No hace falta que diga que ando estos días alejadísimo de la blogosfera. No se me preocupen: no es nada grave. Simplemente es que estos días me apetece más que nunca pasar todo mi tiempo despierto bien pegado a las personas que quiero. ¡Yo, que siempre he sido independiente como un gato! Y mi ordenador, aunque no deja de tener su aquel, aún no ha pasado el test de Turing, que yo sepa.
Hablando de personas queridas, este fin de semana lo pasé en Segovia. Normalmente mis visitas a casa de mis padres suelen ser veloces y más testimoniales que otra cosa: aparezco, doy un besazo a mi Madre, charlo un poco con ella, como con mis padres y luego desaparezco de la escena para salir con mis amigos o me encierro con mis libros y mi ordenador.
Esta vez, sin embargo, y aprovechando este estado mental en que me encuentro últimamente, me he pasado el sábado sentado con mi Madre, manteniendo una de las conversaciones más alucinantes que he tenido en mi vida.
Antes de seguir, quisiera hablar un poco de mi Madre y de por qué cada vez que me refiero a ella escribo así, con mayúscula: es una costumbre que he cogido de Bira, una persona que me cautiva por muchas razones, una de las cuales es la manera tan llena de devoción con la que siempre habla de su Madre. ¡Gracias, Bira! Que se vea que también las cosas buenas se pegan, de vez en cuando.
A mi Madre le diagnosticaron, hace unos seis o siete años, una enfermedad misteriosa. Digo que es misteriosa no porque lo sea per se (probablemente es algo conocidísimo), sino porque nunca me ha querido dar los detalles y nunca ha permitido que nadie vaya al médico con ella cuando va a hablar del asunto. Solo sé que es una enfermedad crónica, que tiene que ir a hacerse ciertos análisis cada seis meses, que mientras los análisis den resultados dentro de la normalidad puede hacer su vida tranquilamente, pero que el día que las analíticas se descontrolen su cuerpo empezará a desarrollar tumores y la cosa se pondrá muy fea.
Desde que sé esto, siempre que veo a mi Madre me pregunto si será la última vez que la vea con salud.
Y encima hay que matizar eso de la 'salud'. Mi Madre no ha estado sana en su vida. Es una mujer llena de achaques, de dolores, con problemas de tiroides, de vista, de huesos, de anemia, de estómago... Uno de los sonidos que más grabados tengo en mi memoria desde niño es el de mi Madre levantándose por la noche, procurando no despertarnos, para ir a vomitar al cuarto de baño. Pese a lo cual ni un solo día ha dejado de ser la primera en levantarse para trabajar más que ninguno.
Mi Madre convive con mi padre, con minúsculas, un hombre que también tiene lo suyo y con el cual lleva treinta y cinco años casada, detestándose ambos mutuamente casi desde el primer día. La relación entre mis padres es infernal y lleva siéndolo desde que yo recuerdo. Lo único que los mantiene juntos es la fuerza de la costumbre, la economía y toda una serie de asuntos que son demasiado privados para comentar aquí.
Y pese a todo, mi Madre es una persona que siempre está en pie, haciendo cosas, sonriendo. Adora la música y el baile, salir a pasear con su mejor amiga todas las tardes, gastar bromas inocentes a la gente y cuidar de los demás.
Mi Madre es la persona más fuerte que conozco.
Cuando saqué mi plaza, se pasó una semana diciéndole a todo el mundo lo orgullosa que estaba de mí. El sábado tuve que decírselo: "Madre, soy yo quien está orgulloso de tí". Lo decía totalmente en serio.
Soy incapaz de saber de dónde saca esa energía y ese optimismo. Si a mí me dijeran, como a ella, que llevo una bomba de relojería en mi organismo que puede estallar en cualquier momento, ¿cómo reaccionaría? Me conozco lo suficiente como para saber que muy mal. ¿Cómo puede uno tener ilusión por las cosas si probablemente no vas a vivir para verlas? ¿Cómo se puede afrontar cada día? ¿Cómo se puede recuperar la alegría?
Yo no creo que fuera capaz.
Me diréis que en el fondo todas nuestras vidas son así. Todos nacemos con los días contados y lo único que nos diferencia a unos de otros en ese sentido es el azar de una tirada de dados cuyo resultado desconocemos y que nos dice el cuándo y el cómo.
Pero de alguna manera no es lo mismo.
Dicen que el truco es vivir cada día como si fuera el último. Pero, aunque entiendo el sentido de la frase, en realidad nunca me la he creído: si yo me despertara cada mañana pensando realmente que es mi último día, lo primero que haría sería echarme a llorar y a suplicar piedad a quien fuera, y me pasaría el día agazapado en un rincón compadeciéndome de mí mismo.
Mi madre no lo hace. Ella realmente se levanta, se ve inundada por la tristeza, por los dolores, por los sinsabores, por los disgustos, por las rencillas domésticas, por la falta de futuro... y se enfrenta a ello y sale a comerse el mundo. Estoy seguro de que le entran muchos momentos de flaqueza, de que llora mucho cuando nadie la ve. Pero cada noche se va a la cama con la experiencia de un día más lleno de cosas por las que merece la pena estar viva.
El sábado le pregunté cómo lo hace. Y naturalmente no me dio recetas mágicas. Sólo me dio dos consejos: no te quedes en casa, y sé cabezón. No dejes que las cuatro paredes se te hundan alrededor: échate a la calle y haz cosas. Y en los momentos peores deja que salga tu rabia y diga: "mecaguen, esto no va a poder conmigo".
A ella le funciona.
Hasta el momento la vida me ha tratado con mucha generosidad. Me da miedo que algún día cambien las cosas y tenga que enfrentarme a alguna de las cosas que mi Madre vive cada día. Temo que no tengo su fuerza. Pero aunque sólamente sea por ella, por estar a su altura, tendré que sacarla de algún sitio. Por mis santos huevos. Y ahora, me apetece estar rodeado de la gente a la que quiero y disfrutar de la vida.
Va por tí, Madre.
Hablando de personas queridas, este fin de semana lo pasé en Segovia. Normalmente mis visitas a casa de mis padres suelen ser veloces y más testimoniales que otra cosa: aparezco, doy un besazo a mi Madre, charlo un poco con ella, como con mis padres y luego desaparezco de la escena para salir con mis amigos o me encierro con mis libros y mi ordenador.
Esta vez, sin embargo, y aprovechando este estado mental en que me encuentro últimamente, me he pasado el sábado sentado con mi Madre, manteniendo una de las conversaciones más alucinantes que he tenido en mi vida.
Antes de seguir, quisiera hablar un poco de mi Madre y de por qué cada vez que me refiero a ella escribo así, con mayúscula: es una costumbre que he cogido de Bira, una persona que me cautiva por muchas razones, una de las cuales es la manera tan llena de devoción con la que siempre habla de su Madre. ¡Gracias, Bira! Que se vea que también las cosas buenas se pegan, de vez en cuando.
A mi Madre le diagnosticaron, hace unos seis o siete años, una enfermedad misteriosa. Digo que es misteriosa no porque lo sea per se (probablemente es algo conocidísimo), sino porque nunca me ha querido dar los detalles y nunca ha permitido que nadie vaya al médico con ella cuando va a hablar del asunto. Solo sé que es una enfermedad crónica, que tiene que ir a hacerse ciertos análisis cada seis meses, que mientras los análisis den resultados dentro de la normalidad puede hacer su vida tranquilamente, pero que el día que las analíticas se descontrolen su cuerpo empezará a desarrollar tumores y la cosa se pondrá muy fea.
Desde que sé esto, siempre que veo a mi Madre me pregunto si será la última vez que la vea con salud.
Y encima hay que matizar eso de la 'salud'. Mi Madre no ha estado sana en su vida. Es una mujer llena de achaques, de dolores, con problemas de tiroides, de vista, de huesos, de anemia, de estómago... Uno de los sonidos que más grabados tengo en mi memoria desde niño es el de mi Madre levantándose por la noche, procurando no despertarnos, para ir a vomitar al cuarto de baño. Pese a lo cual ni un solo día ha dejado de ser la primera en levantarse para trabajar más que ninguno.
Mi Madre convive con mi padre, con minúsculas, un hombre que también tiene lo suyo y con el cual lleva treinta y cinco años casada, detestándose ambos mutuamente casi desde el primer día. La relación entre mis padres es infernal y lleva siéndolo desde que yo recuerdo. Lo único que los mantiene juntos es la fuerza de la costumbre, la economía y toda una serie de asuntos que son demasiado privados para comentar aquí.
Y pese a todo, mi Madre es una persona que siempre está en pie, haciendo cosas, sonriendo. Adora la música y el baile, salir a pasear con su mejor amiga todas las tardes, gastar bromas inocentes a la gente y cuidar de los demás.
Mi Madre es la persona más fuerte que conozco.
Cuando saqué mi plaza, se pasó una semana diciéndole a todo el mundo lo orgullosa que estaba de mí. El sábado tuve que decírselo: "Madre, soy yo quien está orgulloso de tí". Lo decía totalmente en serio.
Soy incapaz de saber de dónde saca esa energía y ese optimismo. Si a mí me dijeran, como a ella, que llevo una bomba de relojería en mi organismo que puede estallar en cualquier momento, ¿cómo reaccionaría? Me conozco lo suficiente como para saber que muy mal. ¿Cómo puede uno tener ilusión por las cosas si probablemente no vas a vivir para verlas? ¿Cómo se puede afrontar cada día? ¿Cómo se puede recuperar la alegría?
Yo no creo que fuera capaz.
Me diréis que en el fondo todas nuestras vidas son así. Todos nacemos con los días contados y lo único que nos diferencia a unos de otros en ese sentido es el azar de una tirada de dados cuyo resultado desconocemos y que nos dice el cuándo y el cómo.
Pero de alguna manera no es lo mismo.
Dicen que el truco es vivir cada día como si fuera el último. Pero, aunque entiendo el sentido de la frase, en realidad nunca me la he creído: si yo me despertara cada mañana pensando realmente que es mi último día, lo primero que haría sería echarme a llorar y a suplicar piedad a quien fuera, y me pasaría el día agazapado en un rincón compadeciéndome de mí mismo.
Mi madre no lo hace. Ella realmente se levanta, se ve inundada por la tristeza, por los dolores, por los sinsabores, por los disgustos, por las rencillas domésticas, por la falta de futuro... y se enfrenta a ello y sale a comerse el mundo. Estoy seguro de que le entran muchos momentos de flaqueza, de que llora mucho cuando nadie la ve. Pero cada noche se va a la cama con la experiencia de un día más lleno de cosas por las que merece la pena estar viva.
El sábado le pregunté cómo lo hace. Y naturalmente no me dio recetas mágicas. Sólo me dio dos consejos: no te quedes en casa, y sé cabezón. No dejes que las cuatro paredes se te hundan alrededor: échate a la calle y haz cosas. Y en los momentos peores deja que salga tu rabia y diga: "mecaguen, esto no va a poder conmigo".
A ella le funciona.
Hasta el momento la vida me ha tratado con mucha generosidad. Me da miedo que algún día cambien las cosas y tenga que enfrentarme a alguna de las cosas que mi Madre vive cada día. Temo que no tengo su fuerza. Pero aunque sólamente sea por ella, por estar a su altura, tendré que sacarla de algún sitio. Por mis santos huevos. Y ahora, me apetece estar rodeado de la gente a la que quiero y disfrutar de la vida.
Va por tí, Madre.
















