febrero 18, 2016

La Búsqueda (III)

Cuando crees que ya nada puede irte peor, la vida te sorprende con nuevas y desagradables putadas, sólo para tenerte entretenido y que no te confíes. En Boo de Piélagos, la expresión "llueve sobre mojado" no es una simple frase hecha: el aguacero constante que inunda esta ciudad de pecado es tal que nos arrastra a todos, haciendo imposible tocar fondo en el pozo de nuestra miseria.

Digo todo esto para dejar entrever cómo me sentía cuando, justo después de salir del Lonely Bluesman, fui recibido en la calle por una ráfaga de balazos emitidos desde detrás de la ventanilla abierta de un sedán negro que, pasando a toda velocidad frente a mí, me salpicó de arriba a abajo con la mezcla de agua pútrida, aceite de motor y pis que cubría el asfalto.

Dios, odio que me salpiquen.

Si el tipo que me estaba disparando hubiera sido un buen tirador, yo estaría ahora mismo criando malvas, en vez de contando esta historia. Pero su mano temblaba más que un flan de gelatina en pleno terremoto de Messina, y la gran mayoría de balas pasaron inofensivamente a mi lado, para estrellarse contra los carteles de Teresa Rabal (Gran Gira Mundial 1993) que cubrían la pared que estaba a mi espalda. La única bala que llegó a acertarme tuvo el detalle de hacerlo contra el relicario de acero de San Carlo Masi, patrón de los caballeros necesitados de cariño, que siempre llevo junto a mi corazón, y gracias al cual me libré de importantes daños a mi organismo. ¡Bendito sea San Carlo!

Me sentí profundamente ofendido. Como detective privado permanentemente al borde de la quiebra económica y moral, estoy perfectamente acostumbrado a los intentos de asesinato: acreedores, tipos vengativos a los que he ayudado a enchironar, esposas celosas, (ex)amigos timados: rara es la semana en la que no intentan matarme cuatro o cinco veces. Pero en mi barrio nos conocemos todos de toda la vida y solemos tener la decencia humana de al menos llamar por teléfono antes de un conato de homicidio, para preguntar si nos viene bien la hora y ese tipo de detalles propios de la más elemental urbanidad. A nadie se le ocurre matar sin al menos quedar a tomar un café y unos sobaos pasiegos antes. Por eso este tiroteo totalmente injustificado me indignó y al mismo tiempo me hizo sospechar que el francotirador motorizado no era de por allí.


Estaba oscuro y apenas pude ver a quien me había disparado. Sólo pude captar los detalles más destacados de su fisonomía: se trataba de un fulano de felpa, color violeta, con una sola ceja muy grande y poblada que le llegaba de oreja a oreja, labios marcados con dos dientes sobresalientes, antenas, ojos saltones y una expresión completamente malévola y desquiciada.
¡Acelera, Barrancas! –le oí gritar–. A éste se le van a quitar las ganas de meterse donde no le llaman...
El coche giró rápidamente al callejón de la derecha para darse a la fuga. El callejón de la derecha no tenía salida, algo que un oriundo de Piélagos ("pelagueño" o "pelagato", según a qué académico se pregunte) hubiera sabido. Se oyó un sonido de derrape, seguido de un chapoteo y sucedido a su vez por un ¡CRASH! de lo más cuco. Me asomé con cautela a mirar los restos de la colisión.

Pablo Motos había sobrevivido al accidente: mala hierba nunca muere. No habían tenido tanta suerte sus hormigas de felpa, incluida la que había intentado coserme a balazos, que habían quedado convertidas en trapos de cocina de color hortera. El coche estaba hecho unos zorros. Me acerqué con cautela y al ver que el grimoso presentador de televisión estaba indefenso y malherido, le di una patada en los dientes con todas mis fuerzas. Yo soy así: un hombre encantador y sencillo al que le encanta desahogar su rencor pegando a los canijos y a los débiles. Seguí arreándole coces hasta casi dejarle sin dientes. No es que eso fuera a estropear mucho más su aspecto. Cuando me quedé algo tranquilo, y antes de dejarle del todo inconsciente, le agarré por el cuello y, zarandeándole con violencia, le pregunté:
¿Quién demonios le envía, malandrín? –no soy un hombre demasiado imaginativo en sus insultos–. ¿Por qué han intentado matarme? 

¡No diré nada, salvo que sea delante de las cámaras y en horario de máxima audiencia! –contestó él, desafiante.
Ante lo cual, no pude hacer otra cosa que saltarle un par de dientes más a bofetones. Soy de la vieja escuela, en materia de interrogatorios.
¡Vale, vale! ¡Hablaré!

Pero no en este lugar –dije–. Acaba usted de estrellar un coche contra un muro. Vale que esto sea España, pero incluso aquí los accidentes de circulación acaban atrayendo atención. Gradualmente, al menos.
Y sin muchas ceremonias le arrastré a Chez Émile, mi churrería francesa favorita, que estaba a pocas manzanas de distancia. Allí, a salvo entre las mullidas (por las capas de mugre y grasa acumuladas) paredes del local, pedí un café, dos tazones grandes de chocolate, seis docenas de churros, dos de porras, un par de tortillas de patata de tamaño familiar, una ración de torreznos, un plato de callos a la madrileña, medio kilo de tiramisú y, para Pablo Motos, un vaso de agua del grifo.
Paga usted, por supuesto –le dije–. Y ahora, desembuche o le saco a guantazos los pocos dientes que le quedan.

No sabes dónde te estás metiendo –me dijo–. Hay intereses muy grandes detrás de todo esto. Gente muy chunga y muy poderosa. ¡Te estás creando enemigos terribles!

¿Por lo de mi olor corporal? No es culpa mía si todos los desodorantes me abandonan...

No, idiota –respondió él, cariñoso–. Por lo del caso que estás llevando. Lo del presidente.

¿Cómo sabe usted eso? 

La gente de la Televisión lo sabemos todo –dijo él–. Eso, y que has estado pregonando tus intenciones en el bar de antes, claro está.

Cierto, tiene su lógica –admití–. ¿Y qué pasa si ando buscando un presidente del gobierno? ¿Cuál es el problema? ¿No es lo que quiere todo el mundo?

Sí, pero no vale cualquiera. No podemos permitir que nadie interfiera con nuestros planes. ¡Hay demasiado en juego!

Cuéntemelo todo, o le vuelvo a atizar.

¡No! ¡Ya he dicho demasiado! Debo... debo... deboooo....

¿Qué debe? Aparte de pagar la cuenta, claro... oiga, ¿por qué se pone usted azul? ¿Le ha sentado mal el vasito de agua?
Pero el muy maleducado no me respondió. En su lugar, se dedicó a agonizar sobre la mesa, echando unos espumarajos por la boca la mar de desagradables, que por poco me quitan el apetito. Cuando yo ya estaba a punto de preguntarle si estaba tonto o qué, el conocido locutor y presentador televisivo decidió morirse. Menudo contratiempo.

Registré rápidamente el cadáver. El color violáceo de su boca y su lengua enroscada como el rabo de un cochinillo indicaban que el tipo se había forzado a sí mismo a ingerir una cápsula de veneno, posiblemente estricnina. Lo que hace la gente con tal de no confesar un crimen, pensé. En sus bolsillos solo había tres barritas de proteínas, un billete de catorce euros con veinte y una fotografía autografiada de María Teresa Campos. El autógrafo rezaba: "Con cariño, la Líder Suprema". Por detrás de la foto estaba apuntado un número de teléfono. "Esto", pensé,  "debe ser lo que en las pelis llaman una pista".




1 comentario:

Christian Ingebrethsen dijo...

Jajajajaja, no has podido escoger una líder más casposa. Vale que está por ahí Belén Esteban pero para ser líder hay que tener actividad sináptica.

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