marzo 09, 2019

La tercera, a la izquierda (V)

El siguiente nombre en mi lista pertenecía a un tal Zóspilo Legarreta. No indicaba dirección particular, pero según la información que me había conseguido el Fuencislo solía gustar de pasar largas horas haciéndose el encontradizo en cierta cafetería de la calle Gingivitis, justo enfrente de la Facultad de Filosofía y Letras Häagen-Dazs de la Universidad Internacional de Boo de Piélagos.  

Al leer el nombre de venerable universidad sentí mis gafas inundarse de lágrimas. ¡Qué tiempos! Este es un dato poco conocido de mi biografía, pero lo cierto es que a pesar de mi fama de tipo duro y de hombre de la calle que ha aprendido todo lo que sabe en la Universidad De La Vida, en realidad soy una persona con estudios. Y, mal que me pese, un sentimental de tomo y lomo. Los diez años que pasé en la Universidad para sacarme mi carné de manipulador de alimentos fueron los más felices de mi vida. Mi recuerdo más preciado, no me duelen prendas en decirlo, es el de la alegría y el orgullo que sentí mientras mis compañeros y yo arrojábamos al aire hojas de lechuga y aros de cebolla recién picada al terminar nuestra ceremonia de graduación. De la jovial batalla de ketchup que vino a continuación, mejor no hablo.


El venerable campus apenas había cambiado en los últimos veinte años, pude comprobar con nostalgia. Allí seguían los orgullosos frontispicios de las facultades, los venerables muros cubiertos por grafitis de penes, las bulliciosas explanadas donde los estudiantes se reunían para sus botellones y las pizpiretas a la par que sabrosas gallinas que se escapaban continuamente de los corrales del animalario perteneciente al laboratorio de epidemiología de la Facultad de Biología Movistar. Lo de los nombres de las facultades y escuelas era lo único que había cambiado significativamente desde mis tiempos. La crisis económica y los recortes habían golpeado fuerte a este templo del conocimiento y los decanos se habían visto impelidos a buscar el patrocinio de marcas comerciales para financiar lujos tales como la electricidad, el agua corriente o el papel higiénico de sus facultades, por lo que ahora teníamos entre otras una Facultad de Matemáticas Casa Tarradellas, una Escuela de Ingeniería Superior de Telecomunicaciones Fajas Soras y una Facultad de Medicina Cigarrillos Mentolados Lucky Strike. 

La Facultad de Filosofía y Letras Häagen-Dazs y su edificio hermano de la Escuela de Bellas Artes Panaderías La Gallofa se encontraban en el extremo meridional del campus. Frente a ellas, la calle Gingivitis discurría llena de franquicias de ambiente bohemio y universitario. La cafetería a la que me conducía la información del Fuencislo pertenecía a la conocida cadena Starfucks. Su decoración interior, como establecen las normas de estilo de la multinacional, reproducía con esmero el ambiente cálido y hogareño de los sofás de la sala de espera de un dentista, sólo que con música de un grupo poco conocido de Seattle reinterprentando standards de jazz de los 60 con ocarina y theremín. 

Me acerqué a la barra. El blend de la casa de hoy, informaba un cartel, provenía de una minúscula plantación de comercio justo regentada por una cooperativa de mujeres de Murcia, viudas de nacimiento. Me detuve cuarenta minutos frente a la barista (Esteisi, según la chapita que figuraba sobre su polo), en posición de estorbo, mientras intentaba descifrar el cartel de bebidas.
Un white hazelnut mokafreddoccino shakerato con julepe de menta, por favor –pedí finalmente, por decir algo.

¿Slurpi, piccolino o stronzato? –preguntó Esteisi.

–  ¿Mande?

Son los tamaños –respondió ella, poniendo cara de Por Favor, Señor, Llévame Pronto–. ¿Slurpi, piccolino o stronzato?

Ehhhh... piccolino –dije–. No tengo mucha sed.

El piccolino es el tamaño más grande que tenemos. Si quiere poca cantidad, debería pedir un stronzato doppio o un big slurpi.

Pues lo primero que ha dicho.

Si lo que realmente quiere es beber poco, por dos euros más le podemos poner solamente la mitad de la ración.
No supe qué responder. Esteisi, imperturbable, redobló sus ataques.
¿Lo quiere con leche sin gluten?

Mire, señorita: sólo quiero un café.

Oiga, pollo, no se me ponga usted binario, ¿eh? Un respeto, que estoy trabajando.
Finalmente conseguí que me pusiera un café en una taza del tamaño de un inodoro. Le pregunté cuánto le debía.
Son diecinueve coma noventa y cinco euros –dijo Esteisi.
Le dije que igual, si no le importaba, prefería cambiar de opinión y tomarme un vaso de agua, a lo que Esteisi me replicó que el vaso de agua™ costaba veinticinco euros, de los cuales un porcentaje (concretamente, el cero por ciento) se destinaba a fines benéficos en aldeas infantiles. Yo no tenía para pagar ni una cosa ni la otra y ya me veía de patitas en la calle. Afortunadamente se me da bien regatear –a la fuerza ahorcan– y logré, tras enterarme en la conversación de que Esteisi era doctora en Ciencias por la Facultad de Física Pipas Facundo, que me perdonara el precio del café a cambio de escuchar su disertación doctoral acerca la decoherencia cuántica de fases en sistemas entrelazados bajo condiciones no adiabáticas. Fueron los cincuenta minutos más angustiosos de mi vida. Afortunadamente a esas horas tempranas ella era la única camarera en la barra, porque si hubiese tenido más compañeros me habría tenido que tragar también todas sus tesis doctorales con tal de no hacerle un feo a nadie. Al terminar mi café estaba ya frío, pero el humor de Esteisi había mejorado considerablemente y me atreví a preguntarle si conocía a un cliente de nombre Zóspilo.
Sí, viene aquí todas las tardes. Se pide un vanilla chai matcha latte sin teína ni vainilla y se queda cuatro o cinco horas en ese sillón de ahí levantando la ceja. Mire, ahí lo tiene.
El señor Zóspilo era un hombre de unos cuarenta y muchos años, más bien tirando a calvo y vestido con vaqueros churretosos y una sudadera del GAP.  Decidido a por una vez observar antes de actuar, me quedé al margen mientras él pedía su aguachirri, mirándole discretamente desde un sofá situado detrás de un ficus de plástico. Don Zóspilo se echó un generoso chorro de nata montada y canela sobre su brebaje, se dirigió muy dignamente a su lugar habitual y, tal y como había dicho la doctora Esteisi que haría, se sentó de la forma más incómoda posible en en la silla y empezó a mirar a todo el mundo con una ceja bien alta, sin apenas parpadear. A diferencia del resto de los clientes del local, que se dedicaban a echarse miraditas de reojo unos a otros mientras tecleaban con sus macs fingiendo estar escribiendo la gran novela de su generación, don Zóspilo no intentaba disimular su pose. Qué dominio del músculo supraciliar. El tipo era capaz de mantener la ceja enarcada con tal naturalidad que durante un rato llegué a pensar que le había dado un aire. Pero no, cada media hora o así sacaba de su bolsillo un teléfono móvil y se dedicaba a echar risitas y teclear sobre su pantalla durante cinco o diez minutos. En ese rato, sus cejas volvían la la posición normal de presbicia propia de la gente de mi generación. Después guardaba el móvil, pegaba otro sorbo de su mejunje y volvía a su posición de superioridad moral durante otro largo rato. Pasadas unas tres horas y sin que mi objetivo hubiese abierto la boca para hablar con nadie, decidí desentumecer mis glúteos y acercarme a él.
Ni se le ocurra, alfeñique –me detuvo antes de que hubiera podido acercarme del todo a su mesa–. No concedo entrevistas a nadie, y mucho menos a los esbirros del CIS.

Disculpe, pero yo no soy del CIS...

Peor me lo pone. Váyase, váyase. ¿No ve que estoy ocupado? No deseo ser interrumpido por un lacayo de la opresión estadística. Mi opinión es demasiado valiosa para ustedes.

De verdad que no pertenezco a....

¿Se cree que no le he visto ahí, espiándome toda la tarde? De verdad, no entiendo qué obsesión tienen ustedes, burócratas chupatintas, conmigo. ¿No debería estar por ahí haciendo encuestas a las masas inopes, en vez de perseguirme de esta manera? De verdad que no soy tan importante.

Vale, me ha pillado –reaccioné a tiempo–. Tiene usted razón. Me llamo Gwendolino Cucañas, y soy funcionario del CIS.

Está bien, si usted insiste le daré mi opinión. Pero que conste que lo hago en contra de mi voluntad.
Mientras decía estas palabras el tipo se levantó, se colocó en el centro del local y, alzando la voz lo suficiente para que le escucharan desde Calahorra, proclamó:
Que sepa usted que no pienso votar a ningún partido político, ni en estas elecciones ni en ninguna otra.

Qué interesante –dije.

–  Vivimos en una sociedad manipulada por las grandes multinacionales y todos los partidos políticos representan a los mismos intereses ocultos de una oligarquía que maneja a los individuos como si fueran ovejas en un rebaño a través de la publicidad y los medios de comunicación establecidos.

Fascinante –le animé a continuar, sin que fuera realmente necesario.

El fascismo, el comunismo y la democracia son inventos burgueses frente a los cuales solo cabe la resistencia de la no participación. Desde aquí quiero proclamar que a mí no me engañan, y que no pienso entrar en el juego de la política jerarquizada.

–  No me diga.

Es sólo a través del anarco-individualismo libertario y del rechazo a la imposición vertical del pensamiento fosilizado en partidos, asociaciones y sindicatos que podemos construir una sociedad verdaderamente justa e idílica.

Sí, sí, cuénteme más.

Huy, perdone –se detuvo al vibrarle el móvil–. En un momento continuamos con la entrevista, si no le importa. Es mi hora de bloquear.

¿Disculpe? –dije, confuso.

Sí, bloqueo cada media hora todas las tardes, de cinco a nueve. ¿Ve?
Me mostró la pantalla de su teléfono celular. Tenía abierto el Tinder.
Ésta, fuera –dijo, bloqueando el perfil de una despampanante mujer morena con el dedo–. Y ésta, también –continuó, borrando de la existencia digital a una preciosa rubia–. Ésta, fuera. Y ésta, y ésta, y ésta...

¿Pero qué hace, hombre de dios? –pregunté, alarmado.

¿No lo ve, jodío bobo? Estoy bloqueando a todas las mujeres que me gustan.

–  Pero, ¿por qué? Si no le han hecho nada...

¡Precisamente! ¿Para qué va a ser si no? Para construir un mundo mejor. Y ésta, también fuera. ¡Toma, guarra! Fuera,  fuera.
Yo no entendía nada, lo cual no era un gran novedad porque ese suele ser mi estado natural. Afortunadamente el señor Zóspilo, al que no le gustaba conceder entrevistas ni dar explicaciones, me tuvo a bien sacarme rápidamente de mi ignorancia.
Bloqueo a las mujeres que no se fijan en mí para enseñarles una valiosa lección. Así, cuando vean que las he bloqueado se darán cuenta de sus malas acciones, sentirán un hondo arrepentimiento y eso les llevará a ser mejores personas.

¿Está usted seguro de que funciona así?

Naturalmente –dijo, terminando su ronda de bloqueos de las ocho de la tarde y volviendo a dedicarnos a mí y a la involuntaria audiencia del bar toda su antención–. Y ahora, ¿por dónde íbamos? Ah, sí: sepa usted, pobre chupatintas, que tiene ante a usted a un verdadero guerrero de la izquierda. A mí no me va a manipular con sus burdas encuestas de intención de voto. No he estado treinta años de mi vida enfrentándome al sistema a base de hacer nada para que venga usted a intentar seducirme con unas papeletas de colores. ¡No me las dará con queso!
Me gritaba con tal convicción que por un momento temí que se fuera a poner violento, pero un vistazo a las caras de hastío de los demás clientes del Starfucks me hizo comprender que éste era un espectáculo que se repetía allí con cierta frecuencia. Afortunadamente, el mítin no duró demasiado tiempo, ya que a las ocho y media don Zóspilo tenía que pillar al tranvía para volver a casa de su madre a tiempo para la cena. Hoy, por lo visto, tocaban croquetas de carne de cocido.




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