febrero 15, 2016

La búsqueda (II)

Quién me mandaría a mí meterme en estos berenjenales, pensaba yo mientras la cruel lluvia de Boo de Piélagos me calaba hasta la rabadilla. El temporal del Cantábrico arreciaba y yo, que pertenezco a la escuela peripatética de detectives, pateaba las calles con mi característico chapoteo reumático, intentando aclarar mis pensamientos.


Los tipos como yo hemos nacido y nos hemos criado en la calle. Ahora lo llaman "estudiar en la universidad de la vida", pero eso es sólo una frase hecha diseñada para cuñaos y perfiles sin imaginación de Tinder. La cruda realidad es que cuando no vales para otra cosa sólo puedes acabar siendo ratero, madero o el punto intermedio, a saber: detective privado, como un servidor. Siempre en los bordes del sistema, observando desde la calle las luces amarillas de las ventanas y preguntándose con envidia cómo debe ser tener una vida normal: una hipoteca, una mujer a la que ponerle los cuernos, unos hijos delincuentes juveniles, un perro dispéptico, ese tipo de cosas que llamamos "felicidad doméstica" a falta de un eufemismo mejor.

Sí, lo han adivinado: no estaba de muy buen humor esa noche. Tal vez tuviera que ver con el hecho de haber aceptado estúpidamente un caso imposible a cambio de ningún tipo de pago. Soy un idiota sentimental y nunca he sido capaz de negarle nada a una mujer en apuros, cuando esa mujer es la Reina de España por la Gracia de Dios. Así me va en la vida.

Y no es que fuera difícil encontrar un candidato, como me habían pedido doña Regina Powers (nombre figurado) y el calzonazos de su marido. Al contrario, las esquinas del barrio chino estaban llenas de líderes de partidos en minoría parlamentaria deseando sentar sus blancas posaderas en algún sofá de la Moncloa.
Mushasho, sabesh que yo shoy lo que te conviene... Losh mercadosh me adoran...

Ven conmigo, guapo. Te prometo que no soy Casta. Bájate los pántalones y déjame que te lo demuestre...

–  ¡España: Una, Grande y de Centro! Pacta conmigo y yo haré realidad tus fantasías centralistas...

Psst pollo... ¿hace un tripartito? Mira que yo no le hago ascos a nada...
Pero estaban acabados y ellos mismos lo sabían. El barrio rojo de la ciudad estaba lleno de líneas rojas, como su nombre indica, y no podía salir nada nuevo de allí.

Era hora de buscar un plan B.

Lo bueno es que en este país siempre se nos han dado bien las cosas en B. Si de algo sabemos, es de bailar con la más fea.

Mis chapoteos me llevaron ante las inmundas escaleruchas que dan acceso al "Lonely Bluesman", el peor bar de llorar de todo Boo. El Bluesman es el lugar donde vamos a dar con nuestros huesos todos los perdedores, segundones, mequetrefes y desgraciados de la ciudad: una clientela compuesta por cornudos apaleados, perdedores de elecciones primarias y otros descartes humanos entre los cuales yo me sentía como en casa. Decorado con retratos autografiados en blanco y negro de insignes don nadies como Jorge Verstrynge, Rosa Díez o Joaquín Almunia, el Lonely Bluesman ocupaba un oscuro sótano bajo los almacenes de una fábrica de pienso para gatos. Con la que estaba cayendo esa noche y dada su ubicación subterránea, el local estaba en esos momentos anegado por una capa de agua pútrida y llena de colillas que llegaba a la altura de las rodillas, cosa que no parecía importar a en absoluto a la apática clientela ni a la artista estelar invitada aquella noche, que por otra parte era la misma de siempre: Raúla Pantogrosso, cantante brasileña tuerta, coja, de voz aguardentosa y belleza inexistente, que cantaba en esos momentos:

Hijo de puta, eres un hijo de puta
Que me has dejado tirada
Como una bayeta sucia
Y para colmo embarazada...

 En la barra, el camarero servía garrafón, impávido, a sus clientes. Me acerqué a saludarle.
– Ponme lo de siempre, niño.
El "niño", que rondaría los setenta años, me miró con cara de asco y me puso una escudilla de cacahuetes caducados.
¿Qué tripa se te ha roto esta vez, Mike?  –me dijo–. Ya sabes que no me gusta que rondes por aquí. Me deprimes a los clientes.
Alentadora bienvenida, viniendo de un tipo que colocaba sogas para ahorcarse en vez de toallitas en el baño. Ignoré la mala leche y dije, alzando la voz para que me oyeran los demás despojos humanos del bar:
Busco a un hombre –dije–. O a una mujer: lo mismo me da. No soy machista. No os preocupéis. No soy de la pasma. No vengo a enchironar a nadie. Todo lo contrario: vengo a ofrecer un empleo. Se trata de un trabajo sucio y desagradable, pero que alguien tiene que hacer. Es un curro sórdido y mal pagado, no apto para gente con el estómago sensible, pero al menos ofrecen alojamiento y pensión completa al desgraciado que lo acepte.

¿De qué se trata, Mike? –preguntó Johnny "El Apologeta", traficante de órganos de segunda mano. Su negocio iba de mal en peor desde que las mafias chinas habían bajado el precio de los páncreas.

Presidente de la Nación, Johnny –dije–. ¿Te interesaría?

¡No, cielos! –rechazó él, escandalizado–. Tengo mis principios.
–  ¿Alguien más podría estar interesado? –pregunté a la clientela.
Silencio: nadie quería comerse ese marrón. De repente, todos los parroquianos parecían haber desarrollado un súbito interés por las puntas de sus uñas. Hasta la Pantogrosso se había callado y miraba con atención una mancha del techo, como si hubiera visto una de las caras de Bélmez.


No iba a sacar nada del Bluesman ni de las almas en pena que lo habitaban. Peor aún, se me habían acabado los cacahuetes. Decidí irme con la música a otra parte. Afuera, la lluvia arreciaba.



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