marzo 18, 2019

La tercera, a la izquierda (VI)

Aprovechando que andaba cerca del Campus, decidí saltarme el orden de mi lista y dedicar  mi próximo interrogatorio a doña Hermenéutica Rupérez, catedrática de Estudios Culturales Comparados en la Facultad de Antropología y Sociología Risketos Sabor Barbacoa. Pero antes, y para preparar un poco el terreno, busqué una cabina y, utilizando para ello mi moneda falsa de las conferencias telefónicas, marqué el número de mi oficina.
Agencia de detectives privados J. Arístides & Mike, ¿en qué podemos ayudarle? –sonó la voz de contralto de nuestra secretaria, la señorita Bustillo.

Soy yo, el señor Mike –dije.

Ah, hola, encanto, ¿qué ocurre? El señor J. Arístides sigue sin aparecer. ¿Qué hago con las cartas de amenazas de muerte anónonimas de hoy?

A la chimenea, como de costumbre –respondí. En nuestra línea de trabajo, el odio es un buen remedio contra la pobreza energética–. Pero con quien quería hablar es con usted. Tengo una pregunta que hacerle.
La señorita Bustillo es una mujer de vicios retorcidos que, para escándalo y horror de su familia, había abandonado una prometedora carrera enseñando pechuga en el music hall para meterse a hacer un doctorado en antropología física y que, como tal, cursaba estudios en esta misma Facultad Risketos Sabor Barbacoa. Le pregunté si conocía de algo a la profesora Rupérez.
Claro que sí, guapi –me dijo–. Es un hueso de profesora. Me puso un miserable cinco en estudios africanos porque me negué a perforarme el labio y ponerme en él un plato de madera de quince centímetros, como hacen las mujeres mursis de la Etiopía citerior. Menos mal que fui capaz de compensar con un trabajo práctico sobre el sacrificio ritual del facóquero macho durante las fiestas del solsticio de la tribu Onaamwawe. No veas lo difícil que es localizar un facóquero vivo en Boo, encanto, y lo aparatoso que resulta luego deshacerse de cien kilos de artiodáctilo desollado no apto para el consumo humano. Pero conseguí aprobar, y no he vuelto a tratar con esa tipa desde entonces. No tiene estudiantes, que yo sepa. Nadie quiere hacer una tesis con ella. Se toma demasiado a pecho su trabajo.

¿A qué se refiere? –a pesar de las confianzas que la señorita Bustillo se toma conmigo, yo nunca tuteo a mis empleadas, y muchos menos cuando se trata de empleadas sin sueldo.

Ya lo verás, encanto. Ya lo verás –dijo emitiendo una risa vagamente inquietante–. Si vas a hablar con ella y quieres ablandarla, pídele que te firme un ejemplar de su último libro. Ya sabes que los catedráticos son gente de autoestima débil y nada les pone más contentos que un poco de adulación intelectual rastrera.
Yo en mi puta vida me había topado con un catedrático, pero tenía mucha experiencia patibularia y sabía perfectamente a qué se refería la señorita Bustillo. Todas las mentes sociopáticas se rigen por los mismos principios básicos. Armado con la información que me había pasado mi secretaria me planté en la librería del campus, rebusqué entre los ejemplares de teoría cultural –sitos entre los de antroposofía comparada y los de metarreligión simbólica– hasta dar con un ejemplar del libro que buscaba (H. Rupérez "Mirad Que Os Lo Avisé", ed. Χαζός, 2018), y procedí a birlarlo con esa habilidad que sólo una persona que ha pasado veinte años defendiendo la ley y el orden puede llegar a tener. Ya fuera de la librería y lejos de las cámaras de seguridad, saqué el libro y le eché un vistazo la contraportada. Aparecía la foto en blanco de doña Hermenéutica, una mujer de edad comprendida entre la vejez y la licuefacción, cuya augusta cabellera blanca aparecía engorrinada por multitud de rastas y trenzas con abalorios, y que miraba a cámara por encima de unas minúsculas gafas vestigiales colocadas sobre la punta de la nariz en el más puro estilo de hacerse la interesante a lo Sánchez Dragó. Bajo la foto podía leerse:


"En esta obra lúcida y transgresora, la profesora Hermenéutica Rupérez (Motilla del Palancar, 1952) deconstruye el paradigma hegemónico autorreferencial de la Cultura Occidental, descubriendo de forma ineluctable el horror vacui existencial de la sociedad mediática de principios de siglo XXI. El ideal ilustrado ha fracasado, conduciéndonos a través del sueño infundado en los conceptos de progreso y de libertad humana a través del ejercicio de la razón a simas insondables de horror y alienación. El mecanicismo y la fe en la ciencia positivista, afirma en estas páginas la profesora Rupérez, han deshumanizado las estructuras de relación interpresonal y han llevado como fruto a las grandes catástrofes de la era moderna, desde el auge del nazismo hasta la hegemonía imperialista de las corporaciones multinacionales de la industria láctea. Todo esto ya se veía venir, como viene avisando el pesimismo cultural desde hace décadas. Afortunadamente, concluye este libro, Occidente se aproxima a su completa autodestrucción, que ojalá llegue ya pronto, y tras el inminente apocalipsis la humanidad podrá retornar a un estado más feliz como especie cazadora-recolectora que fue y nunca debería haber dejado de ser."

No me daba tiempo a leer las ochocientas páginas del libro, así que tendría que conformarme con ese extracto. Con paso firme, me acerqué a la facultad Risketos Sabor Barbacoa y preguné al bedel por el despacho de doña Hermenéutica.
Su despacho el el ala norte del edificio –me dijo–. Sólo tenemos tres profesores, así que se han repartido el espacio como mejor han podido. Tome esto –añadió, pasándome un casco de obra–. Lo necesitará si quiere llegar con el occipucio entero.
Los tres profesores de la Facultad la habían dividido, en efecto, en tres naciones-estado en perpetua guerra la una con la otra. El ala sur estaba tomada por una materialista cultural de la escuela de Harris, que defendía su territorio a base de lanzas y flechas pero, sobre todo, de infraestructura. La zona central de la Facultad era feudo de un antropólogo neo-sustantivista de la escuela de Sahlins e incluía, como una de sus núcleos de poder más importantes, la cafetería, donde se podía pagar el bocadillo de tortilla de patatas ya fuese en euros o ejerciendo de forma simbólico-recíproca la Mutualidad del Ser (canjeable en caja por euros). El ala Norte, dominio absoluto de los relativistas culturales de la profesora Rupérez, era una zona colorida y abigarrada donde ninguna cultura era mejor que otra, pero sí había una peor que todas las demás: la occidental. El casco que me había dado el bedel me fue útil para evitar que me cayeran en la calva los excrementos que me tiraban los becarios, pero no sirvió para proteger mi gabardina de manchas de caca. Saltando sobre unas barricadas hechas con tótems de la Columbia Británica, entré a los pasillos del ala norte y, después de haber dado unas cuantas vueltas, llegué frente al despacho de la catedrática.
Ave María Purísima –saludé al entrar, como me habían enseñado los curas del orfanato en el que me crié.

¡Por Tutatis! –me respondió una voz cascada desde dentro del despacho–. Aquí no me venga con imprerialismos religiosos, so alfeñique. ¿Acaso no sabe usted que la figura de la Virgen María no es sino una forma temprana de apropiación cultural?
Iba a pedir disculpas, pero no tuve tiempo. Intentando entrar en la habitación mi pie enredó en unas cuerdas que había por el suelo –luego supe por mi interlocutora que se trataban de los cordeles de una tingsha tibetana– y tropecé, partiéndome la crisma contra unos cuencos tibetanos de plomo. Menos mal que aún llevaba el casco cubierto de guano, pero ni eso me libró de perder la mitad de los dientes que aún que quedaban.
–  ¡Oh cielos! –corrió hacia mí la profesora, preocupada– ¿Se ha roto algo?

–  Folamentde unos pocos molares –dije.

Aparte, imbécil –dijo, empujándome con una fuerza inusitada para semejante vejestorio–. Me refiero a mis cuencos de meditación. Ah, menos mal –suspiró, aliviada–. Están intactos. ¿Tiene un pañuelo? Gracias, gracias, pero no me sangre encima, hombre... hay que actuar ahora y quitar las manchas antes de que se les vaya el chi a los cuencos, ¿sabe? Me los regaló una sherpa en un viaje que hice a la provincia de Kandrahaklijar. Son muy preciados para mí.
Mientras la mujer se dedicaba a reparar la estructura kármica de sus cuencos, me detuve a sangrar en silencio y observar de paso su despacho. La enorme habitación era una leonera llena de libros y porquerías de todas las partes del mundo: escudos masai, atrapasueños Ojibwas, máscaras rituales indonesias, cabezas humanas reducidas de la tribu amazónica de los Shuar, kotekas peneanas de los papúes, afiladas phurbas, cencerros de los cucurrumachos de Navalosa, abanicos funerarios etruscos, cerbatanas yanomami, vasos canopos egipcios, dorjis nepalíes, amuletos Yoruba, brazaletes Kula, efigies-colibrí de Huitzilopochtli y, curiosamente, una nutrida colección de dhotis del sudeste indostánico aún con sus tradicionales zurraspas, todos colocados por las paredes, estanterías, mesas y suelos sin orden y concierto. La profesora Rupérez, con sus gafitas y vestida con lo que parecía ser una toca ceremonial celta, terminó por fin de cuidar de la limpieza física y el bienestar espiritual de su vajilla y pasó a dedicarme su atención.
–  ¿Le duele mucho? Ahora mismo le preparo una infusión de ayahuasca y cola de caballo. Es mano de santo para los dientes rotos.

–  ¿No tendrá mejor una aspirina? –pregunté.

–  No sea ridículo –respondió con desprecio–. Esas porquerías no son más que química. Los indios Tepanaka creían firmemente que con esta bebida que le voy a preparar se curaban todos los males del mundo. Eso, y que una montaña les hablaba. Qué pena que ya no queden indios Tepanaka. ¡La de cosas que podrían habernos enseñado!
La infusión sabía a rayos fritos y, si bien no me alivió para nada el dolor de encías, los efectos psicotrópicos de la ayahuasca lograron animarme un poco cuando empecé a ver al tintero y la grapadora lanzarse a bailar un animado foxtrot el uno con la otra. Saqué el libro que traía y le pedí a la profesora que me lo firmase.
Claro que sí, zagal, con mucho gusto –dijo–. ¿A nombre de quién la dedicatoria?

Máic –dije–. Máic, a sefas.

Perfecto –respondió ella, escribiendo con preciosa caligrafía de erudita "Para mi amigo y gran lector Maica Sefas, con mucho cariño"–. Así que le ha gustado mi libro. ¿Qué le ha parecido el capítulo en el que demuestro que jamás se ha vivido peor que ahora? 
Quise decirle que me había parecido de una agudeza extraordinaria, pero mi carencia de dientes y el hecho de que ella estaba sorda como una tapia dificultaban enormemente la comunicación. Cuando le hice notar que mis actuales problemas de dicción se debían al reciente encontronazo entre mis mandíbulas y sus trastos, ella me respondió toda ofendida:
Ha de saber que los dientes no son más que un constructo cultural. Los guerreros de la tribu Guatapiti se arrancaban los incisivos como forma de honrar a su dios Guataparti al cumplir la mayoría de edad,  y luego vivían tres o cuatro años tan felices alimentándose de sopas de ñame. Así que deje de lloriquear como un crío y dígame a qué ha venido aquí, porque lo del libro no cuela y me espera una día muy ocupado pensando en formas en las cuales el colonialismo blanco ha destruído el mundo.
Las paredes y el techo de la habitación se habían vuelto de color violeta y se habían animado a unirse al tintero y la grapadora en su bailoteo, lo cual era bastante fascinante pero me estaba haciendo sentir unas crecientes ganas de potar. Le conté lo de mi búsqueda de la Unidad de la Izquierda y que su nombre había aparecido por algún motivo entre una lista de sospechosos de haberla visto por última vez, y que si por favor podía ayudarme en mis pesquisas.
¿La Unidad de la Izquierda? –me dijo–. Está usted de suerte, muchacho. La Izquierda siempre ha estado en las facultades de humanidades. Yo misma he dedicado mi carrera a demostrar que todo lo que ha ocurrido desde la (mal llamada) Ilustración es un tremendo error y que Occidente es una malévola maquinaria diseñada para violar y fagocitar a culturas milenarias mucho más sabia que la nuestra, como por ejemplo la de los fueguinos. ¡Los fueguinos! ¿Es que nadie piensa en los fueguinos? Les hemos sacado de su estado prístino de felicidad, ¿y qué les hemos dado a cambio? Sartenes antiadherentes. ¡Antiadherentes! Si eso no son imperialismo y opresión culturales, pollo, dígame usted qué lo es. 

Entonces... ¿la Unidad de la Izquierda...?

La Unidad de la Izquierda no existe, porque la Izquierda es poliédrica y multicultural, y por lo tanto solo puede ser entendida como una manifestación subjetiva del yo. Pero vamos, entre nosotros, que la verdadera izquierda es la que puede usted leer en mis publicaciones, y en cuanto consiga exterminar (académicamente, se entiende) a los etnocentristas, los supremacistas y los postitivistas, mis ideas tendrán mucha más difusión y podrán ayudar a las gentes del mundo a sacudirse el yugo del pensamiento unitario. Es solo cuestión de tiempo que todos lo admitan y se reúnan bajo mi égida...
Le di las gracias por su valiosa ayuda, recogí mis dientes esparcidos por el suelo como pude, vomité en un cáliz ritual Haniwa y me marché antes de que me lanzara algún hechizo subsahariano o algo por el estilo.


(CONTINUARÁ)




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