mayo 24, 2012

Misterio entre bambalinas (X)

Entré en un bar y pedí un vaso de agua y las Páginas Amarillas. Mientras me comía los rugelach del señor Goldwasser ante la mirada un tanto avinagrada del camarero, busqué y fui anotando las direcciones de todas las agencias y academias de actores de la ciudad. Cuando hube terminado me dirigí a la más cercana, sita en la vecina calle Gualtrapas. 

La academia ocupaba un segundo piso en un deprimente edificio construído en pleno furor urbanístico de los setenta. Sobre la puerta se encontraba el siguiente cartel: 

Cursos de Arte Dramático Todos los Niveles 
Diplomas Oficiales de la Actor's School, New York 
Se Organizan Fiestas de Cumpleaños y Despedidas de Soltera 

La puerta estaba abierta. La recepcionista, una pelirroja de repelente actitud que respondía al nombre de Juana Gris, me preguntó que qué tripa se me había roto. 
 - Buenos días -dije dándome aires de importancia-. Mi nombre es Silvio José Pereda y soy representante en España del señor George Lucas, del que tal vez haya oído usted hablar. El señor Lucas está buscando una cara nueva y joven para su próximo proyecto, "Indiana Jones y el geriátrico maldito": un actor hispano que sea capaz de interpretar al enfermero que empuja la silla de ruedas del intrépido explorador a través de emocionantes aventuras. Un caramelito de papel, se lo digo yo. ¿Podría echar un vistazo al book de fotos de sus actores? 
La recepcionista dijo que tenía que consultarlo con su jefe y yo le dije que si no estaban interesados seguro que en la academia rival de la señorita Emma Escarcha tendrían unos actores estupendísimos. Con este sencillo truco bastó: la tipeja me dió un polvoriento libro lleno de fotos descoloridas y yo me entretuve un rato pasando páginas, sin encontrar lo que buscaba. 
- Muchas gracias, señorita -dije-. Ya les llamaremos
Salí esquivando el zapatazo que me lanzó la muy cafre. Escenas muy similares se repitieron en las siguientes seis agencias que probé, hasta que en la séptima, después de haber gastado la tarde y un todo bonobús indagando, encontré lo que estaba buscando desde el principio: una ficha con foto de Tyrone Morecock, a.k.a. Filiberto Rótula. 
- Hay algunos actores en este book que podrían interesarnos -le dije al encargado para disimular-. ¿Podría llevarme copias de estas fichas para mostrárselas al señor Lucas en persona? 
El muy crédulo, intuyendo negocio, se avino a dejarme unas copias. Al salir a la calle tiré todas a la basura, salvo la de Morecock. Aprovechando que ya había anochecido, mi próxima parada fue el Derelict Club. El Derelict era uno de los pocos bares de ambiente que yo frecuentaba, debido a que entre su distinguida clientela mis particularidades físicas y mentales no desentonaban demasiado. El local estaba medio vacío. Me senté en uno de los mugrientos taburetes de la barra y pedí una cerveza. 
- Hola, guapo -dijo una voz a mi espalda-. ¿Te apetece tomarte una copa conmigo? 
 Me volví y miré a mi interlocutor. Era joven, estaba como un tren y estaba interesado en mí: era pues, por definición, un chapero
- Eso tal vez luego -mentí-. Antes tengo que preguntarte una cosa. 

- ¿Eres de la bofia? -se asustó el potranco

- No, no es eso -intenté tranquilizarle-. Mira... he venido desde el pueblo muy preocupado porque mi sobrino lleva semanas sin llamar a su santa madre, mi hermana, que está en un sinvivir la pobre. Tal vez le conozcas -y le enseñé la foto que tenía guardada a tal efecto. 

- No sabría decirlo. Soy nuevo en el trabajo. Antes era profesor de Ética, ¿sabes? Voy a ver si alguno de mis compañeros le conocen... 
Se ausentó unos minutos, tras los cuales volvió acompañado de otras tres musculocas a sueldo. 
- ¡Coño, la Sifiliberta! -dijo uno-. Claro que le conozco. Me pegó unos hongos, el cacho guarro

 - Y a mí la gonorrea -dijo otro. 

 - A mí, la mixomatosis -terció el último. 
Les pregunté si le conocían desde hacía tiempo y si tenían con él algún tipo de relación personal. 
- Ninguna en absoluto -dijeron al unísono-. Sólo le conocemos de oídas. Bueno, también de habérnoslo follado, pero eso no puede calificarse de relación. 
Estuve de acuerdo. Les pregunté si sabián con quién solía moverse, y me derivaron la discoteca Bananas, donde solían parar sus amigos. 
- Les reconocerás fácilmente -me dijo uno de los chaperos-. Son los más estúpidos del local. 


Dado el elevadísimo nivel de estupidez reinante en las discotecas gay, eso eran palabras mayores. Me despedí de los muchachos, invitándoles a unos cacahuetes que tenía en el bolsillo, y me dirigí al Bananas de muy mal humor. Odiaba el Bananas: un lugar que sería el paraíso para los sentidos si no fuera un hachazo para mi amor propio. Entre tantos torsos desnudos y perfectos me sentía como Yola Berrocal debe sentirse en la Sorbona: totalmente fuera de lugar. Pero hice de tripas corazón, pagué los quince euros de entrada con los últimos fondos que me quedaban y entré a buscar a los amigos del actor. Fue fácil encontrarles: eran los que jugaban a untarse los unos a los otros los músculos con benceno. Me acerqué a ellos con la misma historia del tío preocupado por su familiar disoluto. 
- Es el bueno de Filiberto -me dijeron-. El pobre no ha querido venir a bailar. Lleva unos días depre porque se ha muerto su abuela o algo así. 
Hablé un poco con ellos, en la medida que nos lo permitió el volumen de la música. Todo lo que me contaron me sirvió para confirmar la imagen que Filiberto había proyectado de sí mismo: un actor sin demasiadas luces, locamente devoto de una actriz medio olvidada. Era lo que me esperaba, pero era necesaria aquella comprobación si quería ir reduciendo la lista de sospechosos (que, en aquellos momentos, ascendía a toda la población mundial menos cinco personas: el Fantasma de la Ópera, Scarlett Bustillo, el tal Filiberto, mi Santa Madre y yo mismo). Les dí las gracias y me dispuse a irme. 
- Oye, antes de irte -me dijo uno-, ¿tienes fuego? 

- Toma, quédate estas cerillas -dije, pasándole la caja que guardo para J. Arístides. 

- ¡Gracias! 
Y de este modo me calé el sombrero, me dirigí a la puerta y salí a la calle mientras a mis espaldas todo estallaba en llamas. Si una cosa aprendí de todo ello, es que tener unas abdominales perfectas no te salva de la inmolación accidental. 

(continuará)


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