marzo 28, 2010

Carta a Margaret

Querida Margaret,

Qué grato es constatar, en estos tiempos que corren, que aún existen amigas de verdad, aunque sean deplorables alcohólicas como tú. Gracias a la receta de la tarta de ruibarbo de Adelina que me enviaste en tu última carta he sido capaz de recuperar la alegría de vivir, amén de aliviar la difícil situación pecuniaria en la que nos dejó la inesperada partida del abuelo. Hemos colocado un primoroso puestecito ambulante junto a la carretera regional y los turistas de paso nos quitan las tartas de las manos. Unas yardas más adelante, la funeraria del señor Scruffy ha abierto una nueva sucursal de la que obtiene pingües beneficios, de modo que se puede decir que tu genial idea está contribuyendo a reactivar la economía de toda nuestra encantadora comarca.

La vida sigue adelante. Sin comerlo ni beberlo, ha llegado la primavera, con sus árboles en flor y sus alegres bandadas de insectos polinizadores. Reginald, como siempre en estas fechas, está como una moto: su última excentricidad consistía en creerse una abeja reina e ir de flor en flor polinizando como un loco, pero en casa encontrábamos esa conducta totalmente inapropiada debido a que, como todo el mundo sabe, no son las reinas sino las obreras quienes se encargan de esa dulce tarea. Alarmada por el erróneo mensaje que tal comportamiento pudiera transmitir a las nuevas generaciones, yo misma llamé a la doctora Weatherwax, nuestra psiquiatra de cabecera, quien tras largas sesiones de electroshock consiguió solucionar el problema: ahora Reginald está convencido de ser sólo una vulgar mosca de la fruta y, salvo por su persistente zumbido a la hora del té, todos estamos plenamente satisfechos.

Yo, por mi parte, he intentado rellenar el hueco dejado en mi vida por la marcha del abuelo dejándome seducir por la última moda entre la juventud del pueblo: los bailes de salón. Como tantas otras muchachas de mi edad, me he apuntado a los cursos de la Academia de Danza de Madame LeBourriquet, vieja gloria de los escenarios cuyos encantos encandilaron al mismísimo káiser Federico en su juventud.


Madame LeBourriquet es una entusiasta de la investigación histórica, por lo que en su academia no solamente se enseñan los bailes modernos como el Merengue y la Salsa sino también otras danzas prácticamente olvidadas como son el Adobo y la Salmonela. Mi favorito sin duda es el primero, un vigoroso baile de compás rápido en 2/4 cuyos orígenes se retrotraen a los felices tiempos del derecho de pernada y en el que al ritmo de las congas y de las maracas las mujeres giran y giran voluptuosamente mientras los hombres les arrojan encima puñados de pimentón dulce. Tal vez recuerdes de nuesta infancia los alegres compases de "chuletas de antaño" sonando en el gramófono del bisabuelo, o incluso hayas bailado alguna vez "pésame mucho", animadísima pieza cuyo paso principal consiste en que los hombres del pueblo levantan a pulso a las mujeres intentando determinar cuántas fanegas de trigo habrán de pagar por la dote. Bailando estos antiguos bailes tan nuestros me siento rejuvenecer, querida Margaret. ¡A veces nos olvidamos de lo felices que nos pueden hacer las pequeñas cosas de la vida!



Además, las clases de baile sirven para hacer nuevas e interesantes amistades. Ay, Margaret, no quisiera precipitarme a adelantar acontecimientos, pero... ¡creo que tengo un pretendiente! La vueltas que da la vida: yo, que creyéndome en el otoño de mi vida había renunciado a encontrar el amor (conformándome en su lugar con sesiones de sexo salvaje y sin compromiso con anónimos sementales cuarenta años más jóvenes que yo), resulta ahora que me encuentro nerviosa y atolondrada como una quinceañera por un hombre... Se trata de un tal Horacio Buttock, odontólogo y enterrador jubilado, que desde hace un par de semanas me hace la corte con encantadores y galantes detalles. Sin ir más lejos, el otro día me sacó a bailar una milonga llevando una rosa firmemente aferrada entre los labios. Luego, mientras la enfermera le sacaba las espinas de la boca, me confesó que me amaba tiernamente. Yo no quise hacerme ilusiones, porque ya sabes lo que nos decía nuestra institutriz: nunca te fíes de lo que te diga un hombre bajo los efectos de los barbitúricos. Pese a todo, me atrevo a tener románticas esperanzas...

Dios quiera, Margaret querida, que en mi próxima carta tenga muy buenas noticias para contarte. Mientras tanto, me despido con todo mi cariño. Tuya, afectísima,

Genoveva


2 comentarios:

Anónimo dijo...

As funny as usual!
P.

Deric dijo...

Sufur! Necesito un carpintero para hacerme unos trabajos en casa, no le puedes preguntar a Genoveva el teléfono de su obrero-carpintero?

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