Que uno sea analfabeto no significa que no pueda conocer las convenciones literarias propias del género detectivesco. Yo había visto las suficientes películas y series de televisión para saber que cuando un caso ha llegado a un aparente impasse, la solución suele presentarse cuando el protagonista –generalmente una vieja repelente y metomentodo– reúne a todos los sospechosos en una habitación y les canta las cuarenta. Así pues, mis siguientes pasos estaban claros.
Lo primero era conseguir juntar a todos los representantes de la Unidad de la Izquierda bajo un mismo techo. No iba a ser nada fácil. Pero se me había ocurrido una idea. Dado que gran parte de los aspirantes a político de este país aún practican esa ancestral costumbre hispana de leer titulares de periódico para poder sacar conclusiones apresuradas, dirigí mis pasos a las oficinas del "Boo de Piélagos Times", el decano de nuestra prensa. Uno de sus reporteros, cuyo nombre no diré aquí que era Menesio Tripancha para salvaguardar su derecho a la intimidad, me debía un favor. Hacía unos años, su mujer había contratado mis servicios pues había comenzado a sospechar que su marido podía estar siéndole infiel tras encontrarle en la cama con una preciosa agente de seguros; durante varias semanas me convertí en la sombra del periodista, siguiéndole a todos los puticlubs de la ciudad, e incluso llegué a desarrollar una bonita amistad online con él a través de un perfil falso bajo el seudónimo Güendoline que me creé a tal efecto en maridosinfieles.com, pero no logré dar con ninguna pista que ratificara las sospechas de la desconfiada esposa. Cuando se destapó el pastel –en nuestra cita Menesio se dio cuenta rápidamente de que mi lustrosa cabellera rubia era una peluca– el periodista, lejos de enfadarse, me agradeció efusivamente no haberle descubierto ante su mujer, pensando que yo le había encubierto por algún tipo de camadería masculina. Jamás logré entender a qué se refería, pero como nunca está de más que alguien te deba un favor, nunca había hecho esfuerzo alguno por sacarle de su error.
Me entristeció la precariedad de las condiciones de trabajo de los articulistas del "Times". Menesio tenía tan poco espacio en su cubículo que cuando entré en él me topé con su becaria agazapada debajo de la mesa del escritor. Subiéndose la bragueta, Menesio le pidió a la muchacha –Chati, creo que se llamaba– que saliera del cubículo para que pudiéramos hablar tranquilamente. No me andé con rodeos: le pedí como favor personal que colara en la edición del día siguiente esta noticia:
Bla bla bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, etc,
La parte del blablablá era literal; como he dicho antes, nadie en este país lee más allá de los titulares, salvo tal vez en las secciones deportiva y de contactos. Menesio accedió a hacerme el favor, tras lo cual nos despedimos efusivamente y me dispuse a continuar las siguientes fases de mi plan maestro.
El segundo punto era descansar un poco. La noticia no saldría hasta el día siguiente y yo necesitaba estar fresco para el grand finale. Me dirigí al zoo, que ya estaba a punto de cerrar sus puertas. Uno de los cuidadores me deja dormir ocasionalmente en el recinto de las mofetas a cambio de que le sustituyera en el servicio de limpiar los excrementos de tan simpáticos mustélidos. Era un acuerdo mutuamente beneficioso para los dos, aunque las mofetas no parecían nada contentas con el arreglo; al parecer, les molestaba bastante mi olor corporal.
A la mañana siguiente, bien descansado y calentito tras haber dormido diez horas entre paja y boñiga de mofeta, me dispuse a acometer la siguiente parte de mi plan. Me dirigí a la agencia de detectives, saludé a la señorita Bustillo –muy concentrada en escribir un review sobre un artículo recientemente aparecido en la revista Bijdragen tot de Taal-, Land- en Volkenkunde– y me puse a rebuscar en nuestro almacén de vestuario. En este trabajo es frecuente tener que disfrazarse, por lo que a lo largo de los años habíamos ido acumulando una buena colección de vestimentas de lo más variopintas, entre los cuales destacaba nuestro pequeño muestrario de uniformes de azafata de Alitalia. En un par de horas hube encontrado lo necesario para caracterizarme de vieja odiosa: zapato plano, medias de color carne, modelito a lo Barbara Bush, collar de perlas más falsas que la sonrisa de Alfred de OT, bolsito con estampado de flores, pelucón y un sombrerito ridículo con un pájaro disecado.
Cuarto paso, comer algo. El pienso para mofetas del desayuno me había dejado con un poco de hambre y con la boca seca. En Chez Emil –ahora conocida como Chez Michel–, mi churrería francesa favorita, me pedí seis docenas de porras y litro y medio de chocolate caliente para mojar, apuntándolo todo como de costumbre a la cuenta de mi compañero y sin embargo amigo J. Arístides.
Con la panza llena, me dirigí al Parlamento, que es un enorme centro comercial con piscina climatizada y numerosos bares donde por algún motivo que se me escapa suelen reunirse nuestros políticos. Eran ya casi las seis de la tarde, pero como en este país todo el mundo llega tarde a todas partes confiaba en ser el primero en acudir a la cita. Así era, efectivamente. Saqué de mi bolso ovillo y un par de agujas y me puse a esperar pacientemente haciendo calceta.
Poco a poco fueron llegando los izquierdistas. Allí estaban la Koyabashi, el doctor Sméagol, Wendy, el señor Pelanas a.k.a. Wittgenstein, Zóspilo Legarreta, la catedrática Rupérez, entre otros, junto con algunos de los más eximios líderes de la izquierda parlamentaria entre los que reconocí a don Ceregumio Panette, Segismunda van der Pollo y mi viejo conocido Calpurnio Tirillas, amén de otros muchos intelectuales y perroflautas a de los que no había visto en mi vida. Al verse unos a otros, los prohombres (y promujeres) de la progresía nacional reaccionaron con cautela primero, desconfianza después y, una vez entrados en calor, a tortazo limpio en interesante batalla de todos contra todos. Antes de llegar a tener que lamentar –o agradecer, según el punto de vista– víctimas mortales, dejé mi labor (un precioso calcetín derecho, no sé hacer los del otro pie) y, alzando la voz, dije:
Hice lo que todo hombre de acción haría en un caso similar: salir corriendo a todo gas.
La Izquierda ilustrada y comprometida me pisaba los talones con furia homicida. Contra toda lógica, pero sujeto una vez más por las exigencias del cánon narrativo, dirgí mis zancadas hacia una escalera que ascendía hacia la azotea del edificio. Detrás de mí se escuchaban los gritos y aullidos de la jauría libertaria, exigiendo sangre humana. La puerta de la azotea estaba cerrada. Desesperado, entré en una sala poco usada del Parlamento llamada "hemiciclo". Mala elección. La enorme sala no tenía más accesos que la puerta por la que había entrado yo, otra similar colocada al este de la sala, y un ventanal en el lado norte. Pero por la entrada este hacía su aparición en ese momento, también a la carrera, una figura estrambótica y ridícula, perseguida a su vez por otra turba igualmente rabiosa y asesina.
Me costó trabajo reconocer al recién llegado, estando él también disfrazado y ambos corriendo. ¡Se trataba de mi socio J. Arístides! Venía ataviado con un pintoresco e impoluto traje que parecía de vendedor de linimentos del Far West, escarpines negros y un estrafalario bigote postizo de puntas tiesas y corte militar.
Lo primero era conseguir juntar a todos los representantes de la Unidad de la Izquierda bajo un mismo techo. No iba a ser nada fácil. Pero se me había ocurrido una idea. Dado que gran parte de los aspirantes a político de este país aún practican esa ancestral costumbre hispana de leer titulares de periódico para poder sacar conclusiones apresuradas, dirigí mis pasos a las oficinas del "Boo de Piélagos Times", el decano de nuestra prensa. Uno de sus reporteros, cuyo nombre no diré aquí que era Menesio Tripancha para salvaguardar su derecho a la intimidad, me debía un favor. Hacía unos años, su mujer había contratado mis servicios pues había comenzado a sospechar que su marido podía estar siéndole infiel tras encontrarle en la cama con una preciosa agente de seguros; durante varias semanas me convertí en la sombra del periodista, siguiéndole a todos los puticlubs de la ciudad, e incluso llegué a desarrollar una bonita amistad online con él a través de un perfil falso bajo el seudónimo Güendoline que me creé a tal efecto en maridosinfieles.com, pero no logré dar con ninguna pista que ratificara las sospechas de la desconfiada esposa. Cuando se destapó el pastel –en nuestra cita Menesio se dio cuenta rápidamente de que mi lustrosa cabellera rubia era una peluca– el periodista, lejos de enfadarse, me agradeció efusivamente no haberle descubierto ante su mujer, pensando que yo le había encubierto por algún tipo de camadería masculina. Jamás logré entender a qué se refería, pero como nunca está de más que alguien te deba un favor, nunca había hecho esfuerzo alguno por sacarle de su error.
Me entristeció la precariedad de las condiciones de trabajo de los articulistas del "Times". Menesio tenía tan poco espacio en su cubículo que cuando entré en él me topé con su becaria agazapada debajo de la mesa del escritor. Subiéndose la bragueta, Menesio le pidió a la muchacha –Chati, creo que se llamaba– que saliera del cubículo para que pudiéramos hablar tranquilamente. No me andé con rodeos: le pedí como favor personal que colara en la edición del día siguiente esta noticia:
LA IZQUIERDA CÁNTABRA SE REÚNE BAJO UN MISMO ESLÓGAN EN EL PARLAMENTO
La reunión será esta tarde a las 17:00 horas en la sede del Parlamento, acceso Oeste
Bla bla bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, bla bla bla bla, blablablá, bla bla ba, blablabla, blabla, bláblabla blablá, bla, bla, etc,
La parte del blablablá era literal; como he dicho antes, nadie en este país lee más allá de los titulares, salvo tal vez en las secciones deportiva y de contactos. Menesio accedió a hacerme el favor, tras lo cual nos despedimos efusivamente y me dispuse a continuar las siguientes fases de mi plan maestro.
El segundo punto era descansar un poco. La noticia no saldría hasta el día siguiente y yo necesitaba estar fresco para el grand finale. Me dirigí al zoo, que ya estaba a punto de cerrar sus puertas. Uno de los cuidadores me deja dormir ocasionalmente en el recinto de las mofetas a cambio de que le sustituyera en el servicio de limpiar los excrementos de tan simpáticos mustélidos. Era un acuerdo mutuamente beneficioso para los dos, aunque las mofetas no parecían nada contentas con el arreglo; al parecer, les molestaba bastante mi olor corporal.
A la mañana siguiente, bien descansado y calentito tras haber dormido diez horas entre paja y boñiga de mofeta, me dispuse a acometer la siguiente parte de mi plan. Me dirigí a la agencia de detectives, saludé a la señorita Bustillo –muy concentrada en escribir un review sobre un artículo recientemente aparecido en la revista Bijdragen tot de Taal-, Land- en Volkenkunde– y me puse a rebuscar en nuestro almacén de vestuario. En este trabajo es frecuente tener que disfrazarse, por lo que a lo largo de los años habíamos ido acumulando una buena colección de vestimentas de lo más variopintas, entre los cuales destacaba nuestro pequeño muestrario de uniformes de azafata de Alitalia. En un par de horas hube encontrado lo necesario para caracterizarme de vieja odiosa: zapato plano, medias de color carne, modelito a lo Barbara Bush, collar de perlas más falsas que la sonrisa de Alfred de OT, bolsito con estampado de flores, pelucón y un sombrerito ridículo con un pájaro disecado.
Cuarto paso, comer algo. El pienso para mofetas del desayuno me había dejado con un poco de hambre y con la boca seca. En Chez Emil –ahora conocida como Chez Michel–, mi churrería francesa favorita, me pedí seis docenas de porras y litro y medio de chocolate caliente para mojar, apuntándolo todo como de costumbre a la cuenta de mi compañero y sin embargo amigo J. Arístides.
Con la panza llena, me dirigí al Parlamento, que es un enorme centro comercial con piscina climatizada y numerosos bares donde por algún motivo que se me escapa suelen reunirse nuestros políticos. Eran ya casi las seis de la tarde, pero como en este país todo el mundo llega tarde a todas partes confiaba en ser el primero en acudir a la cita. Así era, efectivamente. Saqué de mi bolso ovillo y un par de agujas y me puse a esperar pacientemente haciendo calceta.
Poco a poco fueron llegando los izquierdistas. Allí estaban la Koyabashi, el doctor Sméagol, Wendy, el señor Pelanas a.k.a. Wittgenstein, Zóspilo Legarreta, la catedrática Rupérez, entre otros, junto con algunos de los más eximios líderes de la izquierda parlamentaria entre los que reconocí a don Ceregumio Panette, Segismunda van der Pollo y mi viejo conocido Calpurnio Tirillas, amén de otros muchos intelectuales y perroflautas a de los que no había visto en mi vida. Al verse unos a otros, los prohombres (y promujeres) de la progresía nacional reaccionaron con cautela primero, desconfianza después y, una vez entrados en calor, a tortazo limpio en interesante batalla de todos contra todos. Antes de llegar a tener que lamentar –o agradecer, según el punto de vista– víctimas mortales, dejé mi labor (un precioso calcetín derecho, no sé hacer los del otro pie) y, alzando la voz, dije:
– ¡Señores! Perdón, señoras –corregí al ver la mirada envenada que me dirigía Wendy–. Perdón, señor@s –volví a corregir ante las oleadas de odio que empezaba a recibir–. L@s he reuníd@ aquí para...De repente, mi aparición había proporcionado a la Izquierda española un objetivo común al cual odiar. Como un solo cuerpo, los asistentes empezaron a acercarse a mí, blandiendo amenazadoramente unos hoz y martillo, otros afiladas plumas estilográficas, otros aceradas acusaciones de incorrección política y/o mansplaining.
– ¡Ese tipejo ha osado reunirnos!
– ¡Qué insolencia!
– ¡Aniquilémoslo!
Hice lo que todo hombre de acción haría en un caso similar: salir corriendo a todo gas.
La Izquierda ilustrada y comprometida me pisaba los talones con furia homicida. Contra toda lógica, pero sujeto una vez más por las exigencias del cánon narrativo, dirgí mis zancadas hacia una escalera que ascendía hacia la azotea del edificio. Detrás de mí se escuchaban los gritos y aullidos de la jauría libertaria, exigiendo sangre humana. La puerta de la azotea estaba cerrada. Desesperado, entré en una sala poco usada del Parlamento llamada "hemiciclo". Mala elección. La enorme sala no tenía más accesos que la puerta por la que había entrado yo, otra similar colocada al este de la sala, y un ventanal en el lado norte. Pero por la entrada este hacía su aparición en ese momento, también a la carrera, una figura estrambótica y ridícula, perseguida a su vez por otra turba igualmente rabiosa y asesina.
Me costó trabajo reconocer al recién llegado, estando él también disfrazado y ambos corriendo. ¡Se trataba de mi socio J. Arístides! Venía ataviado con un pintoresco e impoluto traje que parecía de vendedor de linimentos del Far West, escarpines negros y un estrafalario bigote postizo de puntas tiesas y corte militar.
– ¡Amigo! –me gritó, abalanzándose hacia la ventana.Llegamos al mismo tiempo al ventanal y, tras abrir él una de las gigantescas cristaleras, salimos al alféizar. Estábamos en la planta catorce. Por debajo de nosotros, a gran distancia, discurría el tráfico de la ciudad, indiferente a nuestras cuitas. La caída sería mortal sin duda alguna. No había escapatoria.
– ¡Amigo! –le grité, corriendo en paralelo hacia el mismo destino.
– Anda, Mike, ven a mi lado –dijo J. Arístides, sentándose en el alféizar y encendiendo su pipa con resignación–. Si vamos a morir, al menos que nos pille cómodamente sentados, ¿no crees?Me senté a su lado, con la cabeza dándome vueltas por el vértigo. A nuestras espaldas los gritos de odio no paraban de crecer en intensidad.
– ¿Qué haces aquí, J. Arístides?La muerte segura que nos esperaba no terminaba de llegar, así que balanceando mis piernas sobre el abismo me dispuse a contárselo. Detrás nuestro empezaron a escucharse disparos y detonaciones de diversa consideración.
– Aunque suene increíble, estoy en mitad de un caso –me dijo.
– ¿En serio? Yo también.
– Inaudito –respondió–. ¿Y en qué consiste tu caso, si se me permite preguntarlo?
– Pues me han contratado para buscar la Unidad de la Izquierda. ¿Y a ti?En el hemiciclo, las mentes más brillantes de ambos lados del espectro político se degollaban unos a otros. Atardecía en el horizonte nublado de Boo de Piélagos. Con un poco de suerte, los bomberos nos rescatarían cuando se atrevieran a entrar en el edificio a buscar supervivientes.
– A mi me han contratado para buscar la Honradez de la Derecha.
– Curioso mundo –dije.
– Curioso, sí –respondió él.
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