febrero 23, 2019

La tercera, a la izquierda (III)

La siguiente línea en mi lista ponía: Brigitta Koyabashi, calle del Sepulcario, sin número. Aquello pillaba en pleno polígono industrial y, siendo la hora de la noche que era, me iba a tocar ir en el coche de San Fernando. Resignado, me calé bien el sombrero, me encendí un pitillo y empecé a caminar hacia allá. 

Había quedado buena noche, sin apenas granizo, y para cuando llegué al polígono el cigarrillo se había convertido una masa húmeda y alquitranosa en mis labios y yo tenía calado hasta el corvejón. La calle estaba desierta salvo por mí y docenas de ratas que escapan, nadando ora a braza ora a estilo mariposa, ante mi paso, asustadas por los escandalosos estornudos que salían de mi persona. Finalmente llegué ante mi destino. Una única farola superviviente en lo que parecía un mal decorado de The Walking Dead iluminaba la fachada de un gran y desvencijado almacén del que emanaba un desconcertante a la par que delicioso olor a vainilla.

Llamé a la puerta del almacén con los nudillos. Nadie salió a recibirme. Volví a llamar, de nuevo sin resultado. El olor que salía del almacén me hacía rugir las tripas. Fue entonces cuando me di cuenta que la cerradura de puerta estaba controlada por un sofisticado sistema biométrico de reconocimiento de huellas dactilares. Estornudé encima del sensor, cubriéndolo de espeso y vistoso esputo verde, y la puerta se abrió sin rechistar. El interior del almacén estaba brillantemente iluminado y ocupado por lo que parecían enormes maceteros industriales de acero y metacrilato.
¡Aparte de ahí, insensato! –rugió una voz– Me está usted pisando el espacio negativo que estoy creando
Me giré hacia la voz, asustado y deseando no haber empeñado mi revólver. Hacia mí se dirigía con vigorosas zancadas una figura pavorosa. Se trataba de una mujer alta y pelirroja, enmascarada y vestida con un ceñido traje de neopreno, cuero y plástico rojo y negro del que sobresalían multitud de pinchos y tachuelas, que dejaba los pezones al aire y sobre el que destacaba, curiosamente, un mandil de Mr. Wonderful con la frase "hoy va a ser un día guapi" bordada en letras rosas y cubierto de manchas de huevo.
¿Se puede saber quién demonios es usted y cómo ha entrado aquí? –me preguntó mientras me empujaba fuera de la vulgar baldosa sobre la que me encontraba– Sepa usted que está interrumpiendo mi proceso creativo. Por su culpa las generaciones venideras se perderán unos minutos importantísimos de mi obra, por lo que su vida cultural será pobre y abocada a la mediocridad. ¡Desaprensivo! ¡Inculto! ¡Retrógrado!
Oiga, señora, deje ya de pegarme –dije mientras intentaba zafarme de la tremenda zurra que me estaba propinando a puntapiés y con una enorme cuchara de madera que llevaba en la mano.
 Afortunadamente un timbre sacó a la mujer de su furia homicida.
El horno –dijo–. Espere aquí mientras voy a cambiar la bandeja. En seguida estoy con usted para seguir golpeándole.

¡Sin prisa! –respondí. No quería que se le quemara lo que fuera que estaba preparando.
Mientras la mujer se afababa con la cocina en otro lugar de la nave, me entretuve en mirar los recortes de periódico que adornaban la pared que estaba junto a la entrada. Casi todos eran reseñas de revistas de arte de las que jamás había oído hablar. Reconocí a la mujer pelirroja en varias fotografías. Se trataba de la propia Brigitta Koyabashi, "la artista irónico-telúrica más prometedora de su generación" según la revista Metrominimal y "la más impactante escultora barra performer barra poetisa urbana barra publicista barra mezzosoprano barra semifinalista de Máster Chef Júnior barra diseñadora barra dramaturga viva cuyo nombre comienza por B", según el "Quién es Quién de la cultura posmoderna". En una de las fotografías se la podía ver, vestida de alambres de espino y cheetos sabor barbacoa, en la inauguración de su muestra más reciente en Beijing, mientras que en otra de las fotos aparecía ataviada con una variante biodegradable de la túnica de luto tibetana, en actitud de sufrir intensamente, durante una reunión de filles terribles del arte moderno celebrada en un campo de refugiados kazajos.  En una tercera instantánea posaba, vestida con lo que parecía la Ciutat de les Arts i les Ciències de Valencia, para un reportaje retrospectivo de la Jot Down.
 – No me diga más: es usted fans me volvió a sorprender su voz desde mi espalda. Era sorprendente lo silenciosamente que podía llegar a moverse esa mujer a pesar de llevar botas de buzo.

Me ha pillado –mentí, con la intención de escapar de su poderosa cuchara–. Siempre he deseado conocerla, desde que era un bebé.
El hecho más que evidente de que yo bien pudiera haber hecho la primera comunión con su abuelo no enturbió para nada la efectividad de mi argucia. No hay nada que más desee creerse un artista que un halago. Enternecida, la Koyabashi (que, para tener ese apellido, tenía un acentazo de Huesca que tiraba para atrás) depuso su arma y me invitó a quedarme un rato en su atelier.
Siéntese, siéntese. Ahora le tatúo un autógrafo. Porque también soy barra tattoo artist, ¿sabe? Mientras tanto, ¿quiere un tocinillo de cielo? Me han quedado muy ricos, pero demasiado blandos para hacer los stábiles que quería montar con ellos. Si no se los come alguien, tendré que tirarlos.

– Traiga usted p'acá –dije.
En efecto, estaban bastante buenos, pero a partir del séptimo kilo empalagaban un poco. Mientras yo devoraba molde tras molde del pegajoso material y Brigitta preparaba el instrumental de tatuaje, me contó sus ideas para la próxima muestra.
– Como bien sabrá, actualmente me encuentro en un periodo creativo en el que intento someter a crítica las relaciones de poder y las injusticias sociales a través de los flanes. Creo firmemente que el huevo, en tanto símbolo que es del devenir tantas veces frustrado de la vida, constituye una perfecta metáfora del afán existencialista del hombre moderno. Habrá leído en la prensa la enorme controversia que causó mi obra "Hipómenes o el Desencanto", en la que un grupo de estudiantes de Bellas Artes de ambos sexos, completamente desnudos, bucean en un estanque de natillas intentando recuperar (sin éxito) la dignidad. Parte de la crítica consideró que la obra se trataba de una estafa de la peor calaña, mientras que otro sector empezó a mandarme amenazas de muerte y cabezas de caballo ensangrentadas. Al oír que los críticos no se ponían de acuerdo entre sí acerca de mi obra, una cadena de televisión surcoreana no lo dudó: corrió a comprarme los derechos para crear un reality show televisivo a partir de ella, a un precio que quedaría feo comentar aquí pero que fueron setenta millones de dólares. Fue entonces cuando descubrí que el poder subversivo de los postres podía ser una excelente herramienta para el cambio social a través de la alta cultura. Y aquí me tiene, cocinando a todas horas para encontrar las texturas que me permitan materializar mi imaginario político en una serie de formas artísticas que favorezcan el libre pensamiento y enriquezcan culturalmente al vulgo burdo, zafio e inculto al que usted evidentemente pertenece.

¿Por qué toda esta gente habla tanto?, me pregunté mientras dedicaba un pensamiento de envidia a Helen, "la Sorda". La Koyabashi, mientras tanto, había terminado de preparar el equipo para tatuarme su autógrafo.
– ¿Nalga derecha o iquierda? –me preguntó.
En el espacio creativo, nadie puede oírte gritar. Intenté escaquearme como pude, pero mis pobres intentos de esquiva solo consiguieron que al final la rúbrica de la artista se desparramara por ambas asentaderas de forma desigual, confusa, como si la hubiera escrito un médico de la Seguridad Social.
– Procure no sentarse en seis semanas me aconsejó mientras me aplicaba hielo en en pandero–. Y si nota que se le empieza a gangrenar el ojete,  acuda al hospital más cercano. Y ahora márchese, que me quedan muchos flanes-protesta que meter al baño maría. 

–  Oiga, que acaba usted de romperme el culo le reproché, y no de la forma que me gusta a mí. Bien podía estirarse un poco y responderme al menos a una pregunta.

–  Si quiere una entrevista, habla con mi agente, aunque le advierto que hasta el dos mil treinta y siete no...
Pero al ver mi cara de perrete apaleado y con qué ansiedad rebañaba los moldes del tocinillo de cielo, la mujer se ablandó un poco.
– Está bien, dispare.
Y lo habría hecho encantado, si aún conservara mi Colt del 45. En lugar de ello, le pregunté:
¿Podría explicarme, si no le supone mucha molestia, por qué aparace su nombre en esta lista de personalidades de izquierda que tengo aquí?

Buena pregunta, maño –me respondió ella–. Porque le han timado como a un pardillo. Esa no es una lista de personalidades de izquierda. O, mejor dicho, es una lista mal hecha. La única personalidad de izquierda que hay en ella soy yo. El resto son puro fake.
Le pedí que elaborara un poco su afirmación y que me diera por favor otra bandeja de tocinillo. Ella se avino a ambas cosas.
La izquierda de salón y de escaño está muerta, muchacho –me dijo–. No funciona. Solamente a través del poder transgresor de arte podemos deconstruir los símbolos del sistema capitalista. ¿Qué llega más al corazón del hombre, una huelga general convocada por unos sindicatos que nadie entiende o una perturbadora descontextualización de las formas simbólicas que desafíe el cánon audiovisual imperante? Está claro que lo segundo.
Asentí, emitiendo un pequeño eructo para animarla a continuar con sus explicaciones. 
Lo que pasa es que soy una artista incomprendida y los medios de comunicación, que están vendidos a los poderes fácticos, conspiran para malinterpretar mi obra.  Como aquella vez que recubrí el Reichtag con seis toneladas de crème brûlée caramelizada en el momento: los medios se ocuparon más de los seis parlamentarios que acabaron en la unidad de quemados que en mi audaz crítica de los epifenómenos de la globalización a través del flambeado. O como aquella vez que me colé en la Cámara de los Comunes con una manga de crema pastelera y empecé a pintarles bigotes a todos los retratos de los primeros ministros británicos desde la época de Cromwell hasta ahora. Todo el mundo se quedó en lo superficial de las cuarenta mil libras que costó la restauración y nadie pareció apreciar la ironía de que el bigote de la Thatcher estuviera espolvoreado con pimienta blanca en lugar de azúcar glas.

Qué injusticia –clamé, atacando una fila de flanes tibios–. No se puede luchar contra los poderes fácticos esos.

Al contrario, mi famélico amigo –dijo ella–. El poder establecido nos teme a mí y a mi obra más que a nada en el mundo.  ¡Ya verá usted cuando presente mi próxima acción protesta! Necesitaré seis millones de yemas de huevo, pero en cuanto esté terminada van a temblar los cimientos de Wall Street y del G-7. ¡La pluma es más fuerte que la espada, y la batidora es más fuerte que la pluma! Ya me estoy imaginando a Trump, temlando en su lujosa alcoba de la Casa Blanca al pensar en mí y en el arte que se le viene encima...
Yo ya empezaba a notar los síntomas incipientes del empacho, y además me daba cuenta de que Brigitta Koyabashi era una pesada de tomo y lomo.  Allí no iba a encontrar a laUnidad de la Izquierda. Así que, agarrando para el camino un par de cubos de gasolina llenos de crema catalana (que por lo visto habían sobrado de una performance en contra de la derechona nacionalista), me despedí de la gran creadora a la manera bohemis (con sendos besos en los sobacos) y me fui con viento fresco.


CONTINUARÁ



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