febrero 21, 2019

La tercera, a la izquierda (II)

Si mi cliente esperaba que me sorprendiera, iba listo. No era la primera vez que recibía el encargo de buscar un ente abstracto. Los tipos con problemas metafísicos solían recurrir a mí para este tipo de trabajos sucios, tal vez por mi fama de no haber sido capaz de resolver jamás ni un solo caso concreto. Con mi mejor rostro de palo crucé las piernas, saqué el cuadernillo donde suelo entreterme haciendo dibujos de penes y, marcando bien cada sílaba en voz alta, escribí en una de sus páginas: "buscar: verdadera izquierda".
Se confunde, pollo –dijo el señor Wittenstein–. No quiero que encuentre la Verdadera Izquierda. Ya sé perfectamente dónde está la Verdadera Iquierda: la tiene usted sentada delante suyo. Lo que quiero que encuentre es la Unidad de la Izquierda, ¿me entiende? 
Hice lo que habría hecho cualquier detective privado al comienzo de un suculento contrato: mentir.
Por supuesto que le entiendo. Y dígame, ¿qué ha hecho usted hasta ahora para encontrarla?

He aplicado a fondo la filosofía hipster –dijo–. ¡Tradición y modernidad! Le he rezado a San Antonio de Padua, como hacía mi abuela, pero por Instagram.

¿Y le funciona?

– Por supuesto: tengo ya noventa likes.
Habiendo constatado que la conversación no iba a dar mucho más de sí en materia de pistas, me despedí de él, dejándole pensativo frente a un enorme gintonic, y me arrojé a las calles. No literalmente, porque las calles de Boo de Piélagos da asco verlas, pero ustedes me entienden. Después de un año sin trabajo, en el que me había tenido que alimentar robándole el pienso a los gatos callejeros, no quería perder ni un minuto.

Lo bueno de los bajos fondos de Boo de Piélagos es que pillan muy a mano. Todo Boo de Piélagos es, por definición, bajo fondo. Gracias a la cercanía geográfica y siguiendo la estela de ingeniosas start-ups como Glovo o Cabify, ahora los maleantes de la ciudad se desplazaban a domicilio, con lo cual el ciudadano podía ser robado o timado desde la comodidad de su hogar, sin tener que exponerse a las inclemencias meteorológicas. Incluso existía una app móvil: uno podía elegir en un menú el servicio deseado (robo, extorsión, paliza, secuestro, timo de la estampita y así hasta veinte opciones), acordar la hora más conveniente y esperar tranquilamente en pijama a que un delincuente cualificado le desvalijara con todas las garantías. Por desgracia, el gremio de los soplones y de los informantes no estaba tan modernizado. Me tocaba tomar el travía.




Mi mejor soplona, Helen "La Sorda", no pudo ayudarme. Estaba muy deprimida porque, según acababa de enterarse, Cartago había perdido la primera guerra púnica. Preferí no comentar las otras dos y me marché con viento fresco a interrogar a mi segundo soplón de cabecera,  Kaiser Rosenweig, un rabino que entre circuncisión y circuncisión se sacaba unos dineros en limpio haciendo de confidente. Rosenweig no supo darme pistas sobre la Unidad de la Izquierda, pero por unos cuantos shekels se ofrecía a darme importantes datos acerca del paradero de un tal HaShem. Le agradecí el esfuerzo con una palmadita en la chepa y me fui en busca de mi tercer soplón, Fuencislo Matarranz. Fuencislo se estaba sacando un MBA en la London Business School y era todo un experto en sacar información de www.rincondelvago.com. Fue él quien me consiguió una lista de sospechosos a los que interrogar.
– Ha sido fácil me dijo mientras yo le felaba abundantemente en pago por la información–. Me bastó con meter la palabra "loser" en el buscador.
Me fui con mal sabor de boca y un papel en el que figuraban impresos varios nombres y direcciones. El primero rezaba así: Humberto Sméagol, Avenida de Gualtrapas, número siete, segundo D. Justo al lado de la lonja de anchoas. Bastaba seguir el aroma a salmuera para llegar. En el telefonillo del número siete de la avenida se podía leer una placa que ponía:


H. SMÉAGOL
ODONTÓLOGO MATERIALISTA-DIALÉCTICO

Subí al segundo piso y llamé a la puerta.  Me abrió una enfermera cuyos encantos apenas quedaban disimulados por el estrabismo galopante que adornaba su mirada.
– ¿Es la primera vez que acude a consulta?  me dijo tras hacerme pasar al recibidor–. Pues entonces tendré que hacerle la ficha. A ver, dígame, ¿cuál es su nombre?

– Mike.

– ¿Mike qué más?

– Mike, a secas.

– Apellido: A Secas. Muy bien. ¿Edad?

– Veinticinco mentí.

¿Tiene usted problemas de corazón? ¿Tensión alta? ¿Se define usted como plutócrata, gerontócrata, burócrata, proletario o lumpenproletario?

– Oiga, yo solo quiero hablar con el señor Sméagol...     
La enfermera seguía empeñada en conocer mis antecedentes médicos y mi posición exacta en el panorama de la lucha de clases, pero yo ya me estaba cansando del juego y empecé a responderle con improperios y malas maneras. El jaleo que estábamos montando hizo que se asomara un hombrecillo vestido de blanco, que resultó ser el doctor Sméagol.
– Déjele que pase, Enriqueta dijo–. Total, para un cliente que tenemos en lo que va de mes...
Me hizo pasar al gabinete. El doctor Sméagol medía poco más de metro cincuenta, lucía bigote inglés y se asemejaba tanto en el aspecto como en el aroma a una cebolleta con gafas. Me hizo tumbarme sobre la camilla y abrir mucho la boca.
– Tiene usted las encías hechas una pena me dijo, sin dejarme explicar el motivo de mi visita–. Debería enjuagárselas con agua salada y convertirlas en fuerzas productivas al menos dos veces al día, siempre desde una perspectiva dialéctica y materialista que las objetive como entes sensorialmente congnoscibles.

–  Aghhrunffa intenté objetar.

– Mire, tiene una caries de cara distal en el segundo molar superior derecho. ¿Quiere que se la quite?

– Mmghhhfsssnggg!

– De acuerdo, ahí vamos. ¡Va a ser testigo usted de un método odontológico único en el mundo!
Y se lanzó a operar sin anestesia ni nada. El método dental dialéctico-materialista del doctor Sméagol consistía en hacer a las caries tomar conciencia de su ineluctable historicidad para, una vez establecida su realidad objetiva y su papel en la lucha de clases, convencerlas que su presencia era un mero producto del plustrabajo de las verdaderas fuerzas productivas de la cavidad bucal, las bacterias de la placa, un simple fruto de una explotación sistémica de los carbohidratos insertos entre muela y muela. Como tales, las caries no eran más que una manifestación burguesa, contingente, sin papel alguno en el devenir de la historia más que como herramienta fundamentalmente alienada del principio de la unidad y la lucha de los contrarios. Por tanto, según el doctor Sméagol, la caries habría de disolverse, bien mediante el propio mecanismo de la dialéctica o, bien, llegado el caso, a través de la revolución proletaria.
– Oiga le pregunté tras seis horas de discurso–. ¿Y dónde dice que se ha sacado usted el título de odontología?

– La odontología que se enseña en las facultades de Medicina es el opio del pueblo me respondió él, muy convencido.
Ahora que el doctor por fin había terminado de arengar a mi placa bacteriana decidí que era el momento de preguntarle por la Unidad de la Izquierda.
 – ¿La verdadera izquierda, dice? Pues no puede estar más claro: está en esta misma consulta. ¿No nota usted sus efectos liberadores en sus espacios gingivales?
Yo mismo había cometido el mismo error hacía unas horas, así que fui muy paciente al reconducir la conversación.
– ¡Ah, la Unidad! se quedó pensativo–. Pues eso va a ser algo más difícil, mire usted. No tengo ni idea de qué pasó con ella. Si le digo la verdad, hace ya más de un lustro que no hablo con otro izquierdista. Con el último, acabamos los dos en Urgencias a mamporrazo limpio. Si la encuentra, ¿le importaría decirle que me pase a visitar de cuando en cuando? Sería agradable saber qué se siente.
Y así, mustio y melancólico, dejé al pobre doctor Sméagol, no sin antes pagarle lo mejor que pude sus servicios dentales. Menos mal que éste, al menos, se conformó con una triste paj...

CONTINUARÁ

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