adolfo Suárez y hemos sido bombardeados con cientos de panegíricos alabando la figura del gran estadista, Padre de la Patria, digno político que se nos ha ido. Curiosamente, muchas de las personas que se han manifestando públicamente ensalzando al fallecido han sido los mismos que en su momento se dedicaron a traicionarlo, humillarlo, perseguirlo públicamente, ningunearlo, destruir su carrera política y despedazarlo por todos los medios posibles.

Yo tengo, como decía, una edad, y aunque en aquellos tiempos yo era bastante jovencito aún soy capaz de recordar cómo a Suárez se le hizo polvo de forma sistemática desde fuera y dentro de su propio partido, cómo fue forzado a dimitir, cómo se le trató como un apestado y cómo se le dio caña desde todos los lados, hasta obligarle a desaparecer de la escena pública. Algunos de los que más se ensañaron con él hoy ocupan ministerios o dirigen periódicos, y han sido los primeros en colocarse en la foto despidiendo con lágrimas de cocodrilo el féretro durante el funeral de Estado. Cabrones de mierda, ojalá se mueran pronto.

También recuerdo a Suárez como el hombre que legalizó el Partido Comunista, que auspició la creación de la Constitución, y como una de las tres personas que no se cagó en los pantalones y supo mantenerse firme durante el golpe de estado de 1981. Las otras dos personas, cada una en un lado opuesto del espectro político, también me caían bien.

Menciono esto no solamente para recalcar la hipocresía y el hijoputismo general de tantos políticos y periodistas que padecemos, sino también para denunciar ese buenrollismo generalizado que nos empuja a todos a sólo echar flores sobre la figura de un recién fallecido.

Pues no: yo soy un animal mamífero, tengo un sistema límbico en plenas capacidades de funcionamiento, y me parece tan antinatural no alegrarse ante la muerte de un ser odiado como no entristecerse ante la muerte de un ser amado.

Mi compañero y sin embargo amigo P., hombre a quien admiro entre otras cosas por tener una brújula ética fortísima e inflexible, lleva muchos años diciéndomelo. Cada vez que alguien me hace una putada, P me consuela: "¿no te alegra pensar que esa persona va acabar muerta y comida por los gusanos?". Pues lo cierto es que sí, un poco.

Alegrarse al pensar en la muerte, preferiblemente dolorosa, de un hijoputa es algo que es constantemente criticado por dos motivos igualmente absurdos: la corrección política y el argumento, psicológicamente potente pero estadísticamente inope, de que uno mismo también va a acabar muriendo. La corrección política es una idea que tiene una intención loable, pero que se ha llevado al absurdo, mientras que el segundo argumento se cae por su propio peso en cuanto uno se pone a hacer unos pocos números:

En efecto, todos acabaremos en el hoyo. Yo, personalmente, no tengo ninguna gana de morirme y también me aterra pensar en la muerte de mis familiares, amigos y seres queridos. Pero por otra parte las leyes de la estadística y la observación antropológica comprueban una observación muy cotidiana: por cada persona querida, buena o valiosa en el mundo, existen mil cabrones, malvados o estúpidos  que convierten este por otra parte adorable planeta en un tugurio que deja mucho que desear.

Es verdad que la muerte hace poco por solucionar este desequilibrio, porque los estúpidos y los cabrones son reemplazados en igual o superior número a medida que van pereciendo, sin que se agote nunca la reserva de gente despreciable. Pero aun así, siendo honesto no puedo (ni quiero) negar que es una satisfacción ir viendo caer a tanto hijoputa.




No quiere decir eso que apoye el homicidio, faltaría más. Mi propia brújula moral me impide si quiera pensar en hacer daño activamente a nadie. Pero la fantasía es libre y pocas cosas me resultan tan satisfactorias como imaginarme meando sobre la lápida de algún que otro cabronazo con pintas.

De este modo, admito que me alegré mucho con la muerte del despreciable Pinochet, que celebré el momento en que esa bruja apellidada Thatcher la palmó, que bailaré cuando la casque Aznar y que me propongo escupir sobre la tumba y la memoria de la mayor parte de los políticos de estos últimos años. Tengo ganas de ver a Esperanza Aguirre muerta y enterrada, disfruto imaginándome a Botín pudriéndose en su lujoso panteón, cuento los minutos y segundos hasta que el odioso Berlusconi nos deje en paz, convirtiendo con su defunción este mundo en un lugar mejor, y así sucesivamente.

Admito en todo momento que estos sentimientos míos son totalmente irracionales y que están moldeados por ideologías y por medios de comunicación que me manipulan sin poderlo yo evitar del todo, y que seguramente hay muchas personas en mi lista de "ojalá se mueran" que no lo merecen tanto como yo creo (y al revés, habrá muchos que no están en mi lista que merecerían ser atropellados por un tranvía hoy mismo), pero qué queréis que os diga: tengo muchos defectos. Espero solamente que al menos la hipocresía vaya bajando puestos en la lista.



4 comentarios:

starfighter dijo...

En el caso de Adolfo Suarez creo que a muchos les carcome la ¿mala? conciencia que puedan tener. Saber lo que hicieron en aquellos años y que ahora ya no pueden corregir porque para eso, afortunadamente, existen las hemerotecas, las videotecas y demás testimonios. Y no sigo más porque con lo que ha pasado estos días me he enervado bastante.

Por otro lado, no es ser un cabrón si te alegras por la muerte de un hijoputa que se ha dedicado a hacer el mal o amargar a todo bicho viviente; estoy seguro que a ellos se la suda lo que sintamos pero saber que acabarán como todos, en una caja o incinerados, es algo que me alegra mucho. Y si eso es ser un bastardo cabrón, lo admito, lo soy. Más que muertos, que acabarán así, a veces les deseo una enfermedad lenta, larga y dolorosa, muy dolorosa, para que sufran una poca en esta vida y sepan lo que es.

Mocho dijo...

Yo estoy esperando las reacciones cuando se muera Fidel Castro, verás qué risa.

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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