mayo 16, 2012

Misterio entre bambalinas (VI)

Scarlett se quedó mirando el lanzallamas con la misma expresión que un conejo le dedicaría a una anaconda sin desayunar. 
- Señorita Bustillo -le dije-. Creo que tiene muchas cosas de explicar. Si hace el favor de acompañarme… -añadí, sacando mi Colt a que le diera el aire. 

- ¡Imbécil! -exclamó la pechugona-. ¡No había visto ese cacharro en mi vida! Alguien debe haberlo puesto allí para incriminarme… ¿no ves que se trata de una trampa? 
La chica parecía genuinamente sorprendida y alarmada. Si la paleontología se le daba tan bien como la actuación, seguro que a estas alturas habría descubierto otro Burgess Shale. Pero yo no me dejaba embaucar tan fácilmente: 
- Cierra el pico, monada -repliqué, inflexible-. Las explicaciones dáselas directamente al inspector Regüelta y sus chicos. Ellos son los que te dirán esas cosas de que tienes derecho a guardar silencio y demás lindezas. A mí y a mi amigo aquí presente -añadí señalando a mi revólver- sólo tienes que obedecernos sin rechistar
Scarlett me dirigió una mirada envenenada, pero se levantó para obedecer. En ese momento, nos interrumpió el sonido suave de un carraspeo. 
- Ejem, ejem. 
Miré a mi alrededor. No había nadie. 
- Psst. Aquí, pollo. Abajo. 
La voz provenía del agujero de una ratonera en la pared. Me acerqué sin dejar de apuntar a las domingas de mi prisionera. 
- ¿Señor Cifuentes? 

- Llámeme Fantasma, por favor. Estoy de servicio. 

- Pero qué hace ahí, hombre. ¿Cómo se ha metido ahí dentro? 

 - Este teatro está lleno de pasadizos y falsos techos. Al principio pensé que se trataba de algún plan deliberado, propio de la época de los poetas románticos, pero con el tiempo me he ido convenciendo de que simplemente se trata de una chapuza más, típica de la calidad de la construcción civil en nuestro país. Pero me viene muy bien para mi trabajo. 

- ¿Y qué quiere ahora? Mire que estoy un tanto ocupado en este momento… 

- Perdone la interrupción. Sólo quería decirle que la señorita Bustillo tiene razón -y dicho esto aprovechó para saludar a mi prisionera-: ¡Hola, señorita! Encantado de saludarla. Es para mí un honor espiarla a escondidas. Estupendos melones, y se lo digo yo que he visto muchos… Por no hablar de su coñete. ¡Caprice des dieux! 

 - Eh… gracias -dijo tímidamente la interpelada. 

- Normalmente no me gusta dedicarme a charlar en horas de trabajo, pero no puedo permitir que se acuse injustamente a una niña tan encantadora. Ella tiene razón: alguien puso el lanzallamas aquí hará no mucho rato, mientras la señorita Bustillo estaba en la ducha. 

- ¿Cómo lo sabe? -inquirí yo. 

- Porque yo estaba aquí, por motivos estrictamente laborales, esperando a que ella saliera desnuda del baño como todos los días a esta hora. Eso ocurrió después de que usted y yo habláramos -me dijo-. Mientras esperaba, alguien abrió la puerta, se coló sigilosamente en el camerino y dejó el lanzallamas donde usted lo ha descubierto. 

- ¿Pudo ver al intruso? 

- ¡Por supuesto! -dijo el vejestorio-. Tengo una vista excelente para mi edad. Ahora mismo podría decirle de carrerilla dónde están los principales lunares de todas las chicas del coro. Vi estupendamente al intruso. La única pega es que no pude reconocerle. 

- ¿Cómo es eso posible? 

- Porque venía cubierto de los pies a la cabeza con un disfraz de oso borracho. Lo que sí reconocí es el disfraz en sí: es el que utilizan en la función para la escena de la cacería con el Rey. Le juro que esto es lo que pasó: palabra de Fantasma de la Ópera. 
Bajé la pistola. La situación se iba enredando más y más. No terminaba de confiar en Scarlett y siempre existía la posibilidad de que el Fantasma estuviera mintiendo para encubrir al adorado objeto de su vouyerismo, pero por otro lado la idea de que la Bustillo hubiera incinerado a madamoiselle LaVache y hubiera guardado el arma del crimen en su propio camerino de una forma tan burda no tenía mucho sentido. Decidí no sacar conclusiones precipitadas. 
- Le pido disculpas, señorita Bustillo -dije-. En ocasiones uno se deja llevar por el entusiasmo profesional. 

- Doy fe de ello -dijo la voz jadeante de detrás de la pared-. No se lo tenga en cuenta a este señor tan simpático. 

- Iros los dos a la mierda -terció la Bustillo, vaciando un spray de laca en el agujero de ratonera y acto seguido echándome a bastonazos de la habitación. Mis exclamaciones de dolor armonizaban perfectamente con los gritos y lamentos del Fantasma. 
Menudo desastre. Mi tapadera pendía de un hilo, la prima donna del teatro tenía razones para querer estrangularme y encima no había avanzado prácticamente nada en la investigación. La única pista nueva era un disfraz de oso beodo: poca cosa, pero era lo único que tenía. 



Cabizbajo, con los sujetadores colgando sobre mi nariz, busqué a madame Giry y me inventé una historia acerca de que me habían mandado a recoger un disfraz de arzobispo para la escena del burdel morisco. 
 - Sígame -me dijo secamente-. Y procure no tocar nada sin mi permiso
Sacó un manojo de llaves de uno de sus bolsillos y me llevó a través de los vericuetos del teatro hasta la puerta del almacén. 
- Qué raro. Alguien se ha dejado abierta la puerta -dijo al introducir la llave en la cerradura. 
Entramos. El almacén estaba lleno de formas extrañas y misteriosas: abultados trajes de astronauta, animales que parecían nacidos de una pesadilla de Dalí, gigantescas y rígidas pelucas de alcaldesa del PP. Pero había al menos una figura claramente reconocible: un hombre tirado en el suelo, en paños menores, amordazado y con un chichón en el cráneo del tamaño del peñón de Gibraltar. 
 - Mmmppfff -nos saludó al vernos entrar. 
Alarmada, madame Giry se abalanzó a desatar al muchacho. Le pregunté a quién teníamos el gusto de ayudar y ella me puso al día mientras desataba las sogas: se trataba de uno de los bailarines, de nombre Hans Buttocks, y no existía constancia de que tuviera costumbre de atarse para dormir, mucho menos en calzoncillos, en almacenes decentes. 
 - Alguien me golpeó en la cabeza -dijo el bailarín, bastante redundantemente, cuando le quitamos la mordaza. Mirando con expresión de culpabilidad a madame Giry, elaboró un poco más su historia:-. Había cogido prestado el disfraz de oso con cirrosis para ir a una fiesta de cumpleaños. Volvía sigilosamente para dejarlo todo en su sitio, pero en cuanto me quité la cabeza de oso oí a alguien detrás de mí. Antes de que pudiera volverme sentí un fuerte cachiporrazo en el cráneo, y todo se volvió oscuro, hasta hace un rato que me desperté de esta guisa… 
Madame Giry le propinó tal capón al pobre desgraciado por haber cogido un traje sin su permiso que volvió a dejarlo inconsciente. Y yo empezaba a sentirme francamente deprimido ante las circunstancias. 

(continuará)

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