marzo 26, 2009

Conversaciones con mi Madre

No hace falta que diga que ando estos días alejadísimo de la blogosfera. No se me preocupen: no es nada grave. Simplemente es que estos días me apetece más que nunca pasar todo mi tiempo despierto bien pegado a las personas que quiero. ¡Yo, que siempre he sido independiente como un gato! Y mi ordenador, aunque no deja de tener su aquel, aún no ha pasado el test de Turing, que yo sepa.

Hablando de personas queridas, este fin de semana lo pasé en Segovia. Normalmente mis visitas a casa de mis padres suelen ser veloces y más testimoniales que otra cosa: aparezco, doy un besazo a mi Madre, charlo un poco con ella, como con mis padres y luego desaparezco de la escena para salir con mis amigos o me encierro con mis libros y mi ordenador.

Esta vez, sin embargo, y aprovechando este estado mental en que me encuentro últimamente, me he pasado el sábado sentado con mi Madre, manteniendo una de las conversaciones más alucinantes que he tenido en mi vida.

Antes de seguir, quisiera hablar un poco de mi Madre y de por qué cada vez que me refiero a ella escribo así, con mayúscula: es una costumbre que he cogido de Bira, una persona que me cautiva por muchas razones, una de las cuales es la manera tan llena de devoción con la que siempre habla de su Madre. ¡Gracias, Bira! Que se vea que también las cosas buenas se pegan, de vez en cuando.

A mi Madre le diagnosticaron, hace unos seis o siete años, una enfermedad misteriosa. Digo que es misteriosa no porque lo sea per se (probablemente es algo conocidísimo), sino porque nunca me ha querido dar los detalles y nunca ha permitido que nadie vaya al médico con ella cuando va a hablar del asunto. Solo sé que es una enfermedad crónica, que tiene que ir a hacerse ciertos análisis cada seis meses, que mientras los análisis den resultados dentro de la normalidad puede hacer su vida tranquilamente, pero que el día que las analíticas se descontrolen su cuerpo empezará a desarrollar tumores y la cosa se pondrá muy fea.

Desde que sé esto, siempre que veo a mi Madre me pregunto si será la última vez que la vea con salud.

Y encima hay que matizar eso de la 'salud'. Mi Madre no ha estado sana en su vida. Es una mujer llena de achaques, de dolores, con problemas de tiroides, de vista, de huesos, de anemia, de estómago... Uno de los sonidos que más grabados tengo en mi memoria desde niño es el de mi Madre levantándose por la noche, procurando no despertarnos, para ir a vomitar al cuarto de baño. Pese a lo cual ni un solo día ha dejado de ser la primera en levantarse para trabajar más que ninguno.

Mi Madre convive con mi padre, con minúsculas, un hombre que también tiene lo suyo y con el cual lleva treinta y cinco años casada, detestándose ambos mutuamente casi desde el primer día. La relación entre mis padres es infernal y lleva siéndolo desde que yo recuerdo. Lo único que los mantiene juntos es la fuerza de la costumbre, la economía y toda una serie de asuntos que son demasiado privados para comentar aquí.

Y pese a todo, mi Madre es una persona que siempre está en pie, haciendo cosas, sonriendo. Adora la música y el baile, salir a pasear con su mejor amiga todas las tardes, gastar bromas inocentes a la gente y cuidar de los demás.

Mi Madre es la persona más fuerte que conozco.

Cuando saqué mi plaza, se pasó una semana diciéndole a todo el mundo lo orgullosa que estaba de mí. El sábado tuve que decírselo: "Madre, soy yo quien está orgulloso de tí". Lo decía totalmente en serio.

Soy incapaz de saber de dónde saca esa energía y ese optimismo. Si a mí me dijeran, como a ella, que llevo una bomba de relojería en mi organismo que puede estallar en cualquier momento, ¿cómo reaccionaría? Me conozco lo suficiente como para saber que muy mal. ¿Cómo puede uno tener ilusión por las cosas si probablemente no vas a vivir para verlas? ¿Cómo se puede afrontar cada día? ¿Cómo se puede recuperar la alegría?

Yo no creo que fuera capaz.

Me diréis que en el fondo todas nuestras vidas son así. Todos nacemos con los días contados y lo único que nos diferencia a unos de otros en ese sentido es el azar de una tirada de dados cuyo resultado desconocemos y que nos dice el cuándo y el cómo.

Pero de alguna manera no es lo mismo.

Dicen que el truco es vivir cada día como si fuera el último. Pero, aunque entiendo el sentido de la frase, en realidad nunca me la he creído: si yo me despertara cada mañana pensando realmente que es mi último día, lo primero que haría sería echarme a llorar y a suplicar piedad a quien fuera, y me pasaría el día agazapado en un rincón compadeciéndome de mí mismo.

Mi madre no lo hace. Ella realmente se levanta, se ve inundada por la tristeza, por los dolores, por los sinsabores, por los disgustos, por las rencillas domésticas, por la falta de futuro... y se enfrenta a ello y sale a comerse el mundo. Estoy seguro de que le entran muchos momentos de flaqueza, de que llora mucho cuando nadie la ve. Pero cada noche se va a la cama con la experiencia de un día más lleno de cosas por las que merece la pena estar viva.

El sábado le pregunté cómo lo hace. Y naturalmente no me dio recetas mágicas. Sólo me dio dos consejos: no te quedes en casa, y sé cabezón. No dejes que las cuatro paredes se te hundan alrededor: échate a la calle y haz cosas. Y en los momentos peores deja que salga tu rabia y diga: "mecaguen, esto no va a poder conmigo".

A ella le funciona.

Hasta el momento la vida me ha tratado con mucha generosidad. Me da miedo que algún día cambien las cosas y tenga que enfrentarme a alguna de las cosas que mi Madre vive cada día. Temo que no tengo su fuerza. Pero aunque sólamente sea por ella, por estar a su altura, tendré que sacarla de algún sitio. Por mis santos huevos. Y ahora, me apetece estar rodeado de la gente a la que quiero y disfrutar de la vida.

Va por tí, Madre.






marzo 18, 2009

Un caso duro de roer

Nadie ha dicho nunca que ser detective privado sea un trabajo fácil. Te juegas el tipo un día sí y otro también, te pasas la vida tratando con la peor escoria del género humano, y todo por un puñado de dólares, eso en el mejor de los días. Tal vez hubiera debido seguir el consejo de mi madre y hacerme dentista, pero en el fondo sé que no habría valido para ello: me falta la crueldad necesaria.

En eso estaba pensando cuando la puerta de mi oficina se abrió, dejando paso a dos pechos de una turgencia totalmente contraria a las leyes físicas. Los pechos iban enfundados en un llamativo vestido de color oro y seguidos de cerca por el resto del cuerpo de una mujer de bandera; no exageraré si afirmo que aquella hembra poseía más curvas que una carretera de montaña boliviana. La mujer entró taconeando en la habitación, se sentó sobre mi mesa sin esperar invitación, cruzó provocativamente dos piernas largas como postes de telégrafo, encendió un cigarrillo mentolado y, tras dar un par de bocanadas, se quitó las gafas de sol que cubrían sus ojos. Se notaba que había estado llorando recientemente.


- Señor ... -titubeó, recorriendo con la mirada la superficie de mi mesa.

- Llámeme Mike, a secas -dije.

- De acuerdo, señor A Secas -dijo por fin-. Necesito su ayuda. Mi hermano ha desaparecido y necesito que le encuentre.

Tal vez en ese momento habría debido interrumpirla y explicarle que en realidad ese día la agencia estaba cerrada. Mi socio, J. Arístides, se encontraba fuera de la ciudad visitando a una tía enferma -es decir, en Atlantic City gastándose los ahorros en fulanas y en las tragaperras- y yo sólo había ido a la oficina para hacer crucigramas y porque mi habitación en la pensión Loli era aún más deprimente que el destartalado cuartucho que llamábamos oficina. Pero algo en la mirada desesperada de la mujer me hizo querer ayudarla:

- Empiece por el principio, señorita. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

- Me llamo Heather Butkiss. Tal vez haya oído hablar de mi familia.

Como para no haber oído hablar. Los Butkiss eran la familia de más rancio abolengo de la ciudad, y también la más arruinada. Desde que el bisabuelo Butkiss perdiera todo el dinero de la familia apostándolo en las carreras de arenques durante la Gran Depresión, al clan sólo le quedaban la antigua y ruinosa mansión familiar y ese tipo de orgullo que solo puede provenir de un árbol genealógico que se remonta a Wifredo el Velloso y en el que ni siquiera tres generaciones de pobreza absoluta son capaces de hacer mella. Calculé que las posibilidades de cobrar honorarios por cualquier trabajo realizado para los Butkiss eran tan remotas como las de conseguir ordeñar a una iguana de plástico, por lo que le dije a la mujer que se había equivocado de sitio y que tal vez debería acercarse a comisaría y denunciar allí la desaparición de su hermano. Ante estas palabras, la mujer pareció ponerse sumamente nerviosa.

- No, no, señor A Secas. La policía debe quedar fuera de todo esto. Mi hermano ha desaparecido en circunstancias un tanto... irregulares, y mi familia no quisiera que todo este asunto llegara a oídos de la prensa. Tenemos una imagen que mantener, ya sabe.

Y mientras decía todo esto me miraba directamente a los ojos y jugueteaba descaradamente con el botón superior de su corpiño. Sospeché que intentaba seducirme. Pero yo era perro viejo en mi oficio y sabía que las mujeres de esta especie sólo podían traer problemas. Con sutileza, le demostré que era inmune a sus artimañas femeniles mediante el viejo truco de hojear una revista con aire distraído, como si ella no existiera. Dio la casualidad de que la revista en cuestión era el número de mayo de Honcho y de que la mujer, a pesar de su rubio aspecto, no tenía un pelo de tonta.

- ¿Le he comentado que mi hermano es modelo de ropa de baño masculina? -dijo como quien no quiere la cosa.

- ¡Hay que salvar a ese pobre e inocente muchacho! -exclamé, movido por mis más humanitarios sentimientos-. Sepa que haré todo lo humanamente posible para encontrarlo, aunque tenga que recorrer personalmente todas las saunas, cuartos oscuros y baños de centros comerciales de la ciudad para ello.

- No van por ahí los tiros, señor A Secas -me interrumpió la despiadada mujer-. Verá, mi hermano es, o tal vez era -sollozó-, un hombre ambicioso. Quería a toda costa recuperar la fortuna y la gloria de nuestra familia, y para ello no vaciló en asociarse con individuos de dudosa reputación. La última vez que fue visto se dirigía al garito de Feltrinelli, en compañía de Sam "el Flaco", quién sabe con qué intenciones.

Eso eran palabras mayores. Fabrizio Feltrinelli era probablemente el mafioso más poderoso e influyente de toda la ciudad. Dirigía una red de tráfico ilegal de sustancias cuyas ramificaciones se extendían desde su Sicilia natal a los más altos estamentos del gobierno federal. Su especialidad era la mantequilla: se decía que a una palabra suya el suministro de tostadas podía interrumpirse por completo, dejando sin desayuno a toda la ciudad. Si el joven Butkiss se había visto envuelto en los tejemanejes de Feltrinelli, se encontraba en serios problemas.

Sam "el Flaco", por otra parte, era un matón de poca monta. Había pasado los últimos años entrando y saliendo de la prisión federal, primero por un delito de tráfico de chufas y posteriormente por todo un muestrario de crímenes menores que abarcaba desde la extorsión hasta la falsificación de patos. Junto con Cletus "el Broncas" y Mahoney "el Carnicero" había estado involucrado en el sonado Caso de la Melaza, y posteriormente había formado parte de la banda de Kid "el Decorador de Interiores" Lipsky en su lucha callejera contra el gang irlandés de Patrick "el Positivista Lógico" McKenna. Aquello acabó en tragedia cuando ambas formaciones criminales fueron descalificadas del Concurso de Bailes de Salón del Bronx. Por un tiempo, Sam optó por mantener un perfil bajo, dedicándose al contrabando de enanitos de jardín, y lo último que supe de él es que se había creado cierta reputación atemorizando a punta de pistola a los principales proveedores de moldes de yeso con formas liliputienses de Nueva Jersey. Qué podía hacer un muchacho de buena educación como era Melanio Butkiss con un tarugo como Sam "el Flaco", era algo que yo no alcanzaba a comprender.

- ¿Desde cuando se relacionaba su hermano con ese individuo? -pregunté.

- Empecé a verle hará como unos tres meses. Él siempre venía a nuestra casa a horas intempestivas, salía con mi hermano sin que éste me dijera nunca adónde iban y pasaban horas fuera. Luego mi hermano volvía cansado, malhumorado y con la ropa oliendo a aceite de motor. Nunca quiso decirme a qué tejemanejes se dedicaban en sus ausencias, insistiéndome en que tuviera paciencia, en que fuera discreta y en que pronto volveríamos a vivir la vida de lujos que ambos nos merecemos.

La mujer no supo darme más detalles. Estaba visto que o no podía o no quería darme más información. La despedí con palabras de aliento y una rebequita para que no se le constiparan los melones con el relente de la noche, me enfundé mi gabardina, me aseguré de que mi Smith&Wesson tuviera lleno el cargador y salí a enfrentarme con las calles desoladas de la ciudad.


Estaba claro que no podía ir directamente al tugurio de Feltrinelli sin tener antes más información. Empecé la ronda de mis soplones habituales, con escaso éxito: Dominic "el Herpetólogo" Mione no estaba en la ciudad y Julius McFlacon (alias Terence Piaffka, alias Phil Metterling, alias Duquesa Sofía Carlota de Baviera) había sufrido una combustión espontánea tras una pequeña discusión con el capo Giuseppe Vitale (su nombre real, Quincy Baedeker). En cuanto a Helen "la Sorda", posiblemente la peor soplona de todos los tiempos, la única información que supo darme a cambio de cincuenta dólares fue que al parecer los almogávares se disponían a atacar la ciudad turca de Magnesia. Finalmente tuve algo más de suerte con Kaiser Rosenweig, un rabino que entre circuncisión y circuncisión se sacaba unos dólares en limpio haciendo de confidente para la policía. Rosenweig me dijo que últimamente Sam "el Flaco" se dejaba ver mucho en compañía una tal Henrietta Persky, de la cual supo darme la dirección postal, y que yo tenía pinta de saduceo, pero sin pelo. Le di al rabino un puñado de dólares para comprar matzos y salí escopetado en dirección a la casa de la señorita Persky.

Henrietta Persky tenía tanta pinta de novia de gángster como yo de bailarina del bolshoi. Me abrió la puerta de su pequeño apartamento vestida con una bata de guata, con la cara cubierta de crema hidratante y con el pelo lleno de rulos; la tipa estaba dispuesta a hablar y tras unos pocos minutos de conversación supe que, aunque desde niña había fantaseado con llegar a convertirse en la sensual y lasciva amante de un sicario peligroso y sin escrúpulos, en realidad la vida la había llamado por el más prosaico camino de dependienta de mercería. Entonces Sam había entrado en su vida (buscando unos botones de repuesto para su americana de las redadas) y le había dado la oportunidad de cumplir sus fantasías juveniles. A cambio, ella le había entregado su corazón, su doncellez, su plan de pensiones y unos ochocientos kilos de alfileres hurtados a la mercería.

- ¿Ochocientos kilos de alfileres? -pregunté, algo extrañado.

- Sí -dijo ella, turbada-. A primera vista puede parecer algo raro, pero es que mi Sam los colecciona. Es una afición perfectamente común e inofensiva.

Pensé que o bien Sam "el Flaco" se había apuntado a la reciente moda de hacer cursos de faquir por correspondencia o que algo potencialmente importante se me estaba escapando.

- Una pregunta más -añadí-. ¿Ha visto usted a su novio en compañía de un hombre de como metro noventa, con nalgas como rocas marinas?

- ¿Seguro que todas estas preguntas son por una encuesta de la compañía de la luz? -se mosqueó ella.

- Palabrita del niño Jesús -dije yo, poniendo mi mejor cara de cachorrillo.

- De ser así... -titubeó bajo las capas de engrudo que cubrían su cara-, es cierto. Es otro coleccionista de alfileres. Sam me dijo que lo conoció en las reuniones de su club de costura.

Aquello cada vez pintaba peor. Existe un submundo del hampa, desconocido para el gran público, organizado alrededor del negocio fraudulento de las sastrerías ilegales. Un negocio que mueve millones de dólares cada año en dinero negro y que se alimenta de la falta de escrúpulos de los hombres sin principios capaces de vender a su madre por una chaqueta de tweed. Aún no lo tenía todo, pero algunas de las piezas del rompecabezas empezaban a encajar en mi mente. Me despedí de la señorita Persky y me dirigí velozmente a los muelles de la ciudad.


Una bruma fría empezaba a elevarse desde las aguas. Lo tomé por una buena señal: las inexorables leyes de la narrativa implican que en el 80% de los casos el desenlace de las historias de novela negra esté ambientado en muelles de carga cubiertos de niebla.

En los muelles estaba la oficina de Nick "Tijeras" Moretti, cuyo negocio de trata de blancas no era sino una tapadera para su sastrería ilegal especializada en trajes italianos. Moretti era un hombre peligroso, pero me debía un par de favores de la época en la que yo trabajaba en cierta lavandería de Chinatown. Su sentido de la moda era impecable y se rumoreaba por ahí que en más de una ocasión había mandado eliminar a un hombre por atreverse a llevar traje oscuro con calcetines blancos.

Había luz dentro del edificio. Me acerqué abiertamente hacia la puerta, haciendo ver mis intenciones pacíficas, y llamé al timbre. Se abrió la ya clásica rendija a modo de mirilla y un par de ojos inyectados en sangre me preguntaron que qué tripa se me había roto. Dije que quería hablar con Moretti y al instante me abrieron la puerta. Como un misil, lo primero en salir a través de la misma fue el puño, del tamaño de un coco maduro, del matón que me había abierto. Afortunadamente mis años de experiencia en las calles han afinado mis reflejos hasta límites prácticamente sobrehumanos y pude interceptar el puño con mis dientes que, saliendo disparados en todas las direcciones, amortiguaron el impacto evitando que éste fuera del todo letal. Perdí el sentido.

Cuando desperté me encontraba atado a una silla en medio de lo que parecían ser unos probadores de ropa. A mi alrededor se apilaban cajas de corbatas de seda de una ilegalidad espeluznante. Un flexo de 250 vatios me apuntaba a la cara, chamuscándome las pestañas e impidiéndome ver con claridad la cara del individuo que tenía delante.

- Vaya, si es el señor Mike, a secas -reconocí la voz de Moretti. Tenía ese acento italiano que sólo puede adquirirse habiendo nacido en Oakland y habiéndose visto mil veces las películas del Padrino. En realidad Moretti se llamaba Theodore J. Stuffs y era más negro que el betún, pero nadie se atrevía a mencionar ese hecho en su presencia-. Perdona el entusiasmo de mis hombres. Les encanta pegar a la gente. Qué se le va a hacer, siempre he opinado que todos debermos tener algún tipo de hobby.

- Zi -respondí-. Edz muy impodtante mantenedze ocupaddod.

- No sé qué es lo que has venido a hacer aquí, Mike, pero has llegado en muy mal momento. No tengo tiempo para tonterías. La situación está que arde y por eso mis hombres están más dispuestos que nunca a golpear primero y preguntar después. Así que en nombre de nuestra antigua amistad, y sobre todo por aquella mancha de café que conseguiste quitar de mi camisa favorita, te voy a dejar marchar con tus dientes -me los entregó en una cajita-, pero ni una palabra de todo esto a la policía.

- ¿De qué demoniod edztád habblando? -le dije mientras él me desataba, con absoluta perplejidad.

- No lo sabes -se maravilló, mirándome como se mira a una mancha de moho que acabas de descubrir en la naranja del desayuno-. De veras no lo sabes. ¿Es que no lees la prensa? -y, poniéndome un ejemplar del periódico del día en las manos, me echó a patadas de su negocio.

Pasé las siguientes horas en la sala de espera de Willy "el Odontólogo" Schimmel, leyendo el periódico mientras aguardaba a que me hiciera un apaño. Fiel a mis costumbres, leí primero la página de críticas gastronómicas, luego la sección de contactos y después las viñetas cómicas. Intenté encontrar las siete diferencias, pero como de costumbre me quedé atascado en la número seis. Finalmente, al hojear la sección de actualidad política un flash de inspiración se abrió camino entre mis embotadas meninges como una bala atravesando un calcetín relleno de natillas. Dos horas y una dentadura postiza más tarde, me abrí paso hacia la cabina de teléfonos más cercana. Hice un par de llamadas a unos contactos y por último me puse en contacto a la mujer que me había metido en este embrollo.

- Señorita Butkiss -dije-. Tenemos que vernos de inmediato. Tengo algo muy importante que comunicarle acerca del caso.

Quedamos en el local abandonado del Fabuloso Reino de las Maravillas, un jardín de infancia clausurado por la policía que fue propiedad de Vito Monteleone (famoso pederasta que, tras pasar siete años de condena en Sing Sing, actualmente es subsecretario de la Comisión Pontificia para los Bienes Culturales de la Iglesia). Allí, junto a la piscina de bolas de colores, me esperaba la mujer que me había contratado. Un vestido de noche negro que no dejaba nada a la imaginación cubría su escultural figura.

- Espero que sea algo importante de veras, señor A Secas -me dijo-. He tenido que salir de una gala benéfica a favor de la Sociedad Protectora de Mofetas para venir aquí.

- Claro que es importante, muñeca -le dije-. Tan importante como el infierno. Verás, no me gusta que me tomen el pelo. Tengo poco y eso hace que me lo tome muy en serio.

- No entiendo qué quiere decir...

- No hace falta que finjas sorpresa. Ya sé que no eres quien dices ser. Acabemos de una vez con esta charada.

La supuesta Heather Butkiss pareció sorprendida por un instante, pero se rehizo rápidamente. Una sonrisa de suficiencia arrugó sus perfectos morritos.

- Vaya, y yo que estaba segura de haber contratado al detective más inepto de toda la ciudad -dijo con sorna-. En efecto, no soy Heather Butkiss. ¿Cómo lo ha sabido?

- Porque tras un par de llamadas sé de buena tinta que la verdadera Heather está en el Instituto Tecnológico del Mississipi, haciendo un máster en proctología. Por eso, y por el detalle de la laca.

- Siempre supe que mi pelo acabaría por delatarme -dijo la mujer. Con un gesto veloz, se arrancó la máscara de látex que cubría su rostro, dejando ver su verdadera apariencia. Y de las mismas sacó de entre los abismos insondables de su escote una Kalashnikov con la que me encañonó-. El juego se ha acabado, majete. Con lo que sabes, no puedo dejarte con vida.

Alcé mis manos en gesto de derrota. Pero antes de morir, necesitaba terminar de resolver el caso.

- Lo admito, señora Presidenta. Usted gana. Pero... ¿por qué me contrató para encontrar a un hermano ficticio con cuerpo de dios griego?

- Al final sí que iba a tener razón en una cosa: como detective eres una vergüenza. Lo del aristócrata macizo metido en líos textiles ilegales era verdad. ¿No lo entiendes? Butkiss, "el Flaco" y Feltrinelli están montando una trama ilegal para suministrar trajes de gala a miembros de mi partido, incluyendo a uno que forma parte de las más altas esferas.

- Y usted quería que yo les detuviera... -seguí tirándole de la lengua.

- No, grandísimo idiota. Quería que encontraras a Butkiss y, con tu torpeza habitual, atrajeras la atención de la policía. Estaba buscando un escándalo. Sería una jugada magistral por mi parte, matando dos pájaros de un tiro: por un lado desviaría la atención pública de lo de mi Comisión de Investigación, y por otro me quitaría de enmedio a uno de mis rivales para la Secretaría General del Partido.

Y la mujer empezó a reír malignamente de la siguiente manera: Jua, jua.

Esa era mi única oportunidad. Con una velocidad nacida de la desesperación, aproveché un momento en el que parecía que la mandíbula de la presidenta parecía a punto de desencajarse para lanzar todo mi peso contra ella, arrojándola sobre el recinto de las pelotas de colores. Hubo una ráfaga de metralleta y a nuestro alrededor cayeron, heridos de muerte y con un fuerte olor a quemado, varios payasos de plástico. La Presidenta estaba en forma: nadando entre las bolas se zafó de mi abrazo propinándome un taconazo en pleno occipucio. Yo respondí con una llave de judo que había aprendido en mis tiempos de la lavandería china, luxándome el hombro en el proceso. A nuestro alrededor los payasos se habían incendiado y transmitían las llamas a toda velocidad a las bolas de plástico. La cosa se estaba caldeando rápidamente.

Compréndanlo. Me gusta tanto como a cualquiera golpear a una mujer cincuentona, pero si me quedaba allí corría el riesgo de que se me quemara el páncreas, órgano al que tengo gran afecto. Mientras doña Esperanza seguía gateando en busca de su ametralladora, oculta bajo las pelotas de plástico en llamas, yo me incorporé lo mejor que pude y salí tambaleándome del edificio.

Fue por los pelos. Apenas había escapado del local oí un espantoso crujido a mis espaldas y, con una vistosa pirotecnia, el edificio se derrumbó como un castillo de naipes de mil toneladas.

Limpiándome la gabardina de restos de hollín, me puse mi sombrero, miré por última vez a las ruinas en llamas y me despedí de la causante de mis quebraderos de cabeza:

- Anda que ya os vale, qué lío tenéis montado en el partido.




marzo 17, 2009

Vísceras

Soy la prueba viviente de que ser un Doctor en Ciencias no es incompatible con comportarse como un auténtico neanderthal. Lo mismo me pongo el birrete y te canto el gaudeamus igitur que te arreo una pedrada entre los ojos, te llevo arrastrándote por los pelos hasta mi cueva y te pongo mirando a Cuenca.

La estupenda bodega La Montaña de Santander celebra estos días las Jornadas Gastronómicas de la Casquería, ofreciendo a precios razonables platos de toda la vida como son la sopa de higadillos, los riñones a la plancha, la asadurilla o los morros de cerdo en salsa. Y allí que nos hemos plantado el osezno y yo, dispuestos a ponernos como cerdos comiendo ídem.

Reconozco que buena parte de la fiesta empieza horas antes de ir al restaurante, cuando comento en el trabajo mis intenciones y veo las caras de repelús que ponen mis compañeros, que no ven inconveniente en comerse a cucharadas la papilla de vísceras inidentificadas y órganos semidisueltos del interior de un centollo pero sienten náuseas cuando se les plantea el masticar oreja frita de cerdo. Llamadme raro, pero he de admitir que disfruto mucho con el inocente placer de provocar arcadas a mis amigos.

Aunque ese placer no es nada al lado de meterse en la boca una porción de callos, con esa salsa espesa y roja ligeramente picante que se extiende por toda la boca inundándola de calor, mientras las diferentes texturas de los trozos de carne se van fundiendo y disolviendo sobre las papilas gustativas.

O el de saborear un plato de tiernas mollejas a la sartén, con ese gusto sutil pero a la vez intenso que va ganando en consistencia durante un tiempo aun después de haber tragado. Se trata de un sabor profundo, graso, telúrico, con una cualidad decadente que recuerda lejanamente a la de la trufa, lleno de matices y capaz de despertar emociones sin nombre ni forma, primarias, oscuras. Tal vez por eso lo mejor es acompañarlas con un sofrito de ajos capaz de devolvernos a la realidad entre bocado y bocado.

O el mayor de todos, el placer definitivo de regalarse con un plato de sesos rebozados: más suaves que el paté, más cremosos que la bechamel, más crujientes que la crema catalana... la delicia. El éxtasis. La gloria bendita.

Ahora entiendo a los zombis. Uno no sabe lo que es el cielo hasta que no ha devorado el cerebro de otro ser vivo.



marzo 13, 2009

Encuesta: el número F

El otro día, durante una comida con el vicerrector, ...

Epa. Un momento, un momento. Dicho así, parece como si cada dos por tres andara yo relacionándome con vicerrectores, y no es el caso. Con permiso, vuelvo a empezar:

El otro día, durante una comida en la que dió la casualidad de estar un vicerrector presente, salió a colación el tema del número H. Que qué porras es el número H, se preguntará la mayoría. Y ahora es cuando yo suelto esa frase que siempre he querido utilizar:

Me alegra que me hagan esa pregunta.


El número H es una de esas cosas que demuestran que los científicos no nos libramos de esa afición, por otra parte tan masculina, de compararnos unos con otros a ver quién la tiene más grande. En este caso, la lista de publicaciones. Es decir, un indicador que sirve para:
  1. De forma oficial, ayudar a que un tribunal pueda juzgar comparativamente a varios candidatos para una plaza, beca, etc.
  2. De forma extraoficial, para hacer que la mayoría nos sintamos tan a gusto con nosotros mismos como una adolescente insegura y con sobrepeso cada vez que ve a las top models en un desfile de alta costura.
El número H se calcula de la siguiente manera: cójase la lista de publicaciones de un investigador, ordénese la lista de mayor a menor número de citas, y el punto de intersección entre la curva del número de citas y la recta definida por el orden de la publicación es el número H.

En cristiano: un servidor tiene un número H=10, y eso quiere decir que tengo diez artículos que tienen cada uno de ellos un número de citas mayor o igual que diez. El artículo que hace el número 11 en la lista tiene en estos momentos siete citas: si algún día ese artículo consigue reunir cuatro citas más, pasará a tener once y entonces yo tendré once artículos con once citas o más cada uno, y por lo tanto pasaré a H=11. La idea es premiar no sólo el tener muchas publicaciones, sino también el que éstas tengan gran impacto.

A todo esto, tener H=10 en mi área de conocimiento, a mi edad, es algo bastante lamentable.

Pero en fin, a lo que iba. Durante la comida de marras, alguien comentó que en ciertos círculos se usa otro indicador: el número F.



El número F se define de la siguiente manera: el número F de personas con las que has follado F o más veces a lo largo de tu vida.

El número F es un indicador de viciosidad. Premia una combinación extraña de promiscuidad y fidelidad. Basta pensar en los siguientes dos ejemplos:
  • Don Ataúlfo Cucaña, jubilado, sólo ha tenido relaciones carnales con una mujer en su vida, su esposa doña Romualdina. En concreto, en sus cuarenta años de matrimonio han tenido seis mil novecienta ocho relaciones sexuales (que han dado como fruto siete hijos, el más tonto de los cuales solo logró colocarse como eurodiputado). El número F de don Ataúlfo es exactamente F=1, porque solo se ha acostado con una persona.
  • Don Arístides Ganapán, conocido playboy y donjuán de la refinada alta sociedad de Puertollano, a lo largo de sus años de correrías ha seducido y se ha llevado al huerto a mil setecientas cuarenta y tres mujeres (más un par de ovejas de raza merina, en una noche particularmente loca), pero no ha repetido jamás con ninguna. El número F de don Arístides es también F=1, porque el número máximo de polvos que ha tenido con la misma persona es uno.
Baste decir que si mi número H es bajo, mi número F es más bajo todavía.

Y la pregunta es, ¿se atreven ustedes a calcularse y compartir con el resto de lectores cuál es su número F?





marzo 10, 2009

Habemus plaza

Queridos contertulios:

Desde este momento, o más exactamente a partir de que Dña. Burocracia permita que firme mi contrato, paso a formar parte de la plantilla permanente de la Universidad.

No, no como funcionario. Pero casi.

Así que están todos ustedes invitados a unas copichuelas virtuales.

A partir de mañana espero ir recuperando mi ritmo de vida habitual. Aunque durante unos días sospecho que me tomaré muy relajadamente todo, en particular aquellas cosas que impliquen contacto directo o indirecto con el ordenador. Llamadlo vacaciones oftalmológicas, si queréis.

Un besazo para todos y nos vemos pronto.

Sufur


marzo 07, 2009

Que me lo expliquen

La verdad, no termino de pillar bien el concepto.

O sea, de pequeño, en aquel colegio de curas en el que tan primorosamente se formó mi psique y donde tan concienzudamente se me inculcaron todos los numerosos y grandes valores que hoy adornan mi persona, me explicaron que el ser humano es la cúspide de la Creación, el heredero de la Tierra, el ser hecho a imagen y semejanza de Dios, vamos, el no va más.

Si es así, que alguien me explique, por favor, por qué éste diagrama muestra el planning habitual de un día en la vida de mi gato Baldomero:


Mientras que mi planning, en mi superioridad intelectual, biológica y sobre todo teológica, suele ser más bien este otro:




No sé, me da en la nariz que hay algo que falla en todo esto. Opinión, por otra parte, que no es compartida por Baldomero, a quien le da en el hocico que todo es como debería ser. ¿Quién es aquí el ser superior?




marzo 05, 2009

El lado frío de la cama

La genética, la geografía, la educación y sobre todo la red neuronal me han condicionado para ser un friolero del recopón.

La genética, porque me viene de familia: mi santa madre se pasa la mitad del tiempo muerta de frío (la otra mitad se la pasa presa de los sofocos de la menopausia) y mi señor padre es de los que duermen con gorrito de punto para que no se le constipen las meninges.

La geografía, porque soy segoviano. Contrariamente a lo que piensan los indígenas de latitudes más cálidas, provenir de un lugar de inviernos crudos no te inmuniza contra el frío, sino todo lo contrario: en mi tierra, cuando llega el mal tiempo uno sale a la calle envuelto en doce capas de abrigo, y en casa se pone la calefacción de octubre a mayo. Ya lo decían las abuelas castellanas: "hasta el cuarenta de mayo, no te quites el sayo". El truco de vivir en un lugar frío es precisamente ese: evitar sentir el frío. Y si lo haces con el suficiente cuidado, jamás llegarás a sentirlo, y nunca te habituarás a él.

La educación, porque soy hijo único y mi madre, además de ser Santa, siempre ha sido Sobreprotectora. Si dieciocho años de tu vida siendo constantemente perseguido por una amorosa mujer que piensa que cualquier corriente de aire es una amenaza mortal contra tu vida no te hacen un poco paranoico con respecto al frío, nada lo hará.

Y finalmente la red neuronal, porque soy un neurótico -¡noticia fresca, a estas alturas!- como la copa de un pino. Cuando me emociono por algo, siento escalofríos. Cuando paladeo algún manjar exquisito -cualquier cosa dentro del rango comprendido entre los huevos fritos y los percebes-, siento escalofríos. Y cuando estoy nervioso por algo, siento escalofríos.

Recuerdo claramente la última vez que no estuve nervioso por algo. Fue antes de la Guerra de las Malvinas.

Y últimamente todo me pone nervioso. Sin ir más lejos, la otra noche perdí el sueño pensando en lo dura que tiene que ser la vida del peluquero de Zerolo.

Añadámosle a eso el hecho, ampliamente constatado por los hombres y mujeres del tiempo de todas las cadenas de televisión, de que está haciendo malísimo. Me paso el día arrecido.

Y ahí viene el problema gordo a la hora de dormir. Porque, haga lo que haga y me ponga como me ponga, a lo largo de la noche las mantas siempre, siempre se hacen una pelota y se acumulan en el lado del osezno. Lo cual es un problema para ambas partes, porque él no padece mi frigidez y se tuesta como un pollo asado todas las noches, mientras que yo me estremezco como otro pollo, uno mojado, a su lado.

A ver si aprendo a moverme menos por la noche, leñes. A ver si llega el verano. Y, sobre todo, a ver si entro en calor de una santa vez.







marzo 04, 2009

Soy un clásico

Todos los miércoles por la mañana tengo una cita con mi quiosquero para comprar El Jueves, esa revista de humor satírico y de trazo fundamentalmente grueso que tantas satisfacciones me da en el autobús (sobre todo cuando las viejecitas que se sientan al lado ponen los ojos como platos al verme leer las aventuras de Clara de Noche). Esta mañana, además de pagar los habituales 2.50 leuros del mencionado magacín, me he visto obligado, por causas de fuerza mayor, a gastarme otros 4.95 en la revista Zero. Y con la que está cayendo.

El motivo, no me duelen prendas en reconocerlo, ha sido ver en la portada de la revista a François Sagat. Para quien a estas alturas no conozca a ese remarcable cacho de carne, he aquí una foto representativa:


Mi estima hacia este señor es ampliamente conocida y sus fotos adornan mi blog un día sí y otro también. Creo que François y yo estamos hechos el uno para el otro y sospecho que ambos compartimos inquietudes culturales, puntos de vista políticos y filosóficos, gustos gastronómicos y aspiraciones espirituales. Además, se comenta que él es más bien pasivo mientras que yo tiendo a la activez; en resumen, creo que el Sagat y yo formaríamos una maravillosa pareja y que podríamos vivir eternamente felices en un adosado en las afueras, con un perro de aguas y un par o doce de hijos calvos delincuentes juveniles.

Aunque por otra parte, sé que no todo sería perfecto. A pesar de las marcadas similitudes entre nuestras personas, ya desde el principio soy consciente de que habría problemas serios de pareja. No porque él se dedique al porno ni nada de eso, no soy tan mojigato (y no me importaría que se trajera el trabajo a casa), sino por sus gustos en el vestir.

Me explico. Como se puede ver accediendo a su blog, a François le encanta disfrazarse. Eso demuestra una mentalidad artística y una vena extrovertida, exhibicionista y provocadora que no tiene por qué estar nada mal, siempre y cuando se mantenga dentro de unos límites.

Límites que, por otra parte, el Sagat parece haber traspasado hace ya tiempo. Porque en el fondo soy un clásico y un aburrido, y mi mentalidad viejuna me hace preguntarme de qué sirve ser un musculado especímen de morbo masculino si al final vas a cagarla vistiéndote de mamarracho y adoptando poses totalmente antieróticas. Hablando en plata, François:

ASÍ NO


Qué horror de faja o lo que demonios sea eso. Mucho arte y mucha fotografía fashion, pero no convence. Yo diría más aún:

ASÍ TAMPOCO


Dos horrores en uno: mallas y careta de payaso. Para asustar a niños y mayores por igual. ¡Que lo prohiban! Sin embargo, no soy un fundamentalista. Algunos disfraces están permitidos:

ASÍ SÍ SE PUEDE (A VECES)


Pero no nos engañemos, como mejor estás es así:

ASÍ SÍ






Es decir, se permiten detalles artísticos, pero sin perder el morbo, ¡hombre ya por Dior! Así que lo tengo claro: cuando seas mío, François, lo mejor es que vayas siempre en bolas, y así no discutiremos.

marzo 02, 2009

Placeres antiestrés

No, no voy a hablar de ese placer en el que todos estáis pensando, sino de tres pequeñas cosas que me están haciendo mucho bien durante estos días:

1. Repasar viejas lecturas entretenidas:

Dado que últimamente no me dan las neuronas para leer a los clásicos, tengo perfecta excusa para subir al desván de los libros y cómics viejos, pasar el plumero a las estanterías y recuperar tomos de lectura fácil y entretenida, que pueda devorar rápidamente en los ratos de descanso y que me permitan evadirme. Aparte de los relatos cortos de Woody Allen, las novelas de Terry Pratchett y los tebeos de Mortadelo y Filemón, desde ayer estoy teniendo el casi orgásmico placer de releer casi entera la colección de Planetary, una serie de magníficos comic books en los que Warren Ellis y John Cassaday hacen un homenaje a un montón de cosas que me chiflan: el cómic de superhéroes, la ciencia ficción, el pulp, las historias de detectives, las leyendas urbanas y las teorías de conspiración descabelladas.


Planetary es una serie inteligente, llena de guiños sutiles y no tan sutiles al aficionado, y que desarrolla una historia coherente sin dejarse manipular por el mercado: solo 27 números (yo solo he leído los 20 primeros, así que no venga nadie a fastidiarme el final de la serie) publicados con cuentagotas desde 1999 hasta este año. Vamos, no apta para impacientes.

Nota mental: tengo que hacerme cuanto antes con el final de la colección. Amazon me va a nombrar hijo predilecto.

2. Escuchar música:


Es decir, escucharla. No ponerla de fondo mientras hago cosas, sino pararme a escucharla de veras.





Nota mental: Haig Yadzjian, a pesar de ser un señor bigotudo más bien tirando a feo, tiene la voz más jodidamente sexy que he escuchado en mucho tiempo.

3. Frasier:

En un mundo de telecomedias gritonas y estridentes y de humor de caca-culo-pedo-pis (siendo los máximos exponentes actuales de ambas cosas las espantosas series "Aída" y "A ver si llego"), Frasier es un bálsamo para la paz interior y la inteligencia.



Gran parte del éxito de Frasier gira en torno al contraste de los personajes protagonistas: por un lado los dos hermanos Crane, snobs, pedantes y neuróticos, siempre compitiendo entre sí, y por el otro lado la figura del padre, un expolicía retirado y cascarrabias, de gustos más bien vulgares. Completan el reparto los personajes femeninos de Daphne y Roz, la una una inocente fisioterapeuta inglesa y la otra una mundana y algo fresca productora de radio. Ah, y el perro Eddie.

Como tipo pedante y neurótico que soy, conecto perfectamente con los personajes de Frasier y, sobre todo, de su hermano Niles, uno de los personajes más redondos que haya visto en la televisión (la genial interpretación del actor David Hyde Pierce hace mucho a su favor).

Pero lo que hace que me apoye en la serie estos días es que de alguna manera los guionistas se las apañan para hacerme reír y calmarme al mismo tiempo. Se trata de una serie sin estridencias, llena de juegos de palabras y de inteligencia, y al mismo tiempo de sensibilidad. Consiguen hacerme reir de mi mismo, de mis pretensiones y de mis neuras, dejándome un buen sabor de boca. Y en ocasiones los capítulos destilan una melancolía y una delicadeza que llegan a emocionarme (como el episodio en que Niles cena a solas con Daphne, sin que ella sospeche el gran amor por ella que él siente, o el capítulo en que Frasier empieza a salir con una mujer que es exactamente igual que su madre fallecida). Otras veces los capítulos giran en torno a simples malentendidos, el recurso más viejo del mundo, pero no por ello pierden efectividad.

El osezno y yo nos estamos ventilando la serie a razón de una temporada cada cinco días, en promedio. Uno de los mejores momentos del día es cuando pasa la hora de cenar y nos despatarramos en el sofá a ver tres o cuatro capítulos de un tirón. Estoy deseando que llegue la hora de los capítulos de hoy...






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