diciembre 13, 2015

Misterio prenavideño

Estábamos de enhorabuena. J. Arístides y yo acabábamos de resolver nuestro segundo caso con éxito en los veintinueve años que llevábamos con la agencia de detectives. En esta ocasión habíamos logrado encontrar la mascota de una conocida nuestra. En concreto, la conocida era nuestra amiga y soplona ocasional Helen "La Sorda" y la mascota, un mono aullador que había dejado olvidado en algún lugar de su lujoso apartamento de treinta y cinco metros cuadrados. Logramos resolver el caso en menos de una semana, y ahora Helen nos recompensaba invitándonos a cacahuetes revenidos de segunda boca en "Melanio's", el bar de la esquina.
Sois estupendos, muchachos –nos gritó nuestra confidente, a pesar de que el "Melanio's" estaba en silencio. Los altavoces los había robado una banda de diputados años atrás–. Habéis recuperado a mi chiquitín sin romper casi nada. Me gustaría recompensaros de alguna manera.

¿Qué tal con dinero? –dijo mi compañero (y sin embargo amigo) J. Arístides, siempre tan materialista–. Nuestros honorarios son...
Pero Helen no le escuchaba. Estrictamente hablando, no le oía. Seguía a lo suyo:
Ya sabéis que yo trafico con información. Información de la buena –Helen "La Sorda" era posiblemente la soplona más entusiasta de Boo de Piélagos, y sin duda la peor. No se enteraba de los secretos a menos que alguien se los gritara con megáfono, y solía estar al tanto de sus jugosas noticias leyendo ejemplares antiguos del "Diario noticioso, curioso, erudito y comercial, político y económico" que encontraba en la hemeroteca–. Pues bien: atención a lo que os voy a contar. Se os van a poner los pelos de punta. Bueno, a ti no, Mike –dijo, señalándome a mí. 
Esperamos pacientemente a que continuara. A Helen le gustaban las pausas dramáticas. Solía hacerlas de unos cuarenta o cincuenta minutos de duración. Aproveché para comerme un par de bolsas de cacahuetes. J. Arístides, no: estaba a dieta. Finalmente, Helen decidió romper el silencio:
Ojo al dato, muchachos –dijo, triunfalmente–: sé de buena tinta que este año el señor Sagasta, de nombre Práxedes Mateo, no se presenta a las Elecciones Generales. Pinta mal para el Partido Liberal
Pusimos cara de mucho susto y aspaviento, como de costumbre al escuchar las novedades de Helen. Ya nos hacíamos cargo de que nos íbamos a quedar sin cobrar lo del mono. J. Arístides, con cara de enfurruñamiento y aduciendo mal de tripita, se excusó y se marchó a su casa. Yo sabía que probablemente esa noche tuviera algún lío de faldas, frecuentes en su vida desde que decidió sacarse un sobresueldo trabajando como costurera. Al poco se fue Helen, cansada de esforzarse porque se le había caído la trompetilla al suelo del bar y no lograba despegarla de la masa de mugre que cubría las baldosas. Allí me quedé, en compañía únicamente de mis pensamientos –más bien pocos– y un par de cacahuetes chupados por otra persona.
Psst, pollo –me dijo alguien desde el otro lado de la barra. El humo de tabaco y la pobre iluminación no me dejaba ver bien quién me hablaba–. No he podido evitar escuchar su conversación de antes, en parte porque no hay nadie más en el bar y en parte porque soy un cotilla redomado. Veo que le interesa la política, ¿no es así?

Se equivoca, caballero –dije. No quería problemas–. Yo solo soy un pobre diablo que se gana la vida como ahormador de sombreros talla XXL e investigador privado. Me va fatal en ambos negocios. Olvídeme.

Ya veo que es usted un panoli, un pelagatos y un soplagaitas –respondió con cariño el individuo. Fue acercándose mientras me hablaba, dejando ver mejor su rostro: era un hombre bajito y con coleta, vestido con camisas del Alcampo y con un DVD de la serie "Juego de Tronos" en su mano izquierda–. Es por eso que me interesa usted. ¿Le gustaría ser congresista? Estoy buscando gente de relleno para mi partido y necesito que se trate de individuos que no me hagan sombra. Tipejos sin ningún tipo de carisma ni habilidad concreta, como usted. Sería ideal como parlamentario: ¿le gustan los iPads?

Mire, déjeme en paz –le dije–. Yo solo quiero comerme a solas estos cacahuetes
El tipo, visto mi desinterés, se fue con la música a otra parte y yo me quedé con mis dos maníes. Me los metí en la boca, los chupé un poco. Sabían como a arenque. Los mastiqué con desgana. Su textura era más o menos la del estropajo de aluminio. Deglutí. Eran las tres de la madrugada. El Melanio's estaba cerrando.


Salí al callejón. Llovía. Las calles de Boo de Piélagos estaban inusualmente vacías. Era una mala época, en la que la gente de bien (putas, rateros, camellos) prefería quedarse en sus casas, tapados bajo sus mantas, en vez de enfrentarse a las jaurías de políticos salvajes entregados a la tradicional pegada de carteles o a agresivas campañas publicitarias capaces de provocar ataques de epilepsia a una urraca histérica. Estábamos antes de Navidad y en campaña electoral. Un horror.

Soy un tipo escurridizo y notablemente sigiloso, si me tapo adecuadamente la calva. Atravesé las calles que separan Melanio's de mi guarida sin que nadie reparara en mí: exactamente igual que que cuando voy a un bar de hombres nocturnos a intentar ligar. Llegué por fin a mi domicilio: la pensión Paqui, llamada así porque la dueña, doña Madiha Jhalawan, había nacido en Peshawar. La señora Madiha (Asunción para los amigos de la parroquia), viuda aún de buen ver a pesar de tener ya cierta edad, me dejaba dormir en el camastro del perro y comerme las sobras de la cocina a cambio de favores sexuales, a saber: espantar con mi desagradable aspecto, actitud y olor corporal a los hombres con los que ocasionalmente tenía trato carnal, a fin de que ninguno se quedara con ella a vivir de las rentas. "Con mi difunto marido, el Pancracio, que Alá lo tenga en la gloria, ya he tenido suficiente parásito en esta vida", solía decir. Aquella noche al llegar a la pensión encontré a mi casera despierta y en pleno ataque de nervios.


La pensión Paqui ocupa tres plantas en un desvencijado edificio de estilo neo-birrioso, sito junto a la estación de zepelines de Boo de Piélagos. La zona común de la pensión consta de una sala que hace las veces de recepción y sala de costura de doña Madiha, gran aficionada al macramé, un saloncito con un aparato de televisión marca Askar de 1963 y un par de periódicos amarillentos del mismo año, la cocina, donde la casera sirve a los huéspedes la cena (normalmente potaje de garbanzos tandoori), una especie de cuarto de baño equipado con palangana y orinal, y una esquina donde se encuentra la colchoneta donde dormimos Sultán, el podenco de doña Madiha, sus varios miles de pulgas y yo. A aquellas horas lo normal es que el espacio común estuviera a oscuras y en el relativo silencio que produce el trajín nocturo de las cucarachas, pero me lo encontré todo alborotado, con las luces encendidas y todos los inquilinos despiertos y revolucionados.
¡Ay qué susto! –decía don Plutarquete, catedrático jubilado de teosofía y viejo verde a tiempo completo, inquilino de la habitación 7.

¡Ay qué pena más negra! –exclamaba doña Milagros, de la 16, antropóloga por la Sorbona y hetaira de profesión, mesándose los pelos de la peluca.

¡Ay qué desgracia! –sollozaba Matías, también conocido como Su Alteza Doña Eugenia Alfonsa Federica de Borbón y Battenberg, travesti y cabaretera de la habitación 11.

¡Guau! –decía Sultán, rascándose la oreja izquierda con una de las patas de atrás.
En el centro del salón de la tele yacía el cuerpo de un hombre. No tuve que acercarme para saber que estaba muerto. Toda una vida dedicada al ejercicio de la investigación privada me había dado la experiencia para reconocer los signos delatores: la palidez del rostro, la casi imperceptible rigidez de los dedos, la hoja ensangrentada del serrucho que le había cercenado medio cuello. Se trataba del  señor Carrascosa, anteriormente taxista y ahora difunto, de la habitación número tres. La señora Madiha, al lado del cadáver, estaba inmóvil con esa cara de susto que se le queda a uno cuando oye las palabras "inspección de Hacienda". Ejerciendo mi autoridad como experto en criminología (o sea, dando codazos a diestro y siniestro) me abrí paso hasta ella, la agarré suavemente por los hombros y pregunté qué coño había pasado.
Me lo he encontrado así hace un momento, tal y como lo ve usted, en decúbito prono –dijo ella, con ese español torpe e impreciso propio de los inmigrantes del Indostán–. No sé cómo ha podido suceder. Me levanté a tomarme mi orujito de la noche, ¿sabe usted?, y me fijé en que alguien se había dejado encendido el televisor. Ya sabe usted, don Mike, cómo me revienta el despilfarro energético. Me acerqué a apagarlo y fue en ese momento cuando me topé con este espectáculo dantesco y antihigiénico.

¿Ha entrado o salido alguien de la pensión desde entonces? –pregunté yo, profesional.

Desde que descubrí el pastel, nadie –respondió la casera–. Usted ha sido el primero en atravesar la puerta. Eso sí, no puedo saber si ha entrado o salido alguien entre el momento de óbito o deceso de este señor y el instante en que yo hice acto de aparición...
La seguridad de la Pensión Paqui corría a cargo de Sultán, venerable chucho de casi veinte años de edad, desdentado, hipermétrope, sordo como una tapia y aquejado de moquillo crónico. En cuanto al resto de inquilinos, aunque las paredes de la pensión tenían literalmente el grosor, consistencia y textura del papel de lija, estaban cada cual tan perdidos en su propios pozos de miseria, chaladura y senilidad que la mayor parte de ellos no habrían sido capaces de distinguir un ruido real de sus propias voces interiores ni aunque hubieran estado prestando atención. A resultas de todo esto, no podía hacerme ilusiones: seguramente a lo largo de la noche podrían haber entrado y salido de la casa todos los coros del ejército ruso, a voz en grito, sin que nadie se hubiera percatado. Por cuanto sabíamos, el asesino podía estar ya a mitad de camino de Pernambuco.

Tenía que trabajar con lo que tuviera a mano. En toda investigación hay que realizar las pesquisas en círculos concéntricos, empezando por el centro. Pedí a todos los inquilinos que permanecieran calmados mientras les interrogaba. Naturalmente, no me hicieron ni caso. Tuve que recurrir a la fuerza: la de la casera, concretamente, que tras cuarenta años moliendo garbanzos para el potaje tenía unos bíceps como melones maduros. Finalmente pudimos colocar a todos los inquilinos en fila india o, como le gustaba decir a la señora Madiha, fila española.

En aquellas fechas había siete inquilinos en la pensión, sin contarnos ni a la señora Madiha, ni a mí ni a Sultán. Tres de ellos eran los antes mencionados don Plutarquete, doña Milagros y Su Alteza Doña Eugenia Alfonsa Etcétera. Los otros cuatro eran Sor Cascarria, monja de la orden de las Perforatrices (habitación número cinco), monsieur Petitchoux, villano de opereta (habitación nueve), la señorita Lolita Paprika, actriz especializada en tragedias shakesperianas y despedidas de soltero (habitación doce) y el coronel retirado Mostáchez, héroe condecorado de la guerra de Cuba e incordio de solemnidad (habitación número uno). Naturalmente, mis sospechas recayeron inmediatamente sobre la monja:
Así que dice usted estar casada con un tal Dios –pregunté durante el interrogatorio al que la sometí–. ¿Dios es nombre de pila o apellido? ¿Puedo ver su libro de familia? ¿Y cómo es que nunca la hemos visto con su señor marido? Sepa usted que todo esto me parece muy irregular...
La monja, finalmente, se quebró ante mi feroz interrogatorio y admitió haberme estado pinchando todos los condones que había encontrado en mi cartera durante los últimos seis años, a lo que le repliqué que no habría hecho falta que se molestara, ya que se trataba siempre del mismo preservativo, que me acompañaba desde que yo tenía dieciséis años, que era ya como de la familia y que jamás había tenido la oportunidad de utilizarlo, ni probablemente la fuera a tener nunca, ya a estas alturas de la vida. La monja me dedicó una mirada de incrédula lástima que me sentó como una patada en el hígado y yo vi que no iba a ser capaz de arrancarle ninguna otra confesión.

Ni me molesté en interrogar a monsieur Petitchoux. Se trataba de un convecino ejemplar, persona educada y encantadora donde las hubiera, un verdadero amor de señor. Le gustaba vestir túnicas negras, sombrero de copa y cuchillo de carnicero a juego, enviar fotos de gatitos a sus amigos de Facebook y coleccionar las orejas de sus víctimas, a la sazón solamente dos: una de una ardilla y otra de chihuahua que una vez le había mordido en la rabadilla. En estos tiempos que corrían, solía quejarse, era endiabladamente difícil ser villano, con tanta competencia desleal por parte de políticos y empresarios. Además, monsieur Petitchoux nunca se traía el trabajo a casa: esa era una norma de urbanidad que jamás se habría pasado por alto un caballero como él. Estaba fuera de toda sospecha.

Lolita Paprika, de nacimiento Exuperancia Rebóllez, hacía esfuerzos denodados por parecer sospechosa y misteriosa. Se lo exigía la profesión. Me confesó que tenía desde hacía meses un romance secreto con el difunto. Reconoció que peleaban mucho: ella por culpa de su carácter fogoso de sensual sirena latina y él porque el trabajo en el taxi le dejaba molida la espalda. Esa noche habían tenido una bronca monumental, de las que hacían época. Ella había utilizado todo su repertorio de muecas y de aspavientos y le había amenazado con quitarse la vida, con quitársela a él y con contárselo todo a la mujer del taxista. Cosa harto difícil, habida cuenta de que la esposa llevaba muerta diez años, pero la intención era lo que contaba.

Es probable que lo haya matado yo –me dijo, finalmente–. Aunque no lo recuerdo. Estaba borracha. Bebo mucho, ¿sabe? Absenta, anisete, lo que haya a mano. Es por mi faceta de artista maldita.
Pero su aliento sólo olía a garbanzos y además yo sabía a ciencia cierta que, pese a su imagen profesional de putón lascivo, la señorita Paprika era una santurrona de tomo y lomo. Se pasaba las tardes rezando el rosario y perforando profilácticos con Sor Cascarria.
Mira, preciosa –le dije–. No intentes tomarme el pelo: no me sobra. Sé perfectamente que te lo estás inventando todo para verte envuelta en un sórdido escándalo y así relanzar tu carrera.
Ella se echó a llorar y confesó avergonzada ser totalmente inocente. El siguiente en ser interrogado fue el coronel Mostáchez, quien me contó con todo lujo de detalles cómo bajo sus órdenes veinte aguerridos soldados desembarcaron en el golfo de Guacanayabo, allá por el 1868 y, pese a la inferioridad de condiciones, y a que allí hacía un calor de mil demonios y había mosquitos del tamaño de cigüeñas, lucharon por el Imperio Español contra el pérfido enemigo, dando muerte a trescientos, o tal vez fueran treinta, o quizás fueran tres, ya no se acordaba muy bien, rebeldes muy feos que...

Desperté un rato más tarde de la soporífera perorata del viejo y el crimen, como cabía esperar, no se había resuelto solo. Los inquilinos, esperando amablemente a que me incorporara de la siesta, habían apartado del sofá el cadáver del señor Carrascosa y se habían puesto a ver la tele. Estaban los anuncios de colonias y seguros de salud propios de estas fechas entrañables. La señora Madiha había sacado agua del grifo y garbanzos para todos.
–  ¿Qué están viendo? –pregunté, por decir algo.

–  Están echando una de suspense –respondió doña Milagros–. Está muy interesante.
Así es la gente: tienen un cadáver a los pies pero lo que les parece interesante es una película de Antena 3.  Acabaron los anuncios y se reanudó la película. En la pantalla, una mujer con pinta de sufrir muchísimo se enjuagaba las lágrimas mientras el policía la abrazaba y le decía:
– Margaret, no sufras. Ya sé quién te robó los empastes. El criminal es...
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¡Mecagüen tó lo que se menea! –gritó Sor Cascarria–. ¡Y ya van cuatro veces seguidas! ¡Yo me pego un tiro o algo!
Tuvimos que sujetarla entre todos para evitar que se suicidara con el mismo serrucho que había utilizado Carrascosa. Y es que ver televisión en esta época del año puede acabar con los nervios de cualquiera.




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