marzo 02, 2019

La tercera, a la izquierda (IV)

El cielo (esa masa nubosa e indistinta que gravita pesadamente sobre los tejados de Boo de Piélagos) comenzaba a clarear y yo no había pegado ojo en toda la noche, así que me acerqué a un kiosko y me compré el Expansión. De todos los periódicos de este país, el Expansión es el mejor para dormir en un banco en parque: sus amplias páginas salmón ofrecen una satinada protección contra el relente y las cagadas de paloma, y un buen vagabundo que cuide su imagen sabe que dormir bajo un titular de fusión bancaria da un aspecto mucho más serio y profesional que hacerlo bajo las excentricidades de Messi o los titulares tendenciosos del ABC. Me eché la siesta en mi banco favorito de La Miés, un recoleto rincón sin apenas jeringuillas ni condones usados, y cuando me desperté seis horas más tarde me habría sentido descansado y lleno de energía si no fuera por los dolorosos retortijones y los estruendosos gases que plagaban mis tripas por culpa de los postres-performance de la Koyabashi. 

Acabadas mis abluciones matutinas (que ese día consistieron en una prolongada secuencia de pedos y eructos que hicieron temblar las copas de los árboles y agostarse la fila más cercana de aligustres) me dispuse a continuar mi investigación. Saqué de mi bolsillo el trozo de papel mojado y manchado de mocos donde tenía mi lista de candidatos para interrogar. Mi siguiente visita era para: "colectivo HIMEN", calle Lisístrato, número cuarenta y seis.

Mal asunto: para llegar a esa zona apartada de la ciudad había por fuerza que atravesar el Barrio Fedatario, una de las áreas más chungas y peligrosas de la ciudad. El Barrio Fedatario estaba en perpetuo estado de guerra civil entre dos violentas bandas de notarios que no dudaban en recurrir a los actos más espantosos con tal de ganarse la batalla el uno al otro a la hora de dar fe. Los comandos notariales recorrían las calles, armados de cuaderno y sello, a cualquier hora del día o de la noche, sin que la policía se atreviera a hacer nada por impedirlo. Allí no había otra ley que la Ley del Notariado de 28 de mayo de 1862, y la vida humana valía sólo lo que valiera lo estipulado en la disposición de la Dirección General de Registros sobre aranceles notariales de 22 de mayo de 2002. En definitiva, una zona de la ciudad decididamente siniestra y deshumanizada -sólo superada en mortandad por el temible barrio de los corredores de seguros-, pero en la que afortunadamente un pelagatos sin blanca como yo no tenía nada que temer. Pues es sabido que los notarios, como el tiburón blanco, son depredadores que se mueven principalmente por el olfato, y yo llevaba meses sin entrar en contacto con ningún tipo de billete que pudiera despertar su voracidad.

Sí, logré cruzar el distrito, pero a un precio tal vez demasiado alto. Salir vivo del Barrio Fedatario no es lo mismo que salir indemne. Allí he visto cosas que vosotros, simples mortales, no creeríais. Firmar escrituras en llamas más allá de Orión. He visto testamentos levantarse en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Y todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia... Pero estoy dejando que mi corazón y mi alma rotos empañen mi relato. Mejor será que siga adelante ciñéndome con firmeza a los fríos hechos. 

Sea como fuere,  con el corazón en un puño y los ojos desencajados, logré llegar a la calle Lisístrato y plantarme frente al número cuarenta y seis. El local estaba abierto y ocupado por un grupo de personas muy atareadas preparando pancartas y pasquines de color violeta.
Buenos días –dije al entrar.

¡Protesto! –dijo un individuo bigotudo de entre los que estaban en el local, apuntándome iracundo con el dedo–. ¡Este hombre está intentando imponernos un mensaje hegemónico y patriarcal! Diciendo "buenos días" está forzando una narrativa neoliberal de optimismo que ignora la realidad social de la opresión y la esclavitud de la mujer sometida al machismo imperante.

–  ¡Fuera, machista, demagogo! –me increpó un tipo calvo y barrigudo lleno de tatuajes.

–  ¡Falócrata! ¡Opresor! –me espetó otro señor mientras me amenazaba con un cartel que ponía "nosotras parimos, nosotras decidimos". 
Yo, en pro de la integridad de mi osamenta, y habiendo ya tomado cierto contacto con la potencia física de la izquierda ofendida, me arrojé al suelo, me tapé la cara con los brazos y supliqué perdón:
¡Lo siento! –grité–. Quise decir "saludos a todas y todos, desde la plena conciencia de la injusticia reinante y reconociendo la multiculturalidad y las distintas sensibilidades que sin duda están siendo heridas por estas palabras en una audiencia amplia e indefinida que pudiera estar escuchando en estos momentos o en algún otro venidero, por lo que pido disculpas de antemano".

Ah, bueno –dijo uno de ellos, deponiendo el martillo con el que me apuntaba al occipucio–. Bienvenid@ a HIMEN. ¿En qué podemos ayudarle?
Pedí hablar con la presidenta del colectivo, solicitud que fue recibida con un cierto desconcierto entre los presentes. El presidente era un señor de metro noventa y ocho y barba poblada que se hacía llamar Pez Chicote.
¿Pez? –me extrañé.

Sí, Pez –respondió él, muy orgulloso de sí mismo–. Es por supuesto un "nom de guerre". Lo he adopado porque estoy en contra del lenguaje sexista. "Pez" es la única palabra en español que es simultáneamente masculina, femenina y neutra: el pez, la pez, lópez.
Le dije que todo me parecía tremendamente lógico y que me encantaban los peces, especialmente la merluza a la romana, pero el tipo no pilló la indirecta y no me ofreció ni una miserable galleta. A mi alrededor los miembros de la asociación reanudaron sus actividades doblando trípticos y serigrafiando camisetas.
¿Qué están haciendo? –me interesé.

Estamos preparándonos para encabezar la manifestación feminista del próximo día 8 de marzo. Vendrá usted, ¿verdad? Vamos a darle buena caña al patriarcado. Este año, HIMEN va a partir la pana. Mire: hemos preparado chapitas. 
Me enseñó orgulloso, unas chapas moradas con el símbolo ♀ dibujado, invitándome a quedarme con un par de ellas.
Vamos a invadir las calles con estas chapas. Ya lo estoy viendo: una oleada violeta de empoderamiento inundando nuestra ciudad y haciendo tambalearse los pilares de la rancia falocracia. ¡Este es el año en que HIMEN acabará con el machismo!
Pero a mí no me parecía que las cosas encajaran del todo. 
–  Oiga, llevo un buen rato oyendo hablar de hímenes, y sin embargo no veo ni una sola mujer en toda la sala...

–  Eso es porque somos una asociación de hombres feministas: Hombres de Izquierdas por las Mujeres En Necesidad. Además, no es cierto que no haya mujeres en la asociación. Tenemos una: ¡Wendy, ven aquí!
Wendy era un tipo con patillas y que vestía una camisa de leñador a través de cuyos dos botones superiores desabrochados lucía un lustroso pecho peludo.
Señorita Wendy –saludé cautamente.

Menos coña, capullo –me dijo Wendy, amenazándome con un puño del tamaño de una sandía madura–. Sepa usted que soy una lesbiana transexual sin operar y me ofende el hecho de que dude de mi feminidad solamente por sus estúpidos prejuicios atávicos de macho sin evolucionar.
Wendy y Pez empezaron entonces a aleccionarme sobre los horrores del vacío psicológico, social y legal que sufrían las personas neo-cis-transgénero, aquellas cuya identidad de género y orientación sexual coincidía con su fenotipo sexual pero cuya idiosincrasia nosomórfica les conducía a una disforia de corrección política de hondas repercusiones psicosomáticas.
Pero disculpe la agresividad de Wendy –acabó diciéndome el señor Pez, al verme tan acobardado–. Últimamente está muy sensible porque ha cumplido cincuenta años y no le llega la menopausia.

¡Eso, tú recuérdamelo! ¡Eres cruel! –exclamó Wendy, echándose a llorar y saliendo escopetado hacia el baño.
Tras quedarnos solos, intenté reconducir la conversación a mis pesquisas originales y le pregunté cuál era la motivación y filosofía de una asociación feminista formada únicamente por hombres (y Wendy). 
¡Es evidente, hombre! ¿No lee usted los periódicos?
Sólo la prensa económica, y cuando en el parque había demasiado ruido para poder dormir. Me encogí de hombros.
La Izquierda no puede permitirse quedar atrás en las iniciativas feministas. Mire –dijo, sacando de un cajón un manojo de recortes de periódicos–: "Albert Rivera se autoproclama líder del movimiento transversal feminista", o este otro, "Pablo Casado explica a las mujeres en qué consiste un embarazo". Últimamente hasta los autobuses explican cosas a las mujeres. ¡No podemos consentir que sean solamente los partidos neoliberales los que les digan a las mujeres lo que tienen que pensar! Nosotros, los hombres de izquierda, tenemos que ser capaces de demostrar a las mujeres que nos preocupamos por ellas y que estamos dispuestos a liderar su lucha.
¡Eso! –dijo otro de los socios de HIMEN–. Que sepan que no están solas.

Que nos tienen como aliados –apostilló un tercero.

Que la verdadera izquierda, es decir, nosotros, es feminista –se unió un cuarto.

¡Sí! Que vamos a salvarlas de esta sociedad paternalista.

Porque las queremos y sabemos lo que mejor les conviene.

¡Yo me leí un libro de Octavia E. Butler! –se apuntó una voz más. 

¡Todo por las mujeres! –empezaron a corear todos.

Pero yo ya me había ido por la puerta de atrás.




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